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Para que la decisión de un Parlamento —el de Cataluña, o el Congreso y el Senado, por ejemplo— sea legítima debe cumplir algunas condiciones. La primera, que debe estar referida a las competencias que el Parlamento tiene. Cuando se vota para elegir a los representantes en esa institución no se transfiere un poder total, sino sólo un poder tasado, medido, reversible y vigilado. Para decidir sobre otras cosas, ese Parlamento tiene las mismas competencias que un consejo de redacción, una peña taurina o la junta directiva de un club de fútbol: ninguna. Desde luego, es el caso de los derechos individuales, que no salen a concurso durante las elecciones, no se vota sobre ellos, son inviolables. Los Parlamentos no obtienen competencias en virtud de las mayorías que son capaces de alcanzar. No se pierden competencias por concitar pocos votos, ni se ganan por obtener unanimidad.

En segundo lugar, esa decisión unánime debe respetar la posibilidad de que la gente cambie de opinión. La unanimidad expresaría que «todos los diputados de este Parlamento estamos de acuerdo ahora», pero «estar de acuerdo» es sólo el resultado de un proceso deliberativo personal que no puede quedar suspendido ni dificultado por el acuerdo mismo. El acto de estar de acuerdo expresa una voluntad que sólo puede exhibir como virtud el ser parlamentaria si es posible dejar de estarlo, en caso contrario se trata de un procedimiento irreversible. Porque la voluntad general es que el Parlamento se limite al mandato que le es propio —que es reversible—, y la violación de la voluntad popular no queda disculpada por tener lugar en sede parlamentaria, algo así como pretender que los pecados no lo son si se cometen en una iglesia. Un nuevo Parlamento debe poder deshacer lo hecho, de igual modo que unas nuevas elecciones deben permitir a los electores volver a disponer de su jurisdicción intacta, exactamente igual que antes de haber transferido su representación mediante su voto. No cabe ser representante transitorio de un poder que cuatro años más tarde se devuelve sólo a medias, degenerado, desintegrado o ineficaz. Entre las competencias de los Parlamentos no están «enajenarse» —cosa diferente es la transferencia siempre revocable del «ejercicio de una competencia» de la que se continúa siendo titular, como en el caso de la UE— ni apoderarse. Una mutación de esa hondura sólo puede ser consentida personalmente por el titular del poder, en la medida en que no afecte a la preservación a medio y largo plazo del sistema de representación y según los procedimientos previstos. El Parlamento salido de las últimas elecciones generales es perfectamente legítimo, pero no está «hiperlegitimado»: puede lo mismo que han podido todos los que le han precedido en legislaturas anteriores, y debe asegurarse de que los posteriores sigan teniendo el mismo poder. El acuerdo de todos (no de los partidos sino de los votantes) sólo se cambia por el acuerdo de todos (no de los partidos sino de los votantes).

Finalmente, esa decisión sólo puede ser considerada como la expresión de una suma de decisiones personales, no como la expresión de una decisión de «todo un pueblo». Hay unanimidad porque todos y «cada uno» han decidido libremente, y esas decisiones coinciden. Pero ni los motivos ni las intenciones actuales expresan una identidad colectiva, simplemente porque tal cosa no existe. No hay «mandato imperativo invertido»: los votantes no están obligados a pensar como sus representantes ni a mantener indefinidamente —aunque sí a acatar— las decisiones legítimas (las que toman en uso de sus competencias) de éstos.

Estamos, pues, ante una suma de decisiones personales de los depositarios en préstamo a plazo fijo de un poder limitado que deben devolver indemne. No tendría sentido, por ejemplo, exigir a los políticos nacionalistas catalanes que respetaran para siempre el voto que prestaron a la reforma de la Constitución en 1992, que formalmente fue un voto a favor de la Constitución reformada, exigido por ésta y en observancia suya. Pueden cambiar de opinión, o matizar ahora el voto de entonces o lo que sea. Y están en su derecho. Todos lo estamos. De eso justamente se trata, de «permanecer en nuestro derecho», cuya alteración no hemos consentido, nadie nos ha consultado.

Estos requisitos preservan el «autogobierno» de los españoles, que llevan casi treinta años autogobernándose mediante diversas instituciones: los ayuntamientos, las instituciones autonómicas, las nacionales, las de la Unión Europea y las internacionales; y mediante diferentes técnicas de representación democrática: fórmulas electorales diversas según la elección, circunscripciones diferentes, consultas directas o no, etc. También en la amplia parte de su vida que no se encuentra sometida al poder público. Autogobierno no es sinónimo de autonomismo, menos aún de nacionalismo. Es lo contrario del despotismo, puede realizarse mediante diversos procedimientos de obtención, distribución, ejercicio y control democráticos del poder, y es una condición personal, no territorial. No hay un autogobierno de Cataluña ni de España, sino de los españoles o de los catalanes, es decir, de personas con nombre y apellidos, con identidad personal que les confiere derechos y obligaciones y que han de acreditarse para votar —no por casualidad, los nacionalismos procuran un DNI distinto del que acredita la condición de ciudadano español—. A estos efectos, la demarcación territorial puede tener alguna utilidad, pero siempre es ancilar.

