La convivencia de los filósofos con la actividad política nunca ha sido pacífica. La muerte de Sócrates no es un hecho anecdótico en la historia de la filosofía, sino un elemento consustancial a la misma. El mismo Platón, en el último párrafo de la famosa alegoría de la caverna, previene al filósofo del riesgo de mostrar la verdad desnuda: «Y si intentase desatarlos y conducirlos hacia la luz, ¿no lo matarían si pudieran tenerlo en sus manos?» (República, VII, 517a).
Probablemente Leo Strauss haya sido el pensador que con más extensión y profundidad ha reflexionado sobre las tensiones entre la actividad del filósofo y sus obligaciones como ciudadano. Para el profesor alemán, hijo de un piadoso comerciante judío, la actividad del filósofo constituye un peligro constante para la ciudad en la medida en que sus indagaciones cuestionan permanentemente el orden establecido. La ciudad —hoy diríamos: el Estado— no está preparada para resistir la intensidad de luz que proyectan los verdaderos filósofos.
Para Strauss, la solución a este dilema se alcanza mediante la enseñanza esotérica. Si los filósofos quieren seguir viviendo en la polis (y no es necesario recordar que para los griegos el destierro de la polis era aún más doloroso que la muerte violenta), no les queda otra alternativa que convertirse en sofistas (políticos). Y ello obligaría, a juicio de Strauss, o a renunciar a la búsqueda de la verdad y, por tanto, dejar de ser filósofos; o a desarrollar una doble vida: enseñar la verdadera ciencia a unos cuantos elegidos (enseñanza esotérica), por un lado, y reservar para el vulgo un conocimiento más edulcorado (enseñanza exotérica), por otro. Solo si el filósofo es capaz de hacer esa restricción mental entre lo que comunica a los muchos y lo que comunica a los pocos, conseguirá sobrevivir en la ciudad sin renunciar a su vocación orientada a la búsqueda de la verdad. Así han procedido la mayoría de los grandes filósofos, según Strauss, y gran parte de su producción literaria está dedicada a interpretar y desentrañar la verdad escondida en sus libros1.
Pero será otra filosofa, Hannah Arendt, también alemana y de padres judíos, con igual capacidad intelectual y superior coraje moral, la que muestre que ese dilema planteado por Strauss es, en realidad, una falsa disyuntiva. Pues el verdadero filósofo cuenta con una tercera alternativa, distinta de las antes mencionadas: el filósofo también puede aceptar el riesgo de una muerte violenta. De hecho, la muerte de Sócrates no supone el fracaso de la filosofía sino su sello definitivo, piensa Arendt. Como explicará en su famoso texto «Verdad y política»2, redactado a raíz de la controversia surgida tras la publicación de Eichmann en Jerusalén, la aceptación de la muerte fue el argumento más persuasivo del filósofo griego. Cuando Sócrates se negó a huir para evitar su muerte (hacerlo hubiese sido negar el principio de que «es mejor padecer el mal que hacerlo»), convirtió un juicio teórico o especulativo en verdad ejemplar, y transformó por ello la verdad filosófica en un principio inspirador de la acción política.
Arendt nunca aceptó la restricción mental de algunos intelectuales y políticos que intentan vestir de prudencia lo que para ella encubre falta de coraje
En otro de sus famosos libros, donde Arendt escribirá las semblanzas de un conjunto de personajes (Rosa Luxemburgo, Juan XXIII, Isak Dinesen, entre otros) cuyo único rasgo en común es haber proyectado luz en tiempos de oscuridad, insistirá la filósofa en el valor del ejemplo frente a las teoría al afirmar que «incluso en los tiempos más oscuros tenemos el derecho a esperar cierta iluminación que no llegará de teorías y conceptos sino de la luz incierta, titilante y a menudo débil que irradian algunos hombres y mujeres en sus vidas y sus obras, bajo casi todas las circunstancias y que se extiende sobre el lapso de tiempo que les fue dado en la tierra»3.
Arendt nunca aceptó la restricción mental de algunos intelectuales y políticos que intentan vestir de prudencia lo que para ella encubre falta de coraje, pues sin coraje no es posible abrazar la verdad y sin verdad desaparece el sustento de la vida política. La verdad en el ámbito de la política está constituida por nuestras acciones y discursos. Solo a través de la acción y del discurso ante sus iguales el hombre adquiere naturaleza política. Un discurso y una acción que por definición son únicos e irrepetibles, y cuya función no es tanto la conquista del poder, realidad siempre frágil y provisional, como conseguir hacerse un nombre que permanezca en el recuerdo de los demás. La inmortalidad no se alcanza buscando la seguridad de una vida tranquila —todos los hombres hemos de morir—, sino mediante la realización de acciones que busquen pervivir en la memoria de los demás. En el que probablemente sea su libro más conseguido, La condición humana, observará Arendt: «Quienquiera que conscientemente aspire a ser esencial, a dejar tras de sí una historia y una identidad que le proporcione fama inmortal, no solo debe arriesgar su vida, sino elegir expresamente, como hizo Aquiles, una breve vida y prematura muerte»4.
Esa visión clásica de la política apenas pervive actualmente y, lo cierto, es que ocurre más bien lo contrario. El único gobierno que no pudieron prever los griegos, porque no lo consideraban digno de atención, ese ha sido el que ha terminado imponiéndose en nuestros días: el de la burocracia. Se trata de un gobierno en el que todo está previsto, incluidas las conductas de los ciudadanos, que se han reglamentado de antemano y de las que no espera iniciativa alguna. Es decir, un gobierno de nadie.
La inacción —en el sentido fuerte, individualizado, que lo entiende Arendt— es una de las principales características de nuestra sociedad. La conducta ciudadana, aquel comportamiento que se espera de nosotros, ha terminado por sustituir totalmente a la acción, vivida como respuesta personal y única ante una determinada situación. Hoy en día la gran maquinaria de los partidos políticos se encarga de suprimir cualquier posibilidad de acciones políticas singulares, imponiendo una realidad incomprensible para los clásicos.
Como Arendt mostrará en su relato sobre el juicio de Eichmann5, esta progresiva desaparición de la acción política singular tiene su correlato en la vida del espíritu. Existe un peligro mucho mayor que la actividad de pensar que es, precisamente, dejar de hacerlo. No es casual que la reciente película de Von Trotta retrate en varias ocasiones a la filósofa alemana reflexionando en el diván, en claro contraste con el personaje de Eichmann, que carece de pensamiento propio.
Como describe Arendt en su último libro, Crisis de la República: «No había ningún signo en él (Eichmann) de firmes convicciones ideológicas ni de motivaciones especialmente malignas, y la única característica notable que se podía detectar en su comportamiento pasado y en el que manifestó a lo largo del juicio y de los exámenes policiales anteriores al mismo fue algo enteramente negativo: no era estupidez, sino falta de reflexión»6.
Y si en la capacidad de pensar se encuentra, según Arendt, la facultad para poder distinguir el bien del mal, la consecuencia lógica es que deberíamos exigir su ejercicio a todas las personas que estén en su sano juicio, con independencia de su formación académica, su educación o su inteligencia, y no reservarla solo para el selecto grupo de elegidos que dominan el intrincado arte de la política.
No es necesario ser particularmente perspicaz para advertir que si la verdad se oculta para un estrecho círculo de iniciados (enseñanza esotérica) que son los que, enjuiciando la capacidad para absorber la verdad de las diferentes audiencias, deciden unilateralmente las dosis de información que debe transmitirse, habremos dado los primeros pasos para transformar la verdad política en propaganda.
Tampoco es improbable —nos lo advertirá Arendt en su artículo sobre «La mentira en política. Reflexiones sobre los Documentos del Pentágono»— que ese pequeño cenáculo de sabios, esa tribu de asesores educada en las mejores universidades, «los solucionadores de problemas, hombres de gran autoconfianza que rara vez dudan de su capacidad para triunfar, acostumbrados a ganar»7, terminen identificando la política con una modalidad de las relaciones públicas y, pese a su enorme valía, acaben participando alegremente en un juego de falsedades y engaños y dando la espalda a la verdad para refugiarse, con la excusa de un falso patriotismo, en la defensa de la imagen de marca de su país.
Como es bien sabido, esa apelación al patriotismo suele ser el principal argumento del que se sirven los políticos para justificar sus acciones y ocultar la verdad de los hechos. Hannah Arendt tuvo ocasión de experimentarlo en propia carne cuando, al describir en su libro la «complicidad» de algunos líderes judíos durante la «Solución Final», sufrió los ataques de las organizaciones judías más importantes y los reproches de algunos de sus amigos.
