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La reciente huelga del sector público en Alemania tuvo una virtualidad: sirvió para demostrar que e¡ país, hasta ahora espejo de relaciones laborales estables y orden productivo, está expuesto, como los demás, al vértigo del descontento y a la tentación de la protesta. Desde hace meses la incertidumbre y el desasosiego -son palabras de Felipe González- caracterizan la vida política de Europa occidental precisamente en un momento en que la región se vuelca en la ratificación de su futuro.

Mal momento, sin duda, para proceder al estudio, discusión y ratificación populares del Tratado de Mastrique (Maastricht), telón de fondo de la construcción europea, a lo largo de los meses que restan hasta enero de 1993 cuando sea una realidad – o casi el mercado único.

Italia, sin gobierno ni presidente de la República, parece haber entrado de nuevo en una etapa de turbulencias difícilmente comparable incluso con pasados episodios. En Francia la mayoría potencial -en la oposición- prepara las elecciones legislativas (dentro de 10 meses) que la llevará probablemente al gobierno mientras «giscardiarios» y «chiraquistas» se destrozan en batallas estériles sobre quién será el candidato a las presidenciales: «el país está bien, los franceses están mal» dijo hace poco Mitterrand. En Alemania el coste de la reunificación y el mar de fondo social se mezclan con las dificultades de un Canciller que parece haber agotado su proyecto mientras su más fiel aliado de otras épocas -el liberal Genscherabandona el barco. En España sindicatos y gobierno se enzarzan en la disputa de la cohesión y del «decretazo» mientras la derecha conservadora y liberal no sabe a quién ponerle una vela, si a la oposición sindical -que defiende tesis inaceptables para cualquier espíritu medianamente ilustrado- o al gobierno, cada vez más deteriorado e ineficiente.

Sólo el Reino Unido, con su renovada mayoría conservadora, parece encontrarse en condiciones para enfrentar la reflexión de Mastrique. Pero será, inevitablemente, una reflexión incompleta porque, en principio. Major y sus amigos rechazan la implantación de una moneda única, espina dorsal del proyecto.

El momento, en efecto, no es el mejor para que los europeos se vuelquen en la reflexión y la polémica sobre su futuro unido. Pero para éste y otros temas de similar importancia no hay momentos óptimos: siempre será demasiado temprano o, tal vez, demasiado (arde. De modo que este enorme esfuerzo de comprensión y análisis al que ahora deberíamos estar volcados (¿lo estamos?) con vistas a una ratificación generalizada en el horizonte de 1993, además de una obligación indeclinable se presenta también como una urgencia.

Es difícil en estos momentos prever si parlamentarios u opinión pública de alguno de los países comunitarios se pronunciarán radicalmente en contra de los Tratados de Unión Política, Económica y Monetaria. Los casos de Irlanda y Dinamarca (donde, por cierto, el porcentaje de «sí» aumenta día a día) no parecen significativos para evaluar lo que piensan en su conjunto los europeos. El chovinismo francés de la derecha y la izquierda extremas (Le Pen. Chevenemem y Marchais del bracete) no parece capa/, de vencer al bloque histórico formado por socialistas, liberales. conservadores y ceninstas. En Italia, Alemania y España el frente del rechazo es poco significativo y sea cual sea el sistema escogido para la ratificación (referéndum o Parlamento) todo indica que ésta será fácil de lograr. En el Reino Unido, con las limitaciones señaladas, el resto de los tratados no parece difícil de aprobar. Tampoco lo parece -sin restricciones- en Dinamarca. Bélgica, Portugal, Luxemburgo, Grecia y Holanda.

Pero la ratificación de todos los documentos de Mastrique será apenas un trámite, aunque dificultoso en algunos casos. Lo importante es que el proceso de aplicación -cohesión, concertación, coherencia- se inicie sin sobresaltos tti banderías, lo que resuita a medio plazo mucho más problemático.

«Schock»

En el horizonte inmediato hay un asunto de envergadura que deberá discutirse en primera instancia en la Cumbre comunitaria de Lisboa (26-27 junio) y que monopolizará la atención de los próximos años: la ampliación. Se trata de saber si los Doce quieren ser pronto quince, algo después dieciocho y. ya avanzado el siglo XXI, treinta y cinco. Este cambio cuantitativo -y, también, cualitativo- deberá, sin embargo, subordinarse a una renovación completa de las instituciones europeas. O, en palabras de Jacques Delors, a «un shock político, intelectual e institucional».

El «shock» será especialmente agudo para los países de la Europa del Sur -España, Portugal, Grecia y, en menor medida, Francia e Italia- porque, además de «recentrar» hacia el norte el conjunto europeo podría traducirse en una dispersión de esfuerzos y recursos, al menos en la segunda etapa de la ampliación cuando se trate de definir las fronteras del horizonte comunitario. Lo que muchos temen es que la ampliación anule la profundización de la construcción europea. En el caso de los «primeros de la lista» (Austria y Suecia) el problema será de escasa entidad aunque, eso sí, ninguno de los países candidatos tendrá derecho a re-examinar las condiciones de la Unión Política diseñada en Mastrique: austríacos y suecos no tendrán más remedio que asumir, por ejemplo, el proyecto de defensa europea y dejar en el camino el fardo neutralista.

El problema que la Europa de Mastrique deberá plantearse en los albores del nuevo siglo es si el habitáculo imaginado funcionará y será viable con nuevos inquilinos. Esta preocupación hizo que -un tanto prematuramente- el presidente del Gobierno español hubiese sugerido la creación de un Comité Ejecutivo o Directorio de cinco países, encargado de «gobernar la nueva Europa». A estas alturas del partido semejante propuesta contiene la dosis suficiente de ambigüedad para que se tome levemente en cuenta. Delors repitió en la Expo de Sevilla la famosa máxima de «cada cosa a su tiempo». Y el cuento de la lechera europea podría en estos momentos obstaculizar gravemente los dos grandes imperativos del proceso: en primer lugar, la aplicación de las reformas e innovaciones previas («paquete Delors II», «fondos de cohesión», nueva política agraria común, etc.) a la unión política y, a) mismo tiempo, la ratificación del Tratado de Mastrique.

El desasosiego y la incertidumbre del momento podrán aclararse si los pueblos de la nueva Europa tienen la voluntad generalizada de protagonizar el gran cambio que se anuncia. Ahí estriba una de las debilidades del proyecto: las opiniones públicas no han sido suficientemente informadas ni motivadas por sus gobiernos y es difícil que puedan serlo en el futuro. El peligro de que se haga una Europa sin los europeos, convirtiendo a los ciudadanos en simples testigos de la mutación, está ahí.

Periodista