Tras quince años de democracia es hora de realizar un primer balance de la evolución de las actitudes frente al Parlamento.
Nunca se ha caracterizado el pueblo español al menos en la Edad Contemporánea por el amor a sus instituciones. Comunidad individualista y proclive a la invertebración, la celtíbera es difícil de atraer por cualquier empresa que implique integración y solidaridad. Más que ninguna otra, la ¡institución parlamentaria debiera sentirse envuelta por el interés y la simpatía de los ciudadanos. Pero no ha ocurrido así en ningún periodo de nuestra historia. Después del conmovedor arrebato que despertara la restauración del régimen parlamentario y su texto constitucional de 1978, su afianzamiento no ha corrido parejo a la vibración popular ante la andadura del órgano legislativo y sus componentes. Muy pronto la agresividad, cuando no el escarnio, se han cebado sobre él por parte de una opinión pública hipercrítica y en exceso quizás exigente, aunque tampoco han faltado desmaña, narcisismo y presuntuosidad del lado de las Cámaras.
Tal estado de cosas no es irreversible y la esperanza es aquí un sentimiento realista. Ella animó, los primeros pasos de una andadura que tuvo en los cronistas de aquel radiante parlamentarismo sus mejores testigos.
Antequam y postquam de la Constitución pudo recogerse un amplio y variado elenco de artículos y ensayos en torno a la institución parlamentaria. Este gran caudal publicístico creó la imagen del Parlamento en la España de la transición. Puede aventurarse que la literatura de signo cautelar o interrogativo acerca de las nuevas Cortes, fue más abundosa que la opuesta. Bien mirado, el fenómeno no tiene mucho de extraño. Sus defensores más encendidos estaban inmersos en la política activa, en tanto que los demócratas reconvertidos, o los nostálgicos, canalizaban sus energías políticas a través de escritos en los que se llamaba a la prudencia o se vertían anatemas contra un Parlamento que no se observaba como el atlante de todo el nuevo espacio político.
Expresiones muy significativas de esta última corriente, son las reveladas por un destacado protagonista del régimen precedente y por un periodista incombustible. Denominado el ministro eficacia en el fastigio del desarrollismo, Federico Silva se convirtió en disidente de su propio partido, Alianza Popular, al ser uno de los dos diputados que no votaron la Constitución. Sin tener oportunidad de explicar su postura en el hemiciclo parlamentario, se sintió obligado a dar a conocer al público las razones que le condujeron a ello, una viva conciencia de que el mapa autonómico diseñado por la Constitución ponía en grave peligro la unidad española.
No obstante, sus reservas ante el parlamentarismo eran casi invencibles y no tenía empecho en revelarlas. En su desiderátum político, la visión del órgano legislativo era un tanto funcionalista. En cuanto al poder legislativo, habría que considerar con todo detenimiento las ventajas e inconvenientes del bicameralismo. Para mí ha sido un ideal durante mucho tiempo. Sin embargo, debo reconocer que su resultado bajo la Ley de Reforma Política y la Constitución del 78 no ha tenido demasiada brillantez. Es un tema que considerar a la luz de la historia y de la experiencia. Soy partidario de unas Cortes elegidas por sufragio universal con una doble y fundamental misión: legislar y fiscalizar. Esa Cámara debe elaborar y aprobar los tratados internacionales y las leyes, bien mediante su iniciativa excepcional, o la normal del Gobierno, y con la final sanción real; ha de fiscalizar la acción gubernamental con arreglo a las técnicas constitucionales bien conocidas de interpelaciones, preguntas, ruegos, etc.; su acción debe extenderse al conocimiento e información de los problemas políticos que debe darle el Gobierno en todo momento con la máxima extensión, profundidad y hasta solemnidad. Pero lo que no puede la Cámara es ser un riesgo constante de la caída de los gobiernos ni una guillotina parlamentaria.
