Ernesto García- Manso Duperier

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Un gran Mahler

Dentro del Ciclo dedicado a la música de Gustav Mahler, que durante varios meses, se desarrolla en Madrid, hemos tenido la oportunidad y suerte de escuchar su Sinfonía nu 2 en do menor, denominada «Resurrección». Dicha Sinfonía fue interpretada por la Orquesta Filarmónica Checa, asistida en la parte coral por el Coro Filarmónico de Praga y las soprano y contralto Roberta Alexander y Janice Taylor, todos bajo la dirección de Vaclav Neumann, que en el año 1977 fue nombrado artista nacional de Checoslovaquia. Sobre la persona y la música de Mahler, puede que sea el artista del que más se haya escrito y comentado en los últimos decenios, Mucho se ha hablado y se habla, de su complejísima personalidad, sus cambios de humor, en los que pasaba instantáneamente de la alegría a la más profunda tristeza, de la serenidad a la cólera; un humor que derivaba en ocasiones en cruel sarcasmo. Esto, y naturalmente mucho más, es lo que Gustav llevó a su música, especialmente a sus sinfonías. A veces nos hallamos deleitosamente abandonados a melodías de la más alta inspiración, pero de repente surgen estridencias grotescas, que afortunadamente duran poco, y pronto volvemos a sumimos en la verdad y maravilla de la música de uno de los grandes sinfonistas de la historia. Por lo que acabamos de esbozar, puede deducirse que el sinfonismo del genio adolece de una cierta falta de unidad, pero es precisamente su segunda sinfonía la que ofrece una mayor unidad temática, y quizá una mayor homogeneidad. Cumbre del Scherzo Alma nos cuenta que Gustav trabajaba febrilmente, angustiado por la sensación de que le faltaría el tiempo para realizar la obra que el destino le había señalado, ya que se mantenía de continuo obsesionado por la idea de la muerte, de tal manera que su mujer llegó a motejarle de masoquista. Esto último me parece una banalidad a cargo de Alma. Lo que sí es evidente, y se advierte en toda su obra, es una profunda preocupación por el más allá y el sentido de la vida, que claramente se perciben en muchos momentos de la segunda sinfonía, donde al pasar de la más apasionada exaltación del espíritu a la más desolada tris teza. Se ha dicho que el inicio de esta sinfonía es de una gran majestuosidad, muy en la línea de Beethoven. Después de un delicioso andante, sigue el Scherzo, Sabido es que Mahler es un consumado maestro en cuanto al tratamiento del Scherzo se refiere. Pero éste de la segunda Sinfonía representa una cumbre no solamente en los del propio músico de Bohemia, sino en los de toda la historia de la música. El arranque del coro es escalofriante, como si nos recorriera un aleteo de ese algo, que tiene marcada su hora, y que inevitablemente algún día ha de llegar. Toda la sinfonía está llena de una gran carga emotiva, que se apodera del oyente desde los primeros compases, y afortunadamente ya no le deja durante la hora y media que dura su interpretación. De la orquesta...

Dvorak en Madrid

Recientemente se celebró en el Auditorio Nacional un concierto de la Orquesta Filarmónica Checa, bajo la dirección del maestro Vaclav Neumann, dentro del ciclo dedicado al compositor Antonin Dvorak (1841-1904). Se interpretaron las Sinfonías n." 4 en Re menor, Op. 13, y la N." 8, «Inglesa», en Sol mayor, Op. 88. Antonin Dvorak, sin duda el más famoso músico checo, compuso la Cuarta sinfonía en tres meses, cuando tenía 24 años, dicho sea sin demérito, puesto que no carece de momentos interesantes, incluso buenos, como algunos en el scherzo y otros en el andante, de claras resonancias wagnerianas. El maestro Vaclav Neumann la dirigió con partitura, realizando una labor no de trámite, como pudiera parecer al tratarse de una obra de juventud del compositor, sino que logró una ejecución seria y equilibrada, como no podía ser de otro modo tratándose de un director de su categoría. En todo caso, aunque sólo fuera por el placer de escuchar a esta orquesta, hubiera valido la pena la audición de la Cuarta sinfonía. En la segunda parte del concierto, la Octava sinfonía —que, junto con la 7.a , son las mejores de todo el sinfonismo de Dvorak— se apodera del público desde los primeros compases, gracias a la calidadde su poética invención, donde su inspiración alcanza los más altos grados de lirismo en compañía de una gran riqueza tímbrica. Elementos combinados sobre una base de folclore popular, elaborada por el mismo compositor, a través de investigaciones que llevó a cabo —según él mismo nos cuenta— en las canciones de los campesinos de Bohemia. Su buen hacer de gran sinfonista ha logrado elevarlas a melodías de la más pura belleza. En esta Octava sinfonía, director y orquesta brillaron a la misma altura, lo que es tanto como decir al nivel de auténtica excepción que ambos tienen. A uno de los directores a quien más debe mi afición a la música, el gran Marquievich, tuve la oportunidad de oírle decir, refiriéndose a la Filarmónica Checa, que esa orquesta, a la que él dirigió en varias ocasiones, era de las mejores del mundo. Afirmación cierta, de ta que no cabe dudar, teniendo en cuenta que se trata de una cuerda compacta, de un sonido lleno, aterciopelado, con cal brillantez que produce escalofríos, como sucede en el difícil pasaje a cargo de los «cellos», en el allegro con brío que abre la sinfonía. En el mismo movimiento, el sonido inmaculado de la flauta nos llega «grácil, ondulante» —haciendo uso de la expresión azoriniana—, como el allegro suave, en forma de vals, que interpretado de este modo nos transmite la más pura emoción. El conjunto de la orquesta se muestra estupendamente empastada, compacta, sin fisuras, formando un todo integrado — hasta en la misma colocación en el estrado—, como queriendo arropar a su maestro, principal artífice de este auténtico «retablo de las maravillas» que nos ofreció esta versión de la Octava sinfonía, lo mismo que fue la Danza eslava, concedida de propina. Neumann, mesurado, elegante el gesto, señorial el porte, más...

