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Recientemente se celebró en el Auditorio Nacional un concierto de la Orquesta Filarmónica Checa, bajo la dirección del maestro Vaclav Neumann, dentro del ciclo dedicado al compositor Antonin Dvorak (1841-1904). Se interpretaron las Sinfonías n.» 4 en Re menor, Op. 13, y la N.» 8, «Inglesa», en Sol mayor, Op. 88.

Antonin Dvorak, sin duda el más famoso músico checo, compuso la Cuarta sinfonía en tres meses, cuando tenía 24 años, dicho sea sin demérito, puesto que no carece de momentos interesantes, incluso buenos, como algunos en el scherzo y otros en el andante, de claras resonancias wagnerianas. El maestro Vaclav Neumann la dirigió con partitura, realizando una labor no de trámite, como pudiera parecer al tratarse de una obra de juventud del compositor, sino que logró una ejecución seria y equilibrada, como no podía ser de otro modo tratándose de un director de su categoría. En todo caso, aunque sólo fuera por el placer de escuchar a esta orquesta, hubiera valido la pena la audición de la Cuarta sinfonía.

En la segunda parte del concierto, la Octava sinfonía —que, junto con la 7.a , son las mejores de todo el sinfonismo de Dvorak— se apodera del público desde los primeros compases, gracias a la calidadde su poética invención, donde su inspiración alcanza los más altos grados de lirismo en compañía de una gran riqueza tímbrica. Elementos combinados sobre una base de folclore popular, elaborada por el mismo compositor, a través de investigaciones que llevó a cabo —según él mismo nos cuenta— en las canciones de los campesinos de Bohemia. Su buen hacer de gran sinfonista ha logrado elevarlas a melodías de la más pura belleza. En esta Octava sinfonía, director y orquesta brillaron a la misma altura, lo que es tanto como decir al nivel de auténtica excepción que ambos tienen.

A uno de los directores a quien más debe mi afición a la música, el gran Marquievich, tuve la oportunidad de oírle decir, refiriéndose a la Filarmónica Checa, que esa orquesta, a la que él dirigió en varias ocasiones, era de las mejores del mundo. Afirmación cierta, de ta que no cabe dudar, teniendo en cuenta que se trata de una cuerda compacta, de un sonido lleno, aterciopelado, con cal brillantez que produce escalofríos, como sucede en el difícil pasaje a cargo de los «cellos», en el allegro con brío que abre la sinfonía. En el mismo movimiento, el sonido inmaculado de la flauta nos llega «grácil, ondulante» —haciendo uso de la expresión azoriniana—, como el allegro suave, en forma de vals, que interpretado de este modo nos transmite la más pura emoción. El conjunto de la orquesta se muestra estupendamente empastada, compacta, sin fisuras, formando un todo integrado — hasta en la misma colocación en el estrado—, como queriendo arropar a su maestro, principal artífice de este auténtico «retablo de las maravillas» que nos ofreció esta versión de la Octava sinfonía, lo mismo que fue la Danza eslava, concedida de propina.

Neumann, mesurado, elegante el gesto, señorial el porte, más que dirigir la orquesta parecía indicar a sus filarmónicos: así quiero que se realice esta música, desde el sentimiento. Así deberá hacerse, porque es la música de nuestra vida misma; y sus profesores parecían responder: sí, maestro, así lo hacemos, porque es la música de nuestra patria y no podemos hacerlo de otra manera.