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Dentro del Ciclo dedicado a la música de Gustav Mahler, que durante varios meses, se desarrolla en Madrid, hemos tenido la oportunidad y suerte de escuchar su Sinfonía nu 2 en do menor, denominada «Resurrección». Dicha Sinfonía fue interpretada por la Orquesta Filarmónica Checa, asistida en la parte coral por el Coro Filarmónico de Praga y las soprano y contralto Roberta Alexander y Janice Taylor, todos bajo la dirección de Vaclav Neumann, que en el año 1977 fue nombrado artista nacional de Checoslovaquia.

Sobre la persona y la música de Mahler, puede que sea el artista del que más se haya escrito y comentado en los últimos decenios, Mucho se ha hablado y se habla, de su complejísima personalidad, sus cambios de humor, en los que pasaba instantáneamente de la alegría a la más profunda tristeza, de la serenidad a la cólera; un humor que derivaba en ocasiones en cruel sarcasmo. Esto, y naturalmente mucho más, es lo que Gustav llevó a su música, especialmente a sus sinfonías. A veces nos hallamos deleitosamente abandonados a melodías de la más alta inspiración, pero de repente surgen estridencias grotescas, que afortunadamente duran poco, y pronto volvemos a sumimos en la verdad y maravilla de la música de uno de los grandes sinfonistas de la historia.

Por lo que acabamos de esbozar, puede deducirse que el sinfonismo del genio adolece de una cierta falta de unidad, pero es precisamente su segunda sinfonía la que ofrece una mayor unidad temática, y quizá una mayor homogeneidad.

Cumbre del Scherzo

Alma nos cuenta que Gustav trabajaba febrilmente, angustiado por la sensación de que le faltaría el tiempo para realizar la obra que el destino le había señalado, ya que se mantenía de continuo obsesionado por la idea de la muerte, de tal manera que su mujer llegó a motejarle de masoquista. Esto último me parece una banalidad a cargo de Alma. Lo que sí es evidente, y se advierte en toda su obra, es una profunda preocupación por el más allá y el sentido de la vida, que claramente se perciben en muchos momentos de la segunda sinfonía, donde al pasar de la más apasionada exaltación del espíritu a la más desolada tris teza. Se ha dicho que el inicio de esta sinfonía es de una gran majestuosidad, muy en la línea de Beethoven. Después de un delicioso andante, sigue el Scherzo, Sabido es que Mahler es un consumado maestro en cuanto al tratamiento del Scherzo se refiere. Pero éste de la segunda Sinfonía representa una cumbre no solamente en los del propio músico de Bohemia, sino en los de toda la historia de la música.

El arranque del coro es escalofriante, como si nos recorriera un aleteo de ese algo, que tiene marcada su hora, y que inevitablemente algún día ha de llegar. Toda la sinfonía está llena de una gran carga emotiva, que se apodera del oyente desde los primeros compases, y afortunadamente ya no le deja durante la hora y media que dura su interpretación.

De la orquesta y director, ya hemos hablado en estas páginas -con ocasión de un concierto dedicado a Dvorak- como lo que en realidad son: una primerísima orquesta del mundo, un grandísimo director. Entre ellos se da una especial comunión afectiva, una particular compenetración, que hace que la música se produzca en su prístina y total belleza.

El coro muy nutrido, magnífico, sobresaliendo el grupo de tenores; de gran calidad las voces femeninas, así como los solistas; ¡a soprano con más volumen de voz con timbre más brillante, la contralto.

La versión, sin el menor énfasis, podemos calificarla con toda justicia de *fuera de serie». El maestro, con tan extraordinarios elementos, la hizo en la línea más tradicional, sin divismos inoportunos, que Neumann nunca ha querido, pero desentrañando el sentido de cada nota, como debe ser, y así lo hacían los grandes Mahlerianos, Mengelber, Klemperer y sobre todo Bruno Walter… Una versión que uno quisiera guardar en los mejores rincones de la memoria, conservarla mucho tiempo en el emocionado recuerdo.