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En virtud de las peculiaridades del régimen político dominante durante la mayor parte del siglo XX en México, los dos grandes requisitos para avanzar en el camino de la democracia fueron la consolidación y el desarrollo nacional de los partidos políticos, por un lado; y la creación de unas leyes y unas instituciones capaces de regular la competencia electoral entre ellos, por el otro. José Woldenberg aborda ambos aspectos desde su experiencia como presidente de una institución que ha resultado clave para el éxito de la transición mexicana.


Si la democracia es impensable en ausencia de una trama electoral bien tejida, hay que decir que en México hacían falta piezas fundamentales en la organización, en el marco jurídico y en la institución reguladora de los comicios, de modo que el primer gran paso consistió en abolir las prácticas fraudulentas que anulaban o distorsionaban el voto de los ciudadanos, mediante la creación de un marco legal que hiciera posible la emergencia de la pluralidad política de la nación, que se hallaba artificialmente restringida.


Una particularidad relevante del caso mexicano estriba en el hecho de que son las mismas reformas las que favorecen la formación de partidos fuertes con arraigo nacional. La ley produjo las condiciones jurídicas y el clima político para desatar la expresión de las distintas fuerzas, como no había ocurrido antes. Es verdad, por supuesto, que las fuerzas derivadas de la revolución mexicana estaban agrupadas en el Partido Revolucionario Institucional (PRl), pero el resto de los partidos, sobre todo el Partido Acción Nacional (PAN), tenían una participación más bien débil y en zonas localizadas del país.


No es una casualidad, pues, que el tema electoral ocupara los primeros planos en el debate político nacional de los últimos veinte años. Lo mismo el Gobierno que las fuerzas políticas lo ubicaron en el centro de sus aproximaciones y desencuentros. Una parte significativa de la reflexión intelectual y académica también siguió muy de cerca este proceso. La dimensión electoral se transformó así en la pieza clave para encauzar y modular el cambio político en México.


La transición mexicana es, en cierto sentido, el resultado de un amplio ciclo de reformas electorales que comienzan en 1977 y culminan en 1996 con la legislación vigente. Dichas reformas se hicieron cargo de los seis grandes temas que condensaron las aspiraciones y las necesidades de una ciudadanía cada vez más madura y exigente en la vía de construir una institucionalidad democrática, a saber: 1) el régimen de los partidos, 2) las formas de integración del poder legislativo, 3) la conformación de los órganos electorales, 4) la impartición de justicia electoral, 5) las condiciones de la competencia electoral, y 6) la reforma para definir el régimen político correspondiente a la capital de la república. La manera en que dichos temas fueron abordados representa, por así decir, la originalidad del cambio democrático.


EL RÉGIMEN DE PARTIDOS POLÍTICOS


La reforma de 1977, que comprende los partidos políticos como «entidades de interés público», da paso a su «constitucionalización», es decir, reconoce su personalidad jurídica y el papel que les corresponde en la conformación de los órganos del Estado.


Junto a ello, mediante la fórmula del «registro condicionado», la reforma abre las puertas de la competencia electoral a fuerzas políticas minoritarias, en particular al Partido Comunista, que venía exigiendo su incorporación plena a la legalidad y a otras corrientes de la izquierda.


Asimismo, se establece que el registro de los partidos, obtenido ante la máxima autoridad electoral federal, les da automáticamente el derecho a participar también en las diferentes elecciones en los niveles local y municipal. Como resultado de estas disposiciones, la presencia en los comicios de nuevas alternativas políticas, legalizadas y legitimadas por y desde la Constitución, se multiplicó a lo largo y ancho del país.


Si en un primer momento el punto neurálgico de la reforma electoral había sido la incorporación de nuevas opciones a la contienda, una vez cumplido ese objetivo el centro de gravedad se trasladó al fortalecimiento de los partidos: a la ampliación de sus derechos y de las prerrogativas legales a las que tenían acceso para afrontar un nutrido calendario electoral.


En consecuencia, se diseñó un sistema flexible para regular la incorporación a la arena electoral de nuevas opciones partidistas y se fijó en dos por ciento de los votos el umbral necesario para acceder a la representación en el Congreso. Las formaciones políticas nuevas pueden acceder con relativa facilidad a la contienda por los espacios de Gobierno y de representación, pero deben acreditar una presencia electoral entre la ciudadanía para mantener el estatus de partidos políticos nacionales. Es, así, un sistema abierto de doble vía que permite el acceso de nuevas ofertas políticas y a la vez dispone de una puerta de salida para aquellas propuestas que no logran el mínimo requerido por la ley.