Despertares y Cyrano el amargo sabor dela entrega

Dos películas, a primera vista, tan distintas y distantes que, sin embargo, tienen tanto que ver. Una, «Cyrano de Bergerac», basada en la obra clásica de Edmond Rostand, transcurre en la Francia del siglo XVII; la otra, sacada de un libro reciente de Oliver Sachs, en el Bronx neoyorquino de los años sesenta; pero ambas nos narran la historia de dos personajes aislados (por una deformidad física en el primer caso, por una trayectoria profesional y vital anómala en el segundo), encerrados en una especie de exilio interior que les llenará, que les resultará satisfactorio, hasta que tengan que enfrentarse con algo básico en la vida de todo ser humano y que les hará salir de sí mismos: el amor. Ambos se creen fuertes, independientes, representan el individualismo y la insolencia del exclusivo compromiso consigo mismos, en suma, ei hombre libre. Sin embargo, toparán, bien con el fracaso (Despertares), bien con la infelicidad de la ausencia del amor correspondido (Cyrano), a pesar de su enorme entrega. E inmediatamente surge algo más profundo, el reconocimiento de una herida íntima, !a del hombre al que no gusta su vida y que, en el fondo, no se gusta a sí mismo, lo que queda patente en la escena del exagerado parlamento sobre su propia nariz de Cyrano o en la secuencia del baile en Despenares, donde el despistado doctor tiene que claudicar ante la explosiva fuerza de los deseos comente s frente a la contemplación exquisita de museos o jardines botánicos. Aunque los dos últimos films son. se puede decir, de factura clásica en cuanto a su realización, no podemos omitir la enorme belleza que contienen alguna de sus escenas: el magnífico comienzo de Despertares, en cuya sensibilidad se nota !a feminidad de su directora, Penny Marshall, y el pasaje paralelo, con ia entrada al teatro de Cyrano, donde está reflejada como nunca, a través de los ojos inocentes de los niños —en realidad, la mirada de ambos directores— la eterna candidez de la infancia. Todas las escenas de masas y acción en Cyrano están resueltas con excepcionales soltura y realismo, amén de buena fotografía, lo que resulta notable en una película europea. Lo mismo se puede decir del grandioso final, digno de una tragedia clásica, que, aunque apoyado en un notable texto que aquí llega a ser bellísimo, no olvida en ningún momento que es un final cinematográfico. Y, llegados a este punto, hablaremos de los actores: Gerard Dépardieu, como Cyrano, está soberbio, derrochando energía, como siempre, pero especialmente medido a la hora de recitar el verso, que, a veces, susurra, sin perder jamás el ritmo. Naturalmente, esto hace preferir la versión original francesa, subtitulada, que tiene un swing especial, aunque no haya nada que reprochar al eficaz trabajo de traducción e interpretación de la versión doblada, Robin Williams compone en Despertares un raro y anacrónico doctor, muy creíble. Los secundarios son excelentes en ambos casos. Al joven Vincent Pérez, Christian en la obra, poseedor de un buen físico, le aguarda un futuro esperanzador en el cine; Jacques...