La posición mantenida por el prohombre de la ACNP es, como se ve, muy elocuente de las aporías y dificultades que tenían que vencer las gentes de sus mismos sentimientos y filiación ideológica que, aceptando la democracia iban a redropelo al asumir los partidos políticos como el agente y vehículo primordiales de la soberanía popular y de su representación. Dichos sectores aceptaban muy a regañadientes el que unos partidos, legitimados por el voto popular, pudieran llegar al famoso consenso y promulgar las leyes y la Constitución que creían más oportuno para los intereses nacionales.
Avalado por múltiples títulos, Emilio Romero puede comparecer como arquetipo de la metamorfosis de muchos hombres del franquismo que se insertaron en un régimen por el que, según sus declaraciones, lucharon prolongadamente por su advenimiento. En la variada y extensa producción del famoso director de Pueblo, cabe encontrar materiales aptos para la construcción parcial de algunas alas del edificio de la democracia que había de erigirse posteriormente.
Sin embargo, su acrisolado pedigree franquista provocaría en Romero y en todas las plumas de igual porte e historia, no pocos actos fallidos sobre la plasmación de una convivencia democrática. Tal extremo era el que traducía de forma más ostensible sus innegables prevenciones hacia el fenómeno parlamentario. Dicha posición resultaba inobjetable en el plano constitucional, pero indudablemente no favorecía en amplios sectores de la sociedad española la creación de una atmósfera de estima y simpatía por el nuevo régimen.
A fines de noviembre de 1976, cuando las Cortes franquistas habían votado la Ley de la Reforma Política y ésta se hallaba a punto de sancionarse en referéndum, G. Fernández de la Mora, firmaba el prólogo de su libro La Partitocracia (Madrid, 1977, 302 págs.). En otro contexto, la intención de la obra no era muy diferente a la que alentara en la de su predecesor en la cartera de Obras Públicas Jorge Vigón, Mañana, que escoliamos muy someramente en otro trabajo. El sistema de partidos era desvenado en su plasmación europea contemporánea tras un esquemático recorrido por la historia decimonónica.
El apriorismo y unilateralidad de la importante obra no quedaban contrarrestados por su notable acopio documental, agudeza analítica y brillantez expositiva. La democracia en su versión más extendida y aceptada, la llamada demoliberal por el escritor, era bataneada y puesta en solfa a causa de la oligarquización y superficialidad de su instrumento básico, los partidos políticos. Aunque el propio autor viniera a desmentir el mismo año de la publicación de su libro algunas de las tesis fundamentales de éste con su participación como diputado de Alianza Popular en las Constituyentes de 1977, su obra fue un jarro de agua fría pero también un aguijón para las generaciones que iban a estrenar, ilusionadamente, el parlamentarismo en la recta final del siglo XX.
El retorno de la crónica
Precisamente serán los trabajos preparatorios de la Constitución los que concentren el mayor afán de una literatura que, importará insistir, no encuentra ya la acogida de antaño ni en las tribunas periodísticas ni en el favor de la opinión. Víctor Márquez Reviriego, licenciado en Políticas y dueño de una vasta cultura literaria y una larga experiencia en los medios de información, será uno de los cronistas que con mayor tenacidad e interés registre la actualidad en una y otra Cámara. Con ostensible voluntad de estilo, la labor del escritor onubense se caracterizará, con relación a los cronistas de otras épocas, por el acortamiento de distancias entre los hombres del Parlamento y su buenhumorado notario, más a pie de obra también que sus predecesores de tiempos del liberalismo.