LA CONFORMACIÓN DEL CONGRESO


El tema de la representación cruzó prácticamente toda la etapa democratizadora. Se trató, por supuesto, de un proceso gradual. En 1977 se toma la medida de arranque al establecerse un sistema mixto de integración de la Cámara de diputados, en el cual se elegirían trescientos diputados de mayoría simple en igual número de distritos, más cien diputados llamados plurinominales electos a través de listas por partido que se distribuirían en proporción a los porcentajes de votación obtenidos.


Con esa disposición se ofrecieron los incentivos suficientes para que los partidos desarrollaran verdaderas campañas a escala nacional, ya que todos sus votos, independientemente de la localidad donde se hubieran emitido, resultaban útiles para ampliar la presencia del partido en la Cámara por medio de la representación proporcional.


Los resultados se vieron de inmediato: en las primeras elecciones celebradas bajo el aliento de la reforma política dieron representación en la Cámara de diputados a siete las agrupaciones en lugar de las cuatro que tradicionalmente lo conseguían. Si para ese momento los resultados reflejaban un sistema de partidos muy desigual, lo cierto es que se abrían paso un conjunto plural de fuerzas inédito en la Cámara de diputados y en las contiendas electorales. Ello imprimió un mayor dinamismo no sólo a la representación nacional sino a la vida política y a la discusión pública del país.


En 1986, es tal la dinámica impuesta por el pluralismo que se opta por aumentar el número de diputados plurinominales de cien a doscientos, manteniendo el sistema mixto con dominio del componente mayoritario, pero en una relación entre los diputados de mayoría relativa y los de representación proporcional que tendía a acercarse.


Con este diseño y dado el auge de las oposiciones, en la elección de 1988 el PRI perdió por primera vez la posibilidad de reformar por sí solo la Constitución, para lo cual se requieren las dos terceras partes de los votos de los diputados.


En la actualidad, se conserva la elección mixta de trescientos diputados de mayoría y doscientos de extracción proporcional. Pero desde 1996 se introdujo una fórmula que resta los márgenes de sobre y subrepresentación en la Cámara de diputados: establece que ningún partido puede contar con un número de diputados que sea superior en ocho puntos al porcentaje de la votación nacional obtenido.


Bajo esta ley se han efectuado las elecciones de 1997 y de 2000, de las que han surgido dos legislaturas donde ningún partido cuenta con mayoría absoluta en la Cámara de diputados. Hoy día, por necesidad, las leyes en México tienen que ser el resultado del acuerdo entre, al menos, dos fuerzas políticas relevantes.


La llegada de la pluralidad al Senado tardó un poco más ya que ahí las primeras voces de la oposición apenas se escucharon en 1988, con cuatro senadores provenientes del Frente Democrático Nacional que había lanzado la candidatura a la presidencia de Cuauhtémoc Cárdenas. En esa época, el Senado estaba integrado por 64 legisladores, dos por cada entidad federativa que correspondían, ambos, al partido con mayor número de votos: era una fórmula que premiaba a la primera fuerza y penalizaba a las minorías.


Hoy la Cámara de Senadores se integra con 128 miembros, tres electos en cada una de las 32 entidades: dos asignados al partido más votado y uno más a la primera minoría. Los 32 restantes son electos en una lista nacional de acuerdo al principio de representación proporcional plena.


En la actualidad, en la Cámara alta hay representantes de seis partidos políticos distintos. Y más aún, ninguno de ellos tiene mayoría, incluido el del presidente de la República.


LOS ÓRGANOS ELECTORALES


La conformación de los órganos de autoridad electoral cobró una relevancia inusitada a partir de la experiencia de las elecciones de 1988. El diseño vigente ese año, definido en 1986, contemplaba el criterio de representación proporcional de los partidos en los órganos de autoridad electoral. Como cada partido contaba con una representación directamente proporcional a su presencia en las urnas, en 1988 el PRI tuvo por sí mismo el control de la Comisión Federal Electoral, pues tenía -él solo- 16 votos de un total de 31. Con ese formato institucional transcurrieron las muy debatidas y debatibles elecciones de 1988.


Tras esa elección y visto su desenlace, resultaba imperativo otorgar garantías de imparcialidad y profesionalidad a los contendientes. De hecho, se trataba del paso indispensable para restablecer la competencia, era una deuda ineludible y una condición para reconstruir un clima de confianza mínimo en los procesos electorales.


