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La británica Dorothy Leigh Sayers (1893–1957) no solo fue una famosa escritora de novelas policíacas y una célebre traductora de Dante. Dorothy L. Sayer se adentró con éxito en el ensayo. Propuso en The Lost Tools of Learning («Las herramientas perdidas del aprendizaje», 1948) cómo cambiar la educación. The Lost Tools of Learning ha sido traducido recientemente al castellano e incluido en el volumen Dorothy L. Sayers: Aprender y trabajar (Eunsa, 2019), con un estudio introductor, traducción y notas de Javier Aranguren.

Dorothy L. Sayers: "Aprender y trabajar"

Sayers propone volver al Trivium (gramática, lógica (dialéctica) y retórica) pero sabiendo lo que es el Trivium: un método de aprendizaje que actúa sobre materias de estudio, no tres asignaturas fijas llamadas gramática, lógica (dialéctica) y retórica. En el plan de instrucción medieval el Trivium precedía al Quadrivium (aritmética, geometría, astronomía y música).

Sayers se imagina el Trivium como un mecanismo en el que hay una entrada, una asignatura, a la que se aplica un primer proceso de instrucción: la gramática. Esta define y explica el «idioma» de esa asignatura: qué términos la componen, qué reglas siguen esos términos y cómo se relacionan. Con la lógica (dialéctica), el segundo eslabón, aprendemos a construir frases y argumentos de la asignatura en cuestión y a detectar falacias. La dialéctica así entendida abarca la lógica y el arte de la discusión. Finalmente está la salida, el saber comunicar lo aprendido: la retórica. El estudiante se expresa por medio del lenguaje oral y escrito de una forma elegante y persuasiva.

Lo anterior se puede aplicar a cualquier disciplina, ya sea hebreo, japonés o física cuántica. Es posible estudiarlo todo con tiempo y trabajo. Cuando uno empieza a sentirse perdido en el estudio de un tratado, física cuántica por ejemplo, normalmente lo que le falla es la «gramática» de esa ciencia. Tendrá que dar marcha atrás cuantas veces sea necesario para ir cimentando cada vez mejor la «gramática cuántica», y de ahí pasar a la «dialéctica cuántica» y a la «retórica cuántica».

Subraya Sayers: «La primera cosa de la que nos damos cuenta es de que por lo menos dos de estas «asignaturas» [se refiere a la dialéctica y a la retórica del Trivium] no son en modo alguno lo que deberíamos llamar «asignaturas»: son solamente modos de tratar con sujetos. La gramática, en efecto, es una «asignatura» en el sentido de que supone aprender de verdad una lengua… Pero el lenguaje en sí mismo considerado es simplemente un medio por el que se expresa el pensamiento» (pp. 55-56).

Sayers se pregunta: «¿No es el gran defecto de nuestra educación hoy… que aunque a menudo triunfamos en la tarea de enseñar a nuestros discípulos «asignaturas», fallamos de forma lamentable cuando hay que enseñarles cómo pensar?» (p. 54). Esa duda la plantea en el contexto del enorme éxito de la propaganda nazi, y en general de la propaganda. Téngase en cuenta que su ensayo es de 1948. Ella veía a toda una nación, la alemana, que apenas había manifestado mentalidad crítica ante Hitler. En algo pues, y muy grave, erraba la educación. Con las palabras de Sayers: «No nos escandalizamos cuando chicos y chicas jóvenes son enviados al mundo para luchar contra la propaganda de masas con las rudimentarias nociones de las «asignaturas». Y tenemos la desvergüenza de quedarnos perplejos si clases completas y naciones enteras son hipnotizadas por las artes de un hacedor de hechizos» (p. 60).

A Sayers, por supuesto, no le importa «volver» a la Edad Media: «¿Significa «volver» una regresión en el tiempo o la corrección de un error? Lo primero es claramente imposible per se; lo segundo es algo que las personas sabias hacen cada día» (p. 61). A la escritora británica no le quedan dudas de la superioridad del método medieval del Trivium: «La educación moderna se concentra en enseñar asignaturas mientras que la educación medieval se concentra en primer lugar en forjar y enseñar cómo usar las herramientas del aprendizaje, usando cualquier asignatura que tenga a mano como una pieza de material sobre el que se ensaya hasta que el manejo de la herramienta se convierte en una segunda naturaleza» (p. 57).

Extractamos a continuación las ideas que completan las propuestas de Sayers. Ella las aplica al plan de estudio de los niños una vez que han aprendido a leer y a partir de ahí durante toda la enseñanza secundaria, pero sus recomendaciones sirven igual mutatis mutandis en la universidad.

Gramática y latín desde el principio

«Comencemos, por tanto, con la gramática. Esto supone, en la práctica, estudiar la gramática de algún lenguaje en particular. Y tiene que ser un idioma con conjugaciones y declinaciones. La estructura gramatical de una lengua sin declinaciones o conjugaciones es demasiado analítica para que la aborde alguien sin una práctica previa en dialéctica» (p. 63).

«Tengo que decir ya, y con firmeza, que el mejor fundamento para la educación es la gramática latina. Lo digo no porque el latín sea tradicional y medieval, sino sencillamente porque incluso un conocimiento rudimentario de latín disminuye —al menos en un cincuenta por ciento— el trabajo y los sufrimientos del aprendizaje de casi cualquier asignatura. Es la llave para el vocabulario y la estructura de todas las lenguas germánicas, así como para el vocabulario técnico de las ciencias y de la literatura de la civilización mediterránea, junto con la totalidad de sus documentos históricos» (p. 64).

«Debería comenzarse con el latín lo antes posible. En ese momento en el que el lenguaje con declinaciones no parece más sorprendente que cualquier otro fenómeno en un mundo que es sorprendente de por sí» (p. 65).

«Si tenemos que aprender una lengua extranjera contemporánea deberíamos empezar ahora, antes de que los músculos de la cara o de la mente se hagan rebeldes a las entonaciones extrañas» (p. 66).

Historia, geografía y matemáticas

En la lengua nativa, «entre tanto, pueden aprenderse de memoria verso y prosa… Debería practicarse el recitado en voz alta, individualmente o en coro, pues no debemos olvidar que estamos preparando el terreno para la disputa y la retórica» (p. 66).

«La gramática de la historia debería consistir, me parece, en fechas, sucesos, anécdotas y personalidades. Un conjunto de fechas al que cualquiera pueda después vincular todo su conocimiento histórico posterior será de enorme ayuda cuando más tarde se establece la perspectiva de la historia» (p. 66).

«De modo similar, la geografía será presentada en sus aspectos más relacionados con hechos: mapas, características naturales, la presencia visual de costumbres, ropajes, flora, fauna, etc. Y creo que la desacreditada y pasada de moda memorización de unas cuantas capitales, ríos, zonas de montañas, etc., no hace daño a nadie» (p. 67).

«La gramática de las matemáticas empieza, por supuesto, con la tabla de multiplicar, que no se aprenderá jamás con placer si no se aprende ahora. Y también con el reconocimiento de los perfiles geométricos y la agrupación de números» (p. 68).

«Sin la teología toda la estructura de la educación necesariamente perderá su síntesis final» (p. 69).

Las lecturas incitarán a escribir y a establecer debates. Por ejemplo: ¿cuál fue el efecto de una determinada ley? ¿Cuáles son los argumentos a favor y en contra de esta o de aquella forma de gobierno? (p. 72).

Las matemáticas (álgebra, geometría y las formas más avanzadas de aritmética) tomarán su lugar como realmente lo que son: un subdepartamento de la lógica. Las matemáticas no son «ni más ni menos que la regla del silogismo en su aplicación particular a los números y medidas, y debería ser enseñada así en vez de convertirse para algunos en un misterio oscuro y, para otros, en una revelación especial que ni ilumina ni es iluminada por ninguna otra faceta del conocimiento» (p. 71).

«La lógica es el arte de argumentar correctamente… hoy la utilidad práctica de la lógica formal consiste no tanto en la capacidad de establecer conclusiones positivas como en la detección precoz de inferencias inválidas y su desenmascaramiento» (pp. 70-71).

Todo lo anterior, en su conjunto, fomenta «el desarrollo espontáneo de la facultad de raciocinio y de la sed natural y adecuada de la razón que despierta hacia la definición de términos y la exactitud de las afirmaciones. Todos los hechos son alimentos para ese tipo de apetito» (p. 73).

La actitud del profesor

Los profesores «deben mirar hacia estas actividades menos como «asignaturas» en sí mismas y más como ir juntando material para su uso en la siguiente parte del Trivium» (p. 68).

En las etapas más avanzadas, «tanto el profesor como los alumnos tienen que estar listos para detectar falacias, razonamientos chapuceros, ambigüedades, cosas irrelevantes o redundancias, y abalanzarse contra ellas como ratas. Ese es el momento en el que pueden empezarse con utilidad la escritura de resúmenes; junto a ejercicios como la escritura de un ensayo y la reducción del mismo —cuando se haya terminado de redactarlo— en un 25 o 50 por ciento» (p. 74).

«Una vez más, los contenidos del plan de estudios en esta etapa pueden ser cualquier cosa que ustedes deseen. Las «asignaturas» proveen de material; pero todas ellas deben ser consideradas como simple molienda sobre la que tiene que trabajar el molino mental» (p. 74).

«Nuestra dificultad será mantener las «asignaturas» separadas: porque la dialéctica habrá mostrado que todas las ramas del saber están relacionadas entre sí, de modo que la retórica tenderá a mostrar que todo conocimiento es uno» (p. 76).

El fin de la educación

«Las armas del saber son las mismas en todas las asignaturas. Y la persona que conoce cómo usarlas conseguirá, a cualquