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Dos películas, a primera vista, tan distintas y distantes que, sin embargo, tienen tanto que ver.

Una, «Cyrano de Bergerac», basada en la obra clásica de Edmond Rostand, transcurre en la Francia del siglo XVII; la otra, sacada de un libro reciente de Oliver Sachs, en el Bronx neoyorquino de los años sesenta; pero ambas nos narran la historia de dos personajes aislados (por una deformidad física en el primer caso, por una trayectoria profesional y vital anómala en el segundo), encerrados en una especie de exilio interior que les llenará, que les resultará satisfactorio, hasta que tengan que enfrentarse con algo básico en la vida de todo ser humano y que les hará salir de sí mismos: el amor.

Ambos se creen fuertes, independientes, representan el individualismo y la insolencia del exclusivo compromiso consigo mismos, en suma, ei hombre libre. Sin embargo, toparán, bien con el fracaso (Despertares), bien con la infelicidad de la ausencia del amor correspondido (Cyrano), a pesar de su enorme entrega.

E inmediatamente surge algo más profundo, el reconocimiento de una herida íntima, !a del hombre al que no gusta su vida y que, en el fondo, no se gusta a sí mismo, lo que queda patente en la escena del exagerado parlamento sobre su propia nariz de Cyrano o en la secuencia del baile en Despenares, donde el despistado doctor tiene que claudicar ante la explosiva fuerza de los deseos comente s frente a la contemplación exquisita de museos o jardines botánicos.

Aunque los dos últimos films son. se puede decir, de factura clásica en cuanto a su realización, no podemos omitir la enorme belleza que contienen alguna de sus escenas: el magnífico comienzo de Despertares, en cuya sensibilidad se nota !a feminidad de su directora, Penny Marshall, y el pasaje paralelo, con ia entrada al teatro de Cyrano, donde está reflejada como nunca, a través de los ojos inocentes de los niños —en realidad, la mirada de ambos directores— la eterna candidez de la infancia.

Todas las escenas de masas y acción en Cyrano están resueltas con excepcionales soltura y realismo, amén de buena fotografía, lo que resulta notable en una película europea. Lo mismo se puede decir del grandioso final, digno de una tragedia clásica, que, aunque apoyado en un notable texto que aquí llega a ser bellísimo, no olvida en ningún momento que es un final cinematográfico.

Y, llegados a este punto, hablaremos de los actores: Gerard Dépardieu, como Cyrano, está soberbio, derrochando energía, como siempre, pero especialmente medido a la hora de recitar el verso, que, a veces, susurra, sin perder jamás el ritmo. Naturalmente, esto hace preferir la versión original francesa, subtitulada, que tiene un swing especial, aunque no haya nada que reprochar al eficaz trabajo de traducción e interpretación de la versión doblada, Robin Williams compone en Despertares un raro y anacrónico doctor, muy creíble.

Los secundarios son excelentes en ambos casos. Al joven Vincent Pérez, Christian en la obra, poseedor de un buen físico, le aguarda un futuro esperanzador en el cine; Jacques Weber, Conde de Guiche, y Roland Bertin, Raqueneau. están como lo que son, buenos actores de formación teatral; y qué decir de Roben de Niro, secundaría de lujo en Despertares, actor profesional e indiscutible donde los haya, que aquí alcanza la perfección precisamente en los momentos del «despertar» de la enfermedad, brindándonos esa maravillosa sonrisa y chispeante mirada suyas que efectivamente parece experimentar por primera vez desde hace mucho tiempo, con la misma inocencia y picardía del infantil despertar de cada mañana, aunque tal vez resulte un poco exagerado en los tics de la recaída en la enfermedad incurable.

La representación femenina es desigual; Anne Brochet, como Roxanne, tal vez resulte demasiado transparente; en Despertares, en cambio, la enfermera que apoya desde el principio al doctor es absolutamente real, y la encantadora Penélope Ann Miller pronto será una estrella de la industria americana.

En cuanto a las tareas técnicas, cabe destacar en Cyrano la buena fotografía de Pierre L’Homme y la excelente composición y dirección de la música de Jean Claude Petit, lo que ha convertido en un éxito de ventas la banda sonora original de la película.

Por último, cómo no, mencionar el impresionante trabajo con el vestuario de Franca Squarciapino, que la hizo justa merecedora de un Oscar en el reparto de este año.

En suma, dos interesantes películas, que no deben dejarse de ver, que harán que el cinéfilo repase más de una vez, sobre todo el Cyrano en sus dos versiones, y que darán mucho que pensar al público en general acerca de los sentimientos humanos, porque, en definitiva, siempre se trata de eso, ¿no?, de sentimientos. de vidas reales, en este caso vividas con un sentido total del compromiso y de la entrega, y que al final, a pesar del fracaso, dejan la dignidad y el orgullo de haber sido fiel a uno mismo.