Consciente del enorme esfuerzo que implica la formación apresurada de una clase política, el cronista apenas si castigará con algún réspice ocasional las deficiencias de los hombres que pondrán en marcha la máquina parlamentaria en una sociedad industrializada que desea a toda costa exorcizar sus demonios familiares, a través del diálogo y la tolerancia. Las mayores reservas las adoptará así Márquez Reviriego frente a los intransigentes de uno y otro signo, saliendo a veces malparadas en su pluma ciertas intervenciones de Ramón Tamames en su etapa de diputado comunista o las de otro compañero entonces de escaño y también como él, aunque algo más tarde, catedrático: Solé Tura. Pero para ello, decíamos, su cálamo gustará de discurrir preferentemente por los terrenos de la leve ironía, de la pincelada eminentemente crítica, del esbozo sin hiél.
Así sucede en la más extensa obra de su triada parlamentaria, aquella que recoge sus apostillas y escolios a los trabajos de las Constituyentes hasta los inicios de abril de 1978. Las crónicas agavilladas en Apuntes parlamentarios. La tentación canovista (Madrid, 1978, 331 págs.) se publicaron semanalmente en la revista Triunfo y están precedidas de dos curiosos y muy ilustrativos prólogos, fechados ambos en marzo del citado año y firmados uno por José Pedro PérezLlorca y otro por Alfonso Guerra. Leyéndolas se sigue paso a paso el aprendizaje de las Cámaras democráticas en un aula cerrada durante casi medio siglo y no puede dejar de admirarse su rápida instrucción. Pero la filiación histórica de las Cortes de 1977 obedecía más al deseo que a la realidad. Frente al individualismo y centrifugismo de las republicanas, la centralidad y mitomanía empezaron a perfilarse desde el primer momento como sus notas dominantes.
Era, desde luego, lógico que el personalismo de las figuras más relevantes del sector aperturista de la dictadura y de las fuerzas de la oposición a ella monopolizasen los debates del Congreso, dada la inexperiencia política de la mayor parte de sus integrantes.
Todo lo que implicase una devaluación de la función política de las Cámaras, sería denunciado por el periodista onubense que sintetizaría con fruición una de las más resonantes intervenciones de un valor en alza, Miquel Roca. Roca hizo una defensa del Parlamento que podríamos resumir así: «Queremos que el Parlamento sea el centro de la vida política del país, que todo lo que se haga sea antes conocido y debatido aquí. No queremos refugiarnos en la crítica a posteriori, cuando ya no hay remedio para lo hecho. Queremos una participación activa, porque parlamentariamente, controlar es colaborar, y el Gobierno debería estar satisfecho de ello… Nosotros no queremos dar primas al extraparlamentarismo, que radicalizaría la vida social del país».
El tema expuesto por el portavoz de la minoría catalana plato de gusto para el cronista nos introduce en el núcleo de otro de trascendencia pareja al primero. Las principales funciones de un Parlamento moderno son indivisibles y resulta aventurado establecer prioridades entre ellas. Es natural que en una etapa constituyente, la función legisladora prime sobre cualquier otra, pero sin que la situación se perpetúe una vez normalizada la vida nacional. El bipartidismo ha introducido en numerosos países elementos de disfuncionalidad y distorsión, particularmente dañinos en el orto de una democracia. La polarización puede hacer que el debate político se desplace a otros escenarios como los poderes y organismos mediáticos, con evidente perjuicio de las Cámaras. Para el comentarista onubense, ello fue lo que acaeció en la primera etapa de la Restauración canovista, amenazando la gran capacidad integradora del régimen ideado por el estadista malagueño. Su fantasma revoloteaba sobre las Constituyentes de un siglo adelante, cuando el país, al contrario de lo que ocurriera en tiempos de Alfonso XIII, estaba ávido de cultura política.
El partido gobernante y su principal opositor, no resistieron la tentación censurada por Márquez Reviriego al incurrir en un consenso que si deturpó y destiñó las respectivas posiciones privilegiando el pragmatismo sobre la ideología, sería luego observado por los historiadores como la clave de bóveda de todo el edificio de ía transición, admirado e imitado como no fuera ningún otro período de nuestro pasado inmediato. En todo caso, empero, el libro El pecado consensual –Apuntes parlamentarios-, (Barcelona, 1979, 156 pp.) -que colecta las crónicas del autor entre mayo y diciembre de 1978- no se caracteriza por sus excursus doctrinales. La pericia biográfica, y la anécdota imantan todas sus páginas. El cronista deja al descubierto sine ira las flaquezas culturales del cuerpo parlamentario constituyente, pero las envuelve en indulgencia. Es probable que si su observatorio se hubiera trasladado con mayor frecuencia a la Alta Cámara sus impresiones revestirían otra tonalidad, dado el sobresaliente plantel de intelectuales y hombres públicos que en ella se sentaban, casi todos por designación real. En las contadas ocasiones en que traslada sus reales al Palacio de la Marina su pluma se muestra gustosa de encontrarse en una atmósfera en la que el pensamiento y sus clásicos parecen ejercer una mayor soberanía. Los desbordamientos oratorios y fintas dialécticas de Sánchez Agesta, Ollero, José Luis Sampedro, Villar Arregui,… permiten a Márquez Reviriego zambullir a sus glosas en aguas profundas de la estasiología, tan reconfortantes para su pluma.
La Constitución de 1978
El cronista perdió algo de su aparente distanciamiento sus simpatías prosocialistas se delatan indisimulablemente para convertirse en un actor más del férvido aplauso que la Constitución despertó en los cuerpos colegisladores y en todo el país como prenda de bienandanza nacional. No obstante, sus pujos de imparcialidad le dictarían páginas muy comedidas y casi circunspectas al dar cuenta y razón del acto de la aprobación en el Congreso del proyecto constitucional: «No fue exactamente así. Ni todos los señores diputados estaban en pie, ni todos aplaudieron grande y prolongadamente […] Dentro faltaban setenta y seis diputados. Motivos políticos, como los peneuvistas irresolutos: enfermedad, ausencia justificada o simple absentismo y zanganería incivil… […] Estamos dispuestos a llamar al pueblo para que defienda la Constitución, dijo Felipe González. Pero primero hay que explicársela, y su excelente discurso tuvo ese claro didactismo habitual en los suyos que los hace accesibles. Los ucedeos, que luego aplaudirían, lo manifestaban con su cabeceo. A veces, también cabecean aprobatoriamente a Fraga (es de suponer que no los mismos). Y es que UCD tiene también como una doble alma. No histórica como el PSOE, porque no le ha dado tiempo, pero sí política que hace cabecear su barco (no nave del Estado, que diría Villar Arregui, sino nave del Gobierno) a babor y estribor. Es un movimiento pendular.
Es también el movimiento pendular de la Historia española, que nos hace reescribirla con frecuencia. Pero esta vez con esta Constitución, según explicó Pérez Horca, «el péndulo hubo de pararse en el centro, único lugar donde como es sabido puede permanecer inmóvil». El jefe parlamentario de los ucedeos cerraba con su explicación una «solemne y emocionante sesión». Y hablaba con palabras de Burke, de la mano temblorosa de los parlamentarios en momentos trascendentales. Es esta una Constitución de significación fundacional, de tolerancia, de concordia y de paz, que hace realidad las palabras reales del primero de los discursos de Juan Carlos I: «Efectivo consenso de concordia nacional».
No variará mucho la descripción del refrendo en el Pleno parlamentario de 27XII1978. Ahora, sin embargo, acaso el frío de la estación entibiara algo de su calor de viejo y entusiasta defensor de una Constitución para España: «Todo fue suave, sencillo y pequeño burgués […] Dentro de cien años algún Antonio Elorza buscará los periódicos en una hemeroteca […] ¿Y qué hallará el Elorza de turno?: la crónica de un acto sin ritual.
El hemiciclo del Congreso rebosante de senadores y diputados, tribunas llenas de lo que antes se llamaban «jerarquías y personalidades» […] Bajo la mirada marmórea de cuatro glorias del parlamentarismo español que hacen guardia en las esquinas (Mendizábal, Toreno, Martínez de la Rosa y Argüelles), los parlamentarios pasaban en fila y daban la mano a la real familia.
Extraña ceremonia que hubiera parecido de pésame a no ser por las faces (e incluso fauces) sonrientes de los parlamentarios. A postenon, resultaría ser su propio pésame (su, de ellos)».
La temperatura del Parlamento disminuyó tras la Constitución. La entrada de las Cámaras en un nuevo paisaje centrado en los aspectos de fiscalización y control del poder ejecutivo rebajó la tensión política de su primera andadura. Ni siquiera el astillamiento del consenso de las dos principales fuerzas que impulsaron la primera legislatura democrática, quebraría este panorama, vigente sobre todo en 1979, único año de cuyas vicisitudes parlamentarias se da circunstanciada cuenta en el tercero y último libro de Márquez Reviriego Escaños de penitencia (Barcelona, 1981, 258 pp.).
Despreocupado o desinhibido un tanto de seguir el día a día del trabajo de las dos Cámaras, el cronista tendrá tiempo y ocasión para apuntar aquí alguno de los problemas suscitados en todas las democracias, para esbozar allá el papel del Senado en la joven democracia española y, en fin, para discurrir con mesura sobre una extensa porción de los asuntos más candentes de aquella hora del país. Posiblemente, es este su libro más logrado en el fondo y la forma y el que más placenteramente escribió el autor, que desembridará su pluma para trazar etopeyas y retratos de indudable prestancia como entre otros, los de Tierno Galván, Fraga, Felipe González, Villar Arregui o Landelino Lavilla. Todo ello, naturalmente, sin olvidar la referencia a la política menuda y al impacto en el órgano legislativo de los sucesos más resonantes de un año no carente de ellos. Merece también reseñarse en el haber del autor y en las virtudes del libro, su capacidad adivinatoria, pues tanto el descalabro final de UCD como el ascenso imparable del PSOE se atalayan en muchas de sus páginas.
En conjunto, la labor de cronista de Márquez Reviriego fue una positiva contribución al nacimiento de una cultura parlamentaria en la España de la transición. Identificado plenamente con el Estado de Derecho y con los objetivos democráticos, el cronista pretendió familiarizar a sus lectores con los rudimentos de una pedagogía encaminada a aceptar la voluntad general como eje de toda convivencia política. Esta simpatía no le conduciría, sin embargo, a ningún angelismo. Intelectualmente, las primeras Cortes de la transición española constituyeron una exhibición de mediocridad. La hora de las grandes figuras del parlamentarismo clásico, de las polémicas doctrinales de alto gálibo y de los discursos enjundiosos y perforantes había pasado ya para siempre y el cronista, melancólicamente, dejaría constancia en aras de un realismo que es el más preciado timbre de su tarea, acrecentando así su interés historiográfico y su valor testimonial.
En una literatura política de rango menor, el libro que colecta las crónicas de Luis Carandell, El show de sus Señorías (Madrid, 1988), se sitúa en una cota no demasiado elevada. Los estragos producidos en sus páginas por la desenvoltura ponen en serio peligro las notas de exaltación del régimen representativo como el más justo e idóneo para una convivencia plural y libre. No es el cultivo de la pequeña historia lo que suscita la renitencia del lector, sino el tratamiento de temas acreedores a una aproximación rigurosa y el desenfado con que se siluetean los di¡ maiores, del Parlamento lo que motiva una actitud de rechazo. Postura explicable por cuanto en su» A manera de prólogo» dibuja un cuadro de la esencia y existencia parlamentarias lleno de vigor y atractivo. De igual modo, su teoría acerca de la anécdota como elemento configurador de la atmósfera parlamentaria resulta también convincente. Pero después… la amalgama indiscriminada de asuntos y personajes, de fechas y situaciones, disminuye el interés por un prólogo excitante y bien construido.
En cualquier caso, al ser siempre muy discutibles las cuestiones de método, el autor del inolvidable Celtiberia Show abocetará una galería de los personajes de las Cortes de la transición muy pocos senadores entre ellos merecedora de contemplarse con morosidad.
Sin duda, la amenidad es para Luis Carandell la meta que debe perseguirse en toda suerte de escritos, aplicando el consejo quintilianeo de enseñar deleitando. Como obra de divulgación y dado el escaso nivel de la cultura parlamentaria en nuestro país, es muy posible que se haya alcanzado los objetivos deseados por el periodista barcelonés. En naciones como Francia o Inglaterra esta clase de obras tiene una mayor dependencia de la investigación académica erudita, pero también ésta es de mayor calidad, por lo común, que la hispana.
En todo el reinado de Juan Carlos I, los debates senatoriales no han tenido mayor brío ni más audiencia que durante el primer año de vida parlamentaria. Aunque el cronista se trasladará a ella, en efemérides señaladas, para dar noticias a sus lectores de la andadura de la Cámara Alta, ésta ocupa un lugar secundario en sus páginas. De ahí que los interesados por los entresijos de la vida senatorial acogieran con aplauso la obra de Santiago López Castillo Senado: propósito de enmienda. (Barcelona, 1983, 256 pp.). Se aperdiga en ella gran parte del material que le sirviera a este periodista para sus crónicas televisivas, completadas con la biografía, a caballo entre la ficción y la realidad, del senador murciano Antonio Rodríguez. Más que de una crónica se trata, pues, de un relato escorado ostensiblemente hacia lo noticioso. Pues muy rica, en efecto, resulta la obra en punto a la semblanza política de los senadores más representativos y de sus gestos y actitudes. Descarnada a las veces, la descripción de los avatares senatoriales es, en líneas generales, bastante plausible y elogiosa, con una visión muy positiva de los hombres que hicieron el rodaje de la Alta Cámara, bajo la aristrocática y eficaz presidencia de Antonio Fontán.
En tono desenfadado y hasta desmitificador López Castillo bajará la Constitución del pedestal senatorial, al trajinar de los hombres de la calle.
«En los bancos socialistas y de UCD se oyó un ‘muy bien'». El senador Rodríguez, al finalizar el pleno, acudió a felicitar a Aguiriano (senador socialista vasco). Cuando daban las once de la noche la sesión había concluido diez minutos antes Aguiriano y Rodríguez Horcajuelo tomaban unos pinchos en la tasca de enfrente del Senado, donde el televisor comunicaba que los debates en la Alta Cámara habían finalizado, y sólo los dos senadores y el dueño del bar Goyo, el de los pinchos de tortilla escucharon atentos esta última crónica parlamentaria sobre la elaboración de la Constitución.
La terminación de la obra con la visita en pleno del primer gobierno socialista a la Alta Cámara 15 diciembre 1982 pone punto final también por el momento, al menos al género literario y periodístico del que nos hemos ocupado en estas páginas.
Afianzada la democracia y concluida la transición, el acontecer diario de la vida parlamentaria semeja no despertar ya particular interés entre los ciudadanos españoles. Tal apatía ha recibido, como se sabe, diversas interpretaciones. Según algunos comentaristas, se debe a la asunción plena de los deberes democráticos por parte del cuerpo social maduro en el ejercicio de sus obligaciones y derechos. Para otros observadores de la vida pública, dicha preterición encuentra su causa en el divorcio entre realidad social y representación política que hoy aqueja a la democracia de los países postindustrializados.
Desatención de la prensa
Al revalidar el PSOE en 1986 su arrollador triunfo de 1982, la transición pudo darse como conclusa. Desde ese instante, el interés por conocer el día a día parlamentario, ya decrecido, desapareció por completo. Los periódicos dejaron de privilegiar dicho aspecto de la actividad política y los cronistas de Cortes abandonaron sus tribunas para no ocuparlas sino en efemérides muy salientes.