Una de las polémicas más conocidas fue la que sostuvo con Gershom Sholen, conocido especialista en la mística judía. Sholen le acusó de ligereza al abordar temas que hubiesen requerido una mayor delicadeza «precisamente por los sentimientos que la propia cuestión suscita; la cuestión del asesinato de un tercio de nuestro pueblo», y le culpó de que en su libro mostrase una total ausencia de Ahabath Israel, «amor al pueblo judío». Arendt, lejos de rechazar la acusación, la aceptó sin rechistar: «Tienes toda la razón: no me mueve ningún amor semejante. Y ello por dos razones: primero porque nunca en mi vida he amado a ningún pueblo o colectivo, ni al pueblo alemán ni al francés ni al americano, tampoco a la clase trabajadora o a nada de este orden. En realidad yo solo amo a mis amigos, y el único amor que conozco y en el que creo es el amor a las personas»8.
Arendt nos previene contra el peligro de erigir grandes conceptos como el de la religión, las siglas de un partido o una clase social, en criterios para enjuiciar la actuación moral
«En realidad yo solo amo a mis amigos»: Arendt nos previene de esa manera contra el peligro de erigir grandes conceptos como el de la religión, la patria, las siglas de un partido o una clase social, en criterios para enjuiciar la actuación moral. Detrás de su constante rechazo a verse clasificada en alguna de las categorías existentes subyace su temor a las ideologías y a ser predeterminada por los patrones del juicio moral vigente. «¿Qué es usted? ¿Es conservadora, es liberal?», le preguntará en un coloquio su amigo y colega Hans Morganthau. Y su respuesta es cortante. «No lo sé. Realmente no lo sé y no lo he sabido nunca. No pertenezco a ningún grupo. Y debo añadir que no me preocupa lo más mínimo».
El gran riesgo del amor a una idea abstracta es que termine prevaleciendo sobre el amor a las personas concretas. Cuando eso ocurre, ya no es, sobre todo, la persona la que debe ser respetada. Ahora serán esos grandes conceptos los que se alcen como referencia absoluta, y cualquiera que los ponga en cuestión será acusado de traición o impiedad y se hará merecedor de los más severos castigos.
La manera en que respondió Arendt frente a sus acusadores, según se tratase de un ataque orquestado o un desencuentro amistoso, nos revelan también la importancia política que ella concedía a la verdadera amistad. Pues su esencia consistía, a su juicio, en el discurso: no en el repliegue íntimo sobre sí mismo o con los hermanos de raza, partido o nación, sino en la disposición a compartir el mundo y dialogar abiertamente con otros hombres, sin limitaciones ni restricciones de ningún tipo.
En marzo de 1963, Siegfried Moses, antiguo conocido de la época berlinesa, le escribe en nombre del Consejo de Judíos Alemanes para advertirle de que habían decidido declarar la guerra conjunta a su libro, al del historiador Raul Hilberg (The Desctruction of European Jews) y a un artículo («Freedom from Ghetto Thinking») escrito por el psicólogo Bruno Bettelheim. La réplica de Arendt no puede ser más condescendiente: le advierte que el libro de Hilberg se dirige a un público muy limitado y que el artículo de Bettelheim no se prestaría a un alto debate intelectual. Y le sugiere, por tanto, que concentre el ataque contra ella sola y no disperse su guerra librándola en varios frentes.
Sin embargo, cuando su amigo el crítico de arte Harold Rosemberg la visitó en Chicago y pasó varias horas criticándole Eichmann en Jerusalén y justificando el artículo («Guilt to the Vanishing Point») que había escrito contra ella en la revista Commentary, Arendt le escuchó pacientemente, sin intentar defenderse y, cuando Rosemberg terminó su encendido parlamento, le pidió que sirviera dos copas para relajarse como dos buenos amigos. El crítico se dio cuenta que ella había decidido no sacrificar su amistad a las ideas por las que siempre había luchado. Harold Rosemberg se quedó impresionado y a partir de entonces renunció a participar públicamente en la polémica sobre Eichmann.
Al actuar de ese modo Arendt se limitó a poner en práctica la humanitas romana, de la que había escrito en un ensayo titulado «La crisis de la cultura». Una humanidad que nos había enseñado a reinterpretar la conocida sentencia atribuida a Aristóteles: Amicus Plato sed magis amica veritas («Platón es mi amigo, pero la verdad es más mi amiga») por la más clemente de Errare mehercule malo cum Platone… quam cum istis vera sentiré («Prefiero, claro que sí, equivocarme con Platón que sostener puntos de vista verdaderos con sus oponentes»; Tusculanae Disputationes, I, XVII). El verdadero humanista, como no es un especialista, no se siente coaccionado por ninguna disciplina, ni por la filosofía, ni por la ciencia, ni por el arte; ni siquiera por la verdad o la belleza. Ejercer el gusto con libertad y sin coacciones, pues de eso se trata. Lo realmente importante no es alcanzar la verdad sino buscarla constantemente en compañía de los amigos. «Y, en cualquier caso, recordemos lo que los romanos pensaban que debe ser una persona cultivada: la que sabe cómo elegir compañía entre los hombres, entre las cosas, entre las ideas, tanto en el presente como en el pasado»9.
