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Hay que empezar recordando que la cohesión y estabilidad de cualquier organización política descansa en un sistema de valores y convicciones que la legitiman ante los ciudadanos y a cuyo servicio se dedican las instituciones políticas. Sólo en estos valores compartidos encuentran las instituciones sociales su Fundamento y razón de ser. No existe sociedad política en la que no sea preciso el ejercicio de un determinado poder que se imponga a los ciudadanos. Pero en una sociedad democrática el poder y su ejercicio hay que justificarlos: tienen que servir para preservar determinados derechos y alcanzar objetivos que no se lograrían, o se lograrían deficientemente, si ese poder supraciudadano no existiese. Es muy deseable, ciertamente, que el poder político se ejerza de forma moderada, pero lo que no es posible es prescindir de él.

Y en una comunidad política que sea democrática en algún grado —porque, evidentemente, la democracia admite grados—, ¿qué valores o bienes ha de tratar de garantizar el poder político? Como no partiéramos de un arquetipo democrático admitido por todos, sería difícil enumerar de forma exhaustiva y detallada la lista de valores que deben garantizarse en una sociedad democrática. Pero para nuestro discurso es suficiente con acudir a los que suelen consagrarse en declaraciones de derechos comúnmente aceptadas o a las que suelen recoger los textos constitucionales como derechos fundamentales. Nuestra propia Constitución vigente declara en este sentido que el respeto de los derechos «es fundamento del orden político y de la paz social» (art. 10.1). Así es, y ninguna persona sensata dejará de reconocerlo. Pensemos qué quedaría de la sociedad en que vivimos si fueran negados en la práctica, de forma sistemática, algunos de esos derechos fundamentales. ¿Qué sería de la convivencia social en la que, por ejemplo, no existiera el derecho a la propiedad, donde este derecho no estuviera jurídicamente protegido o fuera impunemente violado? O donde no se diera el derecho a la libertad personal. O donde no se pudiera ejercer la libertad de asociación, de expresión o de resistencia, etc. No cabe duda que una sociedad así resultaría en alto grado asfixiante, opresiva, inhumana e intolerable.

Derechos fundamentales

Claro que se podría pensar que aunque la ley no los protegiera, el contenido de esos derechos se respetaría espontáneamente, en alguna medida, por los ciudadanos. Si eso fuera así, lo que se pondría de manifiesto sería una conciencia ciudadana que llevaría el respeto de tales derechos sin la coacción de la ley. En ese caso, tanto mejor, porque se revelaría que para el común de los ciudadanos la protección legal de los derechos fundamentales resultaba hasta cierto punto innecesaria. Sin embargo, sabemos bien que las cosas no ocurren así. Que los derechos fundamentales necesitan reconocimiento y protección legal, so pena de que, primero por algunos y luego por muchos, se destruya la convivencia pacífica y de cooperación al bienestar general que es lo propio de una sociedad política organizada.

Debemos añadir que, en el terreno de los valores sociales fundamentales, postular un relativismo radical es de todo punto insostenible, por democrático que parezca. ¿Cómo se puede argumentar, pues, en defensa de los derechos fundamentales? Un método poco utilizado y que me parece que puede resultar de convincente eficacia para el común de tos ciudadanos, sea cual sea su ideología o creencias, podría ser el basado en la consideración del daño que la conculcación sistemática y sin trabas de cualquiera de los derechos fundamentales acarrearía a la sociedad y por lo tanto a todos los ciudadanos. La hipótesis tiene más fuerza si se supone que no se trate de una transgresión de derechos esporádica o incluso relativamente frecuente, sino sistemática y generalizada.

La relación de los hombres en una comunidad política es mutuamente interdepcndienle y solidaria, para bien o para mal. Una conducta ciudadana egoísta o solidaria será siempre negativa o positiva para la sociedad, téngase o no conciencia de ello. Es falsa e ilegítima, por tanto, la invocación que a veces se hace del derecho que se tiene de actuar como se quiera bajo la falaz alegación de la propia libertad y de que con ello no se perjudica la solidaridad a que nos referimos y descalifica la pretendida autonomía de la propia conducta: «Yo con mi cuerpo, o con mi dinero, o con lo que sea, hago lo que quiero». Hablar así es tanto como negar la existencia de la sociedad que nos protege y a la que nos debemos y la que hace posible el ejercicio de los demás derechos, y hasta incluso la misma actitud antisocial.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos, a la que nuestra Constitución hace una remisión interpretativa de los derechos que en ella se formulan, dice en este sentido que «el individuo tiene deberes hacia la comunidad sólo en la cual es posible el libre y pleno desarrollo de la personalidad» (art. 29.1).