Su función vino en cierta manera a cubrirse del lado de los estasiólogos y contemporaneístas que, junto a estudios eruditos, darían también a la estampa de vez en cuando, otro de fibra más ágil y subjetiva. El libro Los errores del cambio (Barcelona, 1986, 249 págs.) escrito por G. Fernández de la Mora al filo de la segunda travesía gubernamental def PSOE, se incluye por derecho propio en el género mencionado. El casandrismo de la recuperación de las libertades públicas ya reseñado más atrás, habíase visto, en el sentido del autor, absolutamente cumplido y el temporal más deshecho se abatía sobre la nave estatal y aún sobre todo el ser histórico de España. El naufragio sería prontamente total y hasta las ruinas perecerían conforme al director de Razón Española. El principal responsable de tal descalabro era un parlamentarismo que reproducía, hipostasiados, todas las carencias y errores de los regímenes demoliberales.
Bien que en sintonía con la crítica de los gobiernos socialistas realizada por Fernández de la Mora, Justino Sinova y Javier Tusell se situaban en las antípodas en las premisas desde las que abordaban el análisis del último periplo del parlamentarismo hispano. En su polémico libro «El secuestro de la democracia. Cómo regenerar el sistema político español». (Barcelona, 1990, 315 págs.), denunciaban la erosión sufrida por el órgano legislativo a manos de un gobierno que utilizaba sus mayorías absolutas como caballo de Atila. El debate político y la función fiscalizadora genuínas de cualesquiera Cortes, habían quedado reducidos a una liturgia huera y desmedulada con nocivos efectos para el régimen democrático, alzado todo él sobre un vigoroso cimiento parlamentario. Más que la Cámara baja, era quizás la Alta la que concentraba la requisitoria de los autores que se preguntaban, escépticos, por la utilidad de una institución defraudadora desde su nacimiento de las esperanzas depositadas en ella como órgano por antonomasia de las autonomías. Está motivada [la crisis] por las escasas atribuciones que le concede la Constitución y por la no configuración de su carácter como Cámara de representación territorial. El Senado nació como segunda Cámara y así se ha quedado: segunda en el proceso legislativo, segunda en importancia política y segunda en la consideración de la sociedad, hasta el punto de haber desaparecido, en la práctica, del interés político […] la realidad es que el Senado no cuenta para prácticamente nada en el panorama político español, pese a que celebra frecuentes sesiones. Sus problemas estructurales han quedado agravados durante los últimos ocho años por la existencia de una mayoría absoluta aún más aplastante que la del Congreso, lo que le ha impedido compensar sus deficiencias de constitución con el ejercicio de la crítica política. La mayor parte de sus sesiones ni siquiera obtienen reflejo en las páginas de los periódicos. En las páginas finales de la obra, los autores se adentraban en su receta palentocrática. En cuanto al órgano legislativo su propuesta llamaba a favor de un Parlamento que, volviera a recuperar su genuino ser y se convirtiera en el eje de la política de un Estado democrático.
Colofón provisional
En cualquier caso, sería bueno para la salud política que los españoles, sin abandonar la capacidad crítica contemplasen con afección y gratitud la misión y funciones de los principales vehículos y portavoces de la soberanía popular, esto es, las Cámaras legislativas. Su descrédito y desprestigio no pueden conducir a otra cosa que a la devaluación, cuando no a la degradación, de las responsabilidades públicas y, en general, de todo el ordenamiento del Estado, asentado sobre la pureza y el buen trabajo de las instituciones parlamentarias.
Los españoles tenemos un déficit histórico de solidaridad con ellas. Agravarlo sería tal vez suicida y, desde luego, únicamente rentable para los aventureros y los nostálgicos del autoritarismo.