Para ella la principal compañía, el diálogo más fundamental es el que cada uno mantiene consigo mismo
Para ella la principal compañía, el diálogo más fundamental es el que cada uno mantiene consigo mismo. Solo quien es capaz de vivir consigo mismo se encuentra en condiciones de convivir con los demás. La íntima amistad con el daimon (conciencia) es el fundamento de la vida política. Sin ese examen personal, sin someter la verdad al tamiz del propio juicio, será difícil dialogar sinceramente con los demás. Si Sócrates se negó a aceptar el consejo de sus amigos y se enfrentó a la muerte es porque eligió ser coherente con su daimon antes que gastar el resto de su vida enfrentado consigo mismo.
Que Hannah Arendt acertara o no en sus elecciones es algo que no podemos saber; pero nadie puede negar, ni siquiera sus más acérrimos enemigos, es que cuando eligió su compañía «entre los hombres, entre las cosas, entre las ideas», con una convicción, determinación e intensidad difícil de igualar, lo hizo en diálogo consigo misma. Por esa razón, la alocución que Hans Jonas le dirigió en su funeral en representación de sus amigos emigrados, bien puede servir de epitafio para este artículo: «La recuerdo cuando llegó por primera vez a la universidad. Tímida, introvertida, de hermosos rasgos llamativos, de ojos solitarios. Inmediatamente sobresalió como un ser excepcional. El brillo intelectual no era allí cosa infrecuente. Pero ella poseía una intensidad, una dirección interior, una búsqueda de la esencia, una inclinación a sondear las profundidades, que conferían algo mágico a su persona. Uno presentía una determinación absoluta a ser ella misma, con la inflexibilidad de alcanzar esa meta a pesar de una gran vulnerabilidad»10. �
NOTAS
1 La tesis de Leo Strauss acerca de un tipo de escritura, que caracteriza a todos los pensadores que no creen en la verdad pueda sin peligro ser revelada a todos, está desarrollada en su libro Persecución y arte de escribir (existe una edición española en la Editorial Alfonso el Magnànim, Valencia, 1996)
2 El artículo «Verdad y política» está incluido en el libro Entre el pasado y el futuro (existe una edición en castellano en Editorial Península, 1996) y como declara la propia Arendt, «surgió de la enorme cantidad de mentiras que se usaron en la controversia sobre Eichmann».
3 ARENDT, H.: Hombres en tiempo de oscuridad, Edit. Gedisa, 1990. 4 ARENDT, H.: La condición humana, Edit. Paidos, 1974. 5 ARENDT, H.: Eichmann en Jerusalén, Edit. Lumen, 1999, 6 ARENDT, H.: La vida del espíritu, Edit. Centro de Estudios Constitucionales, 1984. 7 El artículo «La mentira en la política. Reflexiones sobre los Documentos del Pentágono» está incluido en el libro Crisis de la República (existe una edición en castellano en la Editorial Taurus, 1998)
4 ARENDT. H: La condición humana, Edit. Paidos, 1974
5 ARENDT. H: Eichmann en Jerusalén, Edit. Lumen, 1999
6 ARENDT. H: La vida del espíritu, Edit. Centro de Estudios Constitucionales, ,1984
7 El artículo “La mentira en política. Reflexiones sobre los Documentos del Pentágono” está incluido en el libro Crisis de la República (existe una edición en castellano en la Editorial Taurus, 1998)
8 «Intercambio epistolar entre Gershom Scholem y Hannah Arendt con motivo de la publicación de Eichmann en Jerusalén»; Revista Raíces, n.º 36, año XII, otoño 98.
9 La cita proviene del artículo «La crisis en la cultura» recogido en el libro Entre el pasado y el futuro. 10 La cita se encuentra en la excelente biografía escrita por Elisabeth Young-Bruehl Hannah Arendt. Una biografía, publicada por la Editorial Paidos.
10 La cita se encuentra en la excelente biografía escrita por Elisabeth Young-Bruehl Hannah Arendt. Una biografía, publicada por la Editorial Paidos.