Consecuencias del aborto

No me parecen ociosas las consideraciones precedentes para destacar la importancia social del derecho a la vida que nuestra Constitución consagra de forma rotunda y sin restricciones en su artículo 15 y que el Tribunal Constitucional se ha permitido restringir legal y abusivamente, Porque ocurre que al referirse al aborto no se suele tomar en consideración el atentado que supone no sólo contra el derecho a la vida, cosa que es evidente, sino también contra la sociedad. Quisiera resaltar la dimensión antisocial del aborto. Una auténtica lacra de la solidaridad social a la que tendría que ser sensible cualquier persona reflexiva.

Pongámonos en la hipótesis de las consecuencias que traería para la vida social la impunidad total de todo tipo de prácticas abortivas invocando el consabido principio de la indeseabilidad de la vida humana concebida en el seno de la madre. La primera y fundamental consecuencia sería sin duda alguna la depreciación de la vida humana «no deseada» con un inmediato efecto difusivo hacia otros supuestos de vidas humanas indeseadas o indeseables y. en general, de la vida ajena e incluso de la propia. Y de ello se derivaría el consiguiente embotamiento y degradación moral en relación al valor primario y presupuesto para cualquier otro como es el respeto a la vida. Sigamos imaginando et efecto que llevaría consigo —con el paso del tiempo— ta impune agresión a la vida del no nacido y la progresiva implantación en las conciencias y en la opinión social del principio de las vidas no deseadas como razón práctica para eliminarlas. El abajamiento moral general que traería consigo el permisivismo en este terreno ofrece pocas dudas.

Dada la unicidad de la vida humana: tenemos una sola vida, donde todo lo que nos ocurre tiene una incidencia positiva o negativa; ¡a degradación moral a que aludimos afectaría con mayor razón a otros ámbitos de la vida social. Al de la convivencia familiar —si es que verdaderamente continuase existiendo como reducto básico de transmisión de valores y de cooperación humana—. Al de las relaciones más diversas de tipo profesional o social, cuyo ejercicio honrado quedaría sin fundamento; sin fundamento en la valoración social y a merced de la conveniencia de cada uno. A las relaciones de los ciudadanos con las instituciones, donde se buscaría el propio provecho ignorando las obligaciones de solidaridad y cooperación que exige toda colectividad organizada. Admitido como normal el atentado contra la vida, la transgresión de otras normas o el incumplimiento de otros deberes resultarían faltas menores y sin excesiva importancia…

Yo invito al lector a pensar sin prejuicios en la razón que puede existir para perseguir el tráfico de estupefacientes, el robo y la extorsión, las agresiones físicas o verbales, el enriquecimiento por cualquier medio, la violencia de cualquier tipo, etc., etc., si se admite el aborto como «un derecho democrático».

Quienes profesan un relativismo a ultranza en punto a valores sociales, tal vez si trataran de imaginar las consecuencias que se seguirían en breve plazo —y que ya se están operando en grado progresivamente creciente dentro y fuera de nuestro país— de la impunidad abortista, posiblemente reconsiderarían sus actitudes. Y acaso percibirían ta inanidad como argumento justificativo de «lo que hacen en otros países», sin reparar en los corrosivos efectos que del permisivismo abortista se siguen inexorablemente para la vida personal y social.

Una última consideración que juzgo pertinente para terminar. A lo largo de la Historia, a la Humanidad siempre la han hostigado calamidades diversas y graves, y de las que se ha defendido con mejor o peor fortuna, individual y colectivamente. Con variantes mínimas, siempre se ha tratado, en síntesis, de la temible trilogía: «De fame, peste et bello». Cualquiera de estos azotes de la Humanidad que se considere, y desde luego de los actualísimos droga, sida y aborto, todos son en esencia reductibles a formas diversas de atentar contra el valor fundamental de la vida humana, contra su existencia y su calidad. Y para paliar estos males sociales se impone. antes de nada, percibir la vinculación esencia! que existe entre ellos, su radical unicidad. Todos atenían contra la vida y todos se derivan de la valoración que de la vida se tenga. Todos se reconducen a esta permanente pregunta que hay que contestar antes de cualquier terapéutica: ¿qué hacer con la vida humana?