[Texto procedente del número impreso de Nueva Revista 181; lo ofrecemos en PDF al final del artículo].
José Manuel Sánchez Ron es catedrático emérito de Historia de la Ciencia de la Universidad Autónoma de Madrid y académico de la Real Academia Española y de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. Su trayectoria profesional se ha desarrollado entre la docencia y la investigación, siendo autor de innumerables artículos y libros sobre historia de la ciencia. En 2015 recibió el Premio Nacional de Ensayo por la «originalidad», «extraordinaria erudición» y uso del lenguaje en su obra: El mundo después de la revolución: la física de la segunda mitad del siglo XX.
El Poder de la Ciencia es la nueva edición del libro que publicó en 1992, que originalmente abarcaba tan sólo el marco temporal del siglo XX. En la segunda edición de 2007 el autor amplió su estudio para incluir el siglo XIX y, en la tercera, ha incorporado nuevos capítulos que versan sobre avances científicos recientes: la nueva medicina, la era digital, la revolución del ADN y la situación del planeta y sus problemas medioambientales en el periodo conocido como Antropoceno.
No es una historia de la ciencia en sentido convencional y lineal, sino que analiza la relaciones e influencias mutuas y bidireccionales que han existido en cada periodo de la historia, entre la ciencia y la sociedad, la economía y la política. La ciencia da poder: político, militar y económico, pero recíprocamente necesita y se beneficia del poder para desarrollarse.
Asumiendo el reto de contextualizar el desarrollo científico con las diferentes y mudables formas políticas, sociales y económicas, Sánchez Ron construye una extensa y documentada obra. Se compone de diferentes ensayos ordenados cronológicamente, que pueden leerse de forma independiente. Una idea de la extensa bibliografía y documentación con la que el autor ha trabajado son las cerca de 1.500 notas a pie de página y las cuarenta páginas de índice alfabético.
Napoleón, que había sido alumno de Laplace y tuvo una intensa relación con los científicos de su tiempo, influyó poderosamente en el desarrollo científico de Francia
Tres de los quince capítulos tienen nombres propios: Napoleón Bonaparte, Charles Darwin y Albert Einstein. El primero ejemplifica cómo el poder político determina e impulsa el desarrollo de las ciencias. Napoleón, que había sido alumno de Laplace y tuvo una intensa relación con los científicos de su tiempo, influyó poderosamente en el desarrollo científico de Francia. Darwin y Einstein, con el desarrollo de las teorías de la evolución y de la relatividad, son ejemplos del «poder de las ideas» para desencadenar auténticas revoluciones científicas, con extraordinaria influencia sobre la sociedad.
Los primeros capítulos narran el desarrollo científico durante el siglo XIX en Francia, Alemania, Gran Bretaña y Estados Unidos, así como las dificultades que en aquella época encontró la ciencia en España. Los procesos de institucionalización de la ciencia en cada país, principalmente la física y la química, consistieron en la incorporación de estas materias a la enseñanza, la universidad y las escuelas técnicas, así como la creación de organismos: academias, sociedades científicas, centros de investigación, etc., tanto de iniciativa pública como privada, determinantes del progreso de la ciencia. Asimismo, participaron en esta institucionalización las industrias que nacieron, crecieron y se beneficiaron de los nuevos conocimientos. El autor destaca que la extensión y velocidad del progreso científico estuvo –y sigue estando–, en relación directa con el apoyo político, económico y social a los procesos de institucionalización.
Hablar de ciencia es hablar de un vastísimo campo de conocimiento que se ha ramificado en múltiples disciplinas, desde el mundo subatómico y las ciencias de la vida, hasta la astrofísica. Por ello, el planteamiento original del autor encuentra múltiples derivaciones en las que Sánchez Ron profundiza. Como ejemplos: la relación con el poder militar, los problemas éticos asociados a la genética o las controversias sobre el armamento nuclear, en la que intervinieron científicos como Robert Oppenheimer, Linus Pauling y Andréi Sájarov. También se hace referencia a la influencia de las ciencias en literatura y filosofía, señalando a los escritores H. P. Lovecraft y T. S. Eliot, así como el impacto que la teoría de la relatividad general de Einstein causó en filósofos como Bertrand Rusell y Karl Popper.
La relación entre ciencia y tecnología no siempre es unidireccional, ya que en muchos casos la tecnología se adelanta a la ciencia, y el empirismo, al conocimiento científico. En el caso de la medicina, Jenner descubrió la vacuna de la viruela y Lister y Semmelweis utilizaron los antisépticos, antes de conocerse la existencia de los microorganismos. Peculiar fue la invención de un dispositivo –hoy tan indispensable– como el teléfono, cuyo mérito cabe atribuir a Antonio Meucci. Aunque tenía formación de ingeniero, trabajaba como mecánico en el teatro y se adelantó a Alexander Graham Bell.