Fue así como en la reforma electoral, fraguada en los años 1989 y 1990, los partidos se abocaron a la «invención institucional» de un órgano de Estado autónomo, profesional, de carácter público, para organizar los procesos electorales. Ese marco fue el inicio de la edificación de una autoridad, que fuera merecedora de la confianza de los protagonistas de la contienda política.


Al inicio de los años noventa, el órgano superior de la autoridad electoral pasó a estar integrado por los siguientes elementos: 1) representantes de los partidos, 2) consejeros directamente nombrados por el poder ejecutivo y el legislativo y 3) los llamados «consejeros magistrados». Ésta fue una de las importantes novedades de la creación del Instituto Federal Electoral: se introdujo una nueva figura, la de los consejeros, independientes de los partidos políticos y de los poderes públicos. Fue el primer paso hacia la «despartidización» del órgano electoral.


El primer compromiso firmado por los partidos para lograr una elección imparcial tuvo que ver con la conformación de la autoridad electoral. Fue entonces cuando los partidos políticos, por decisión propia, perdieron su derecho al voto en los órganos colegiados del Instituto Federal Electoral, y sólo tendrían derecho a voz y a un representante por partido. El valor de la reforma es enorme: seis años antes, la presencia proporcional y con voto de los partidos en los órganos electorales fue el principal factor que inyectó parcialidad en la elección federal; a partir de 1994, los partidos dejaron de ser árbitros y jugadores a la vez.


Los dos últimos procesos electorales federales realizados en 1997 y 2000 fueron organizados por una autoridad electoral renovada, fruto de la reforma de 1996 de la Constitución y de la ley: se concretó la autonomía total de los órganos electorales cuando el poder ejecutivo fue retirado de la organización de los comicios y la autoridad electoral gozó de plena independencia en relación al Gobierno. Los ocho consejeros electorales y el presidente del Consejo, los únicos miembros con voto en el máximo órgano del Instituto Federal Electoral, fueron elegidos en la Cámara de diputados por el consenso de los partidos políticos. La idea fue doble: que el Gobierno abandonara la organización electoral y que ella pasara a manos de personas que gozaran de la confianza de los partidos políticos. Además, cada partido político y cada fracción parlamentaria en el Congreso cuenta con un representante con voz y sin voto en el máximo órgano de dirección electoral, de forma tal que pueden seguir, eslabón por eslabón, todo el trabajo de la autoridad electoral.


Bajo esa fórmula, la añeja sombra de la desconfianza hacia la autoridad electoral logró ser desterrada.


LA IMPARTICIÓN DE LA JUSTICIA


Es importante subrayar la importancia que el tema de la justicia electoral ha tenido en el proceso de construcción de la democracia en México. Hasta hace quince años, todavía no existía una vía independiente y especializada para procesar el contencioso electoral.


El marco normativo vigente quedó establecido en 1996. A partir de entonces, la calificación de todas las elecciones, incluida la presidencial, pasó al Tribunal Electoral del poder judicial de la Federación. Así, la última palabra sobre las elecciones es responsabilidad de un órgano jurisdiccional, sujeto a procesos bien definidos y no, como antes ocurría, responsabilidad de un órgano político: al desaparecer el mecanismo de la autocalificación por parte de los mismos sujetos políticos, se afianzó la certeza jurídica en los procesos electorales.


Además, el Tribunal no quedó limitado a atender los problemas de índole federal, pues la posibilidad de recurrir a él por causa de conflictos locales se extendió sin cortapisas, y el control de constitucionalidad se aplica a los actos de todas las autoridades electorales locales sin excepción.


En materia de medios de impugnación ahora se cuenta con un verdadero sistema que permite la protección de los derechos electorales en los procesos federales, locales y municipales.


De la mano del desarrollo de las garantías jurídicas, también los partidos políticos se han comprometido a ceñir su competencia a la legalidad, y ese es uno de los logros más significativos del proceso de democratización mexicano.


LAS CONDICIONES DE LA COMPETENCIA


Este tema se colocó en el centro de la agenda de los partidos políticos a partir de la elección de 1994, porque era necesario garantizar un nivel de recursos suficientes y equilibrados para que la competencia electoral no fuera un ritual con ganadores y perdedores predeterminados.


En lo que se refiere a los recursos, en 1996 se dispuso que el financiamiento público debería primar sobre los recursos privados de los partidos. Este diseño se inspiró en los objetivos de hacer transparente el origen de los recursos, garantizar la independencia de los partidos, contar con unas condiciones adecuadas de equidad en la competencia y evitar la tentación de acudir a fuentes ilegítimas de financiación. Pero además los recursos públicos se distribuyeron de una forma mucho más equilibrada. La fórmula de reparto es la siguiente: el 70% de los recursos se asigna de acuerdo a la votación alcanzada por cada partido en la elección previa, y el otro 30% se divide de forma igualitaria.


En el año 2000, la cantidad total de dinero público asignada a los partidos políticos fue de 350 millones de dólares. De ese monto, las dos coaliciones electorales, la Alianza por México, la Alianza por el Cambio, y el Partido Revolucionario Institucional, recibieron una suma próxima a los cien millones de dólares, respectivamente. La mejoría en la distribución del dinero fue sustantiva: en 1994 el PRI concentraba el 49,3% de la financiación pública, más de tres veces lo que recibía su más cercano contendiente, mientras que en el año 2000, las tres principales opciones recibieron montos similares de financiación pública.


A cambio, las revisiones de sus finanzas se han hecho más incisivas. La ley permitió la ejecución de auditorías directas a los partidos políticos y se afinaron los instrumentos de recepción y verificación de sus recursos. A la par, se mejoró el régimen de sanciones por violaciones a la ley.


Además, se establecieron topes para los gastos de campaña que podían hacer los partidos y candidatos a diputados, senadores y a la presidencia de la República. Otro elemento, que necesariamente complementa las medidas anteriores, son las aportaciones que pueden hacer los particulares a los partidos. Los límites que marca la ley son tres: a) para el conjunto de los simpatizantes de cada partido hasta un 10% del total del financiamiento otorgado para actividades permanentes durante el año; b) una persona, de forma individual podrá aportar a un partido sólo el 0.05% del monto por actividades ordinarias, y c) se suprimen las aportaciones anónimas.


Se consolidaron y ampliaron además restricciones importantes: no pueden contribuir a las finanzas partidistas ninguna entidad del Gobierno federal o estatal; ninguno de los poderes de la Unión; partidos políticos u organizaciones extranjeras; tampoco organismos internacionales ni ministros de culto, ni empresas de carácter mercantil, ni los mexicanos residentes en el extranjero.


En materia de medios de comunicación, sólo los partidos -es decir, ningún tercero- pueden comprar libremente con sus propios recursos tiempo y espacios en radio y televisión: así pueden desplegar sus campañas en los medios de comunicación masiva sin mayor restricción salvo el no superar los límites de gasto.


Además, en la legislación electoral mexicana se define que, de manera permanente, todos los partidos tienen derecho a espacios en radio y en televisión con cargo a los tiempos oficiales del Estado. Adicionalmente, en época de campañas electorales, el Instituto Federal Electoral compra una bolsa de tiempo en radio y televisión que se suma a las prerrogativas permanentes de los partidos. Así, sin costo para sus finanzas, los partidos dispusieron a lo largo de las campañas del año 2000 de un conjunto de 1.620 horas de transmisión en radio y 420 horas en televisión. Con estas dos medidas complementarias, fue posible desterrar la inequidad en las condiciones de la competencia electoral.


LA REFORMA POLÍTICA DE LA CAPITAL


Hasta 1997, el poder ejecutivo de la capital del país recaía en una designación hecha directamente por el presidente de la República. En otras palabras: hasta muy avanzados los años ochenta los varios millones de ciudadanos que habitan en la capital no contaban con un espacio institucional de representación plural. En 1986, se creó la Asamblea de Representantes del Distrito Federal que, si bien no era un órgano legislativo cabal, sí constituyó la primera instancia de representación en la capital, integrada mediante el voto personal y directo de los ciudadanos.


Diez años después, en 1996 se determina la elección directa del jefe de Gobierno del Distrito Federal, de los jefes de las 16 delegaciones políticas en que se divide la capital, y se ampliaron las facultades de la ya renombrada Asamblea Legislativa del DF. Con ello, los derechos políticos de los habitantes de la ciudad capital pasan a ser del todo reconocidos.


Gracias, pues, a los cambios ocurridos en estos seis pilares, la realidad política y la legalidad han logrado converger en pocos años hasta lograr un régimen de partidos plural y competitivo. Leyes, instituciones y, lo que es más importante, una creciente cultura ciudadana de respeto a la legalidad y la convivencia democrática, han forjado esa nueva realidad.