Ninguna ley válida (sin vicio advertido por el Tribunal Constitucional) aplicada sobre los catalanes desde 1978 ha sido despótica, todas han sido expresión de su autogobierno tanto si su origen se encuentra en el Parlamento de Cataluña como si está en el Congreso de los Diputados, en la Unión Europea, en los ayuntamientos o en un acuerdo de su comunidad de vecinos. Modificar la técnica del autogobierno o el sujeto de la soberanía son opciones legítimas, pero no como modo de avanzar en el autogobierno en sí, que ha sido completo.

«Irse» es una opción personal legítima; «irnos» no es una decisión copersonales de «irse», pero en esa medida también es legítima; «que se vayan» es un deseo que puede convertirse en una decisión legítima sólo si «ellos» deciden irse —de nuevo, una suma de decisiones personales—; pero «irse porque los españoles son una pandilla de fascistas» no es una opción que deba ser asumida sin más. No se tiene derecho a eso porque eso no es sólo el ejercicio de una opción personal, sino un insulto. La gravedad de la política socialista no reside sólo en la erosión del autogobierno, sino en haber asumido que la razón para ello es que no ha habido autogobierno en Cataluña, es decir, que se ha ejercido despotismo sobre ella. Lo cual, por cierto, debiera dar por resultado algo más. Si, como afirma el Gobierno socialista, el autogobierno sólo se ejerce en la medida en que se restan competencias y funciones para transferirlas a algunas comunidades autónomas, entonces el nuevo acuerdo sobre el Estatuto para Cataluña sólo es un paso en el sentido correcto, pero no un final aceptable. De hecho, si eso es lo que Zapatero y Rubalcaba creen realmente, su resistencia a satisfacer a los partidos nacionalistas sólo puede merecer reprobación moral, por ser una pura obstrucción, por razones electorales, a que se haga justicia. En realidad, estarían ostentando un poder ilegítimo, lo que, obviamente —para todos, salvo para quizás para el propio Zapatero, que parece dudar de la naturaleza democrática del sistema que preside, razón por la que promueve su demolición—, no es cierto.

El impacto de este giro sobre los fundamentos morales de la ciudadanía española —y la implícita impugnación de la historia del socialismo democrático español, Felipe González pasa a ser un «colaboracionista» del franquismo— es incalculable por su enormidad. Ocurre exactamente lo contrario: ha habido autogobierno en la medida en que el sistema político que lo garantiza ha estado en vigor, y dejará de haberlo en la medida en que los principios de ese sistema se quiebren.

La soberanía no alude a la condición de quién puede hacer lo que quiere sin contar con nadie más, lo que sería radicalmente inmoral: si alguna circunstancia le situara a uno en esa posición, debería ser inmediatamente corregida. Cuando hablamos de la existencia de soberanía española lo que decimos es que todos los españoles tienen garantizada lectiva, sino el resultado de ejecutar simultáneamente varias decisiones legalmente su participación en la toma de decisiones correspondiente. Ningún Parlamento, ni el de Cataluña ni el Congreso de los Diputados, puede otorgar el derecho a privar a otros de sus derechos, ni por unanimidad. Cabe, como en las elecciones al Parlamento Europeo, admitir la palabra de otros, pero no negarla a quienes la tienen. El desfalco de soberanía patrocinado por Zapatero sobre los españoles a favor de algunos políticos catalanes, no aumenta el autogobierno, impulsa el despotismo, especialmente en Cataluña y sobre los catalanes, cuyo derecho a cambiar de opinión desaparece con el de quienes actualmente no opinan como los políticos contrarios al autogobierno y partidarios del despotismo, los promotores del Estatuto. Cuando se altera unilateralmente la jurisdicción que todos los españoles adquirieron mediante procedimientos impecablemente legítimos —por ejemplo, el derecho a participar mediante sus representantes o directamente en la elaboración de las leyes vigentes en Cataluña, como los catalanes lo hacen en las vigentes en toda España (esto es lo que permite decir «objetivamente» que son españoles, decir que comparten la suerte y la responsabilidad de España)—, se impulsa el despotismo. Cuando se aplaude a un tipo de gobierno que reduce la autonomía personal y transfiere a un poder político irresponsable y sin control el dominio sobre lo que antes no dependía de él (que además no reconoce la soberanía de los catalanes, puesto que considera ilegítimas las respuestas de éstos a las preguntas básicas sobre lo que se debe hacer que contradicen la visión oficial sobre el asunto) entonces también se impulsa el despotismo, no el autogobierno.

El autogobierno es lo característico de la ciudadanía, y eso es lo que el PSOE está contribuyendo a erosionar. Los conceptos, contra lo que sospecha Zapatero, tienen importancia, y no la pierden por el hecho de que no se les dé. El acto de no dársela convierte a quien así obra en un insensato, pero no altera la naturaleza del concepto mismo ni modifica los efectos de la realidad a la que aluden. Los conceptos son (pretendemos que sean) la realidad hecha palabra; discutibles, polémicos, controvertidos e inciertos, pero un vínculo humano, intelectual y moral con lo real.

Lo único que tenemos.

Profesor de Ciencia Política, Universidad de Murcia