Gracias a científicos como Copérnico, Lavoisier, Mendel, Darwin, Faraday, Pasteur, Marie Curie, Maxwell, von Neumann, Ramón y Cajal, Bohr, Planck, Einstein, Fleming, Pauling, Heisenberg, Watson, Crick y una larga nómina que Sánchez Ron recoge con detalle, se consiguió que el mundo sea como hoy lo conocemos, con el espectacular desarrollo de las ciencias y su aplicación en todos los campos, desde la salud a la agricultura y desde la informática a la comunicación.
Uno de los avances más significativos fue la revolución del ADN, a la que el autor dedica un capítulo, que es el resultado de una larga sucesión de descubrimientos, entre los que destaca la famosa «fotografía 51», obtenida mediante difracción de rayos X por Rosalind Franklin
Sánchez Ron describe con detalle las cadenas de descubrimientos que condujeron a la ciencia al nivel actual. Por ejemplo, Louis Pasteur y Robert Koch, que establecieron la relación causal entre microorganismos y enfermedades infecciosas, abrieron un amplio horizonte en la lucha contra enfermedades que periódicamente diezmaban la población. El posterior descubrimiento de la penicilina por Alexander Fleming y su producción a escala debida a Howard Florey y Ernst Chain, marcó el comienzo de la era de los antibióticos, salvando cientos de millones de vidas. Uno de los avances más significativos fue la revolución del ADN, a la que el autor dedica un capítulo, que es el resultado de una larga sucesión de descubrimientos, entre los que destaca la famosa «fotografía 51», obtenida mediante difracción de rayos X por Rosalind Franklin. El descubrimiento de la estructura de doble hélice del ADN por James Watson y Francis Crick condujo al dogma central de la biología molecular, según el cual la información genética necesaria para construir un organismo se encuentra en la secuencia de nucleótidos del ADN. Posteriormente Frederick Sanger, que ya había obtenido la secuencia de aminoácidos de la insulina, desarrolló el método de secuenciación de ADN y en 1977 obtuvo el genoma completo del virus Φ-X174.
En diferentes capítulos se analiza la evolución de la ciencia en España, poniendo de relieve las carencias que la investigación ha arrastrado en nuestro país. No obstante, hubo excepciones destacadas, especialmente en ciencias biomédicas. Los científicos más emblemáticos fueron Santiago Ramón y Cajal, que estableció la teoría de las neuronas y sentó las bases de la neurociencia y Severo Ochoa con sus investigaciones sobre la síntesis del ARN. Como comenta Sánchez Ron «un país puede pasar, malamente, eso sí (y más aún a partir del siglo XX), sin físicos, químicos o matemáticos, salvo algunos que se limiten a transmitir algunas enseñanzas, pero no sin médicos»
¿Quién tiene en definitiva el poder sobre la ciencia? ¿Los científicos, los políticos, las grandes corporaciones, los militares? No hay una respuesta general. En los regímenes totalitarios de Hitler y Stalin, los dictadores definían la orientación de la ciencia
¿Quién tiene en definitiva el poder sobre la ciencia? ¿Los científicos, los políticos, las grandes corporaciones, los militares? No hay una respuesta general. En los regímenes totalitarios de Hitler y Stalin, los dictadores definían la orientación de la ciencia. A Stalin le irritaban las teorías burguesas de la relatividad de Einstein y de la mecánica cuántica de Max Planck, que «distorsionaban la simetría newtoniana del marxismo». Además de los recelos con la física teórica, consideraba a la genética moderna como contrarrevolucionaria y fueron numerosos los científicos ajusticiados o recluidos en campos de concentración. A pesar de sus prejuicios ideológicos, Stalin consideró la ciencia como imprescindible para aumentar su poder político y militar.
Dwight D. Eisenhower, presidente de EE.UU. entre 1953 y 1961, fue consciente del peligro de dejar el control de la ciencia en manos de la política o de las grandes corporaciones armamentísticas: «La perspectiva del control de los científicos de la nación por parte del Gobierno Federal, la asignación de proyectos y el poder del dinero están presentes en todo momento y deben ser considerados muy seriamente».
INTERRELACIONES ENTRE CIENCIA Y PODER
Con su magnífica y documentada obra Sánchez Ron realiza un riguroso análisis de las complejas interrelaciones de la ciencia con el poder. Como el mismo autor advirtió en el prólogo de la segunda edición, «es importante analizar hoy con cuidado la relación entre poder y ciencia. Si ésta, la ciencia, es uno de los elementos más importantes en la configuración y desarrollo –incluyendo el bienestar– social, tenemos la obligación de vigilar quiénes y cómo intervienen en su desarrollo y en la explotación de las posibilidades –¡y beneficios! – que emanan de ella».
Se puede descargar en pdf la reseña de Enrique Orihuel Iranzo, sobre El poder de la ciencia