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En la primera conclusión de un informe sobre la calidad de losprogramas de las televisiones españolas elaborado por la Comisión Especial de Contenidos Televisivos del Senado durante la pasada legislatura se lee que «el control de calidad exigible a todos los productos de consumo carece de vigencia en el ámbito de televisión», y que «los contenidos televisivos son, hoy por hoy, una mercancía sujeta a las necesidades o caprichos del mercado que compite por recabar más audiencia sin valorar demasiado los medios que utiliza para ello». Se expresa en ambas frases la natural inquietud de los senadores por un problema muy reciente, el de la patente tendencia de los programas de televisión en España a recurrir a los estímulos más groseros y elementales para asegurarse, en la disputa por la difusión del programa, una audiencia más amplia.

¿Productos de consumo o productos culturales?

Lo peculiar del informe del Senado radica en que, al plantear el problema de regular los contenidos televisivos, considera que éstos son «un prodúcto de consumo». Es posible que, si no se mencionan otras posibles calificaciones, parezca obvio este modo de aludir a los programas de televisión. De hecho, durante mucho tiempo los llamados «críticos de la industria cultural» procedentes tanto del funcionalismo norteamericano y europeo como del criticismo de la Escuela deFrancfort, de inspiración marxista, trataron los productos de televisión y de radio generados por los procesos característicos del sistemacapitalista de libre mercado como manufacturas, es decir, como productos elaborados en serie, como artículos mercantiles. Pero, si biense mira, la expresión «industria cultural» podría también interpretarse como un oxímoron. Si algo es un producto de consumo, no es unbien de cultura, y, si algo es un producto de cultura, no debería considerarse un artículo de consumo.

Está bastante claro que no puede existir una dicotomía rígida entre»producto de consumo» y «bien de cultura». Pero no es menos claro que, de hecho, nadie, o muy pocos, darían el nombre de «bien cultural» a un telefilme o un programa de televisión. Para atribuirle ese rasgo tendría que ser una obra muy particular, muy distinta de los telefilmes o programas habituales. Sin embargo, en tanto que expresanideas, sentimientos, hábitos o formas de vida, en tanto que requieren una elaboración narrativa, desarrollan técnicas estilísticas y son clasificables en géneros literarios, no dejan de ser productos culturales a la vez que comerciales. De ahí que el aparente oxímoron «industriacultural» hiciera fortuna en los comentarios sociológicos de los años sesenta mientras se gestaba la protesta de mayo del 68, intento frustrado, entre otras cosas, de promover una ruptura cultural con la cultura de masas establecida por los circuitos de la industria cultural.

El problema de la adscripción de la industria cultural a uno u otrotipo de categoría, es decir, el problema de establecer si el término «industria» tiene un valor adjetivo o sustantivo, o si lo sustantivo olo adjetivo han de adjudicarse al término «cultura», no deja de tenerconsecuencias. Si se conciben como «productos de consumo», como hace el mencionado informe del Senado, nada impediría que estuvieran sometidos, como lo están cualesquiera otros productos de consumo, a algún procedimiento de «control de calidad». Pero si seconsideran bienes culturales, de tipo literario o creativo, ese hipotético «control de calidad» resulta mucho más problemático y podríainterpretarse como una maniobra encubierta para someter a censura la producción artística, intelectual o la manifestación de ideas y de creencias.

Me parece bastante obvio que se trata de un problema de límites conceptuales y, por ello, resoluble. Lo que los estudiosos de la industria cultural aclararon en sus análisis de los procesos de elaboración, difusión y explotación mercantil de los productos de la cultura de masas es que una cosa es una creación artística y otra una manufactura en serie. No es lo mismo Las Meninas que la difusión de postales de Las Meninas. No es lo mismo la Novena Sinfonía que Los cuarenta principales. El que las diferencias no siempre sean fáciles de trazar no significa que hayamos de renunciar a trazarlas. De un modo implícito, el informe del Senado que comento invitaba a hacerlo por razones prácticas derivadas del imperativo político de asegurar un mínimo de orden social. Se pensaba que la atolondrada carrera de las recién nacidas televisiones privadas en su rivalidad por aumentar la audiencia de unas a costa de la de las otras, había desembocado, a la postre, en una progresiva degeneración de los contenidos difundidos.

El interés de los políticos era también socialmente compartido. Incluso puede decirse que era el reflejo de una previa alarma social, siempre latente y nunca del todo generalizadamente satisfecha, provocada por la facilidad de los productos de la industria cultural de suscitar actitudes anómicas, especialmente cuando maltratan o deforman temas relativos a las costumbres sociales, a las pautas de moralidad o a las creencias colectivas. También aquí el problema consiste en trazar un límite entre la pacata intolerancia y la agresión gatuita. En todo caso, asociaciones familiares, educativas y de espectadores de televisión manifestaron su preocupación por la indefensión práctica en que se encuentra el espectador inevitablemente pasivo, cuando los valores en que se basa su estabilidad familiar resultan alterados por los contenidos difundidos a través de la pantalla. El argumento de que éste puede optar entre cadenas y apagar el televisor resulta invalidado cuando las posibilidades de elección se limitan, en la práctica, a optar entre cuatro o cinco canales redundantes y rivales, y cuya contemplación a través de la pantalla no se puede evitar en la vida cotidiana, pues si quiere elegir entre programas diferentes hay antes, necesariamente, que exponerse a probar lo que se elige. Que la televisión tenga efectos que, desde que Platón aludió a los efectos narcotizantes de la escritura, se denominan «narcóticos», no significa que todos sean fármacos perjudiciales para la salud mental o moral de los más indefensos culturalmente, principalmente los niños y los adolescentes, ni que haya que evitarlos en especie como si fueran drogasnocivas. Sin embargo, aunque el interés de los políticos y el expresado por diversas agrupaciones sociales podía ser coincidente, sus motivaciones podían, también, ser distintas. De hecho, lo eran en parte, como se verá. En todo caso, colisionaban con otros intereses y otras preocupaciones.

Intereses contrapuestos

Los principales intereses con que estas preocupaciones tropezaban eran y son los de los empresarios, productores y creadores de las televisiones y los de las empresas publicitarias, interesadas en suscitar elconsumo recurriendo a las motivaciones más instintivas y primordiales, como la excitación de la belicosidad y la apelación al erotismo.Otras suspicacias procedían de intelectuales, periodistas y profesionales recelosos de que, tras ese proyecto de regulación, se escondierao pudiera esconderse algún tipo encubierto de censura. De hecho, la solicitud del Senado coincidía en el tiempo con varios intentos legislativos de recortar la libertad de expresión y de información mediantela inclusión en el proyecto de reforma del Código Penal de nuevas figuras delictivas, añadidas a los delitos de injurias y de calumnias, como la difamación, en un momento en el que la información y el comentario periodístico glosaban el ambiente de corrupción generadoen torno al poder político. Se interpretaba que la tipificación de un nuevo delito de «difamación» encubría una imitación, descarada por manifiesta, de la libertad de información. Por extensión, algunos periodistas e intelectuales temían que la regulación de los contenidos televisivos pudiera encubrir una limitación de la libertad de información y de la libre expresión de opiniones.

El tema es, no obstante, lo suficientemente importante como paraque se examine haciendo abstracción de los recelos que puedan derivarse de las circunstancias políticas, por fundamentados que estén, y del perjuicio a intereses determinados, por influyentes o poderososque sean. Es más, deslindar los aspectos circunstanciales de los sustantivos y afrontar conceptual y rigurosamente los límites de los intereses mercantiles y comerciales puede ser el mejor servicio que pueda desprenderse de un análisis desapasionado e independiente de lascircunstancias y de los intereses en conflicto. En adelante, me limitaré a considerar los aspectos abstractos del tema para ofrecer un argumento de validez general sobre la necesidad, el interés y el sentido de contar con algún tipo de institución independiente, del estilo de la que existe en otros muchos países democráticos, que sea competente para regular los contenidos de la industria cultural.

La degradación de los mensajes

En el caso concreto de la televisión, «es evidente que -como dice en su conclusión primera el informe del Senado- el empeño por las audiencias puede hacer perder calidad a los programas». Desde el punto de vista analítico, la cuestión es ¿por qué y cómo se manifiesta esta «evidente» tendencia degradante? Ofreceré una explicación cuya base argumentai he expuesto en algunos trabajos más pormenorizados.

La competencia mercantil consiste, en esencia, en disputarse el cliente. En el caso de la televisión, se trata del espectador. Cuando las televisiones son, como en nuestra situación actual, de cobertura general, lo que se disputa es ganar el máximo número de espectadores: tanta más audiencia, tanta más publicidad, tanto más éxito, tanta más rentabilidad. ¿Por qué el número de telespectadores tiene que ir unido a cierta tendencia hacia la degradación de los mensajes? La respuesta a esta pregunta la conocemos desde que Platón escribió en La República: «la maldad, aun en la abundancia, se la puede obtener fácilmente, porque el camino es liso y habita cerca, pero ante la virtud los dioses pusieron sudor».

En lenguaje moderno traduciríamos el texto platónico del siguiente modo: hay incitaciones e impulsos universales y los hay selectivos. El conocimiento y la cultura son motivaciones selectivas, que proceden de hábitos interpretativos cuya adquisición depende de un aprendizaje previo. Nadie nace degustando Mozart o disfrutando con Séneca. Pero la inclinación a la violencia y la sensualidad son instintivas, universales, comunes a todos los individuos desde la infancia. Espontáneamente tendemos a ceder a esos estímulos. La degustación de la violencia y de la sensualidad no solo no requiere de aprendizaje alguno, sino que, al contrario, como también advirtió Platón, «buena crianza y educación, debidamente mantenidas forman naturales buenos». Pero la televisión, convertida por los procesos industriales defabricación en serie en electrodoméstico, en artículo de uso cotidiano, forma parte ya de los procesos de la «crianza» y de la «educación» familiares. Sus contenidos influyen inevitablemente en el imprescindible aprendizaje moral del niño y del adolescente y en la estabilidadfamiliar confiada a la responsabilidad del adulto, que ahora se ve obligado, de hecho, incluso^aunque no lo quiera, a compartirla con la televisión. Si, parafraseando nuevamente a Platón, la libertad moralno depende solo de lo que se obedezca o no a los gobernantes, sino también de ser «gobernadores de sí mismos en cuanto placeres de bebidas, venéreos y de comidas», a los que ahora hay que añadir, los de la droga y algunos más, entonces la televisión ha adquirido tal influencia en la formación de la conducta moral de los niños y de los adolescentes que sería irresponsable ignorarlo.

La formación intelectual no es fácil de adquirir. No se llega al conocimiento científico de modo espontáneo, ni tampoco el gusto estético y la capacidad creativa son generalizables y comunes. Justo porque cuesta esfuerzo adquirirlos, generan procesos sociales selectivos que permiten distinguir a los mejores de los peores en cualquier rama de la actividad artística, profesional, cultural o científica. Pero elplacer sensual es común a todos los individuos, sean intelectuales o no lo sean, cultivados o incultos, bien educados o groseros, artistas o mediocres, adolescentes o ancianos. Es decir, lo emotivo, lo afectivo, lo grosero son sensaciones comunes a todos, pues su disfrute esinstintivo e inmediato, no requiere esfuerzo selectivo alguno. Sin embargo, para degustar el conocimiento y la cultura es necesario unesfuerzo intelectual que la satisfacción de esas otras incitaciones no requiere.

Más espectadores y menos esfuerzo

Para asegurarse de que un programa de entretenimiento se adaptea los gustos de la mayoría, nada mejor que adaptarse a las motivaciones más comunes, menos exigentes y que requieran menor esfuerzo de comprensión. Hay, indudablemente, intereses de explotación mercantil, derivados de la necesidad de obtener rentabilidad económica para afianzar una tendencia a programar contenidos que satisfagan las inclinaciones más elementales. Al no requerir su satisfacción o degustación más que de un mínimo esfuerzo, se asegura que queden satisfechos los gustos de la más amplia audiencia, por variada y compleja que ésta sea.

La propensión de la mayoría de los telespectadores a ser satisfechos con el mínimo esfuerzo refuerza la tendencia de las empresas a producir mensajes que puedan atenderse con ese esfuerzo mínimo. Esa conjunción del interés de los productores por ganar la máxima audiencia con el método de identificar la calidad de los programas con los aspectos técnicos de los que depende el mantenimiento del interés del máximo número de espectadores, alienta la tendencia de la industria cultural a la paulatina degradación de los contenidos. Porque desde el interés comercial prevalente de que el producto televisivo se destine a fijar la atención del mayor número de espectadores, los instintos, la violencia y el erotismo principalmente son los estímulos que más aseguran esa confluencia del interés comercial por suscitar la máxima atención de la audiencia con el objetivo no menos comercial de reducir al mínimo el riesgo de perder la fidelidad de esa audiencia que los productores se disputan.

Lo que parece desprenderse es que la aplicación de sistemas de elaboración industrial a productos comerciales cuya función principal no es servir de cauce de expresión de ideas o de creatividad intelectual o artística sino conseguir la atención del mayor número de espectadores al precio que sea, invita a considerar, como hace el Senado en el informe aludido, los programas de televisión como productos comerciales elaborados en serie más que como manifestaciones de la creatividad individual o de la inteligencia discursiva. A mi juicio, esa consideración permite desprender a estos productos de las protecciones de derechos que poseen aquéllos regulados en el artículo 20 de la Constitución española para someterlos al régimen general de toda producción mercantil, a la que son aplicables los procedimientos de «control de calidad» adaptados a sus características peculiares.

Catedrático en la Facultad de Ciencias de la Información, doctor en Derecho y licenciado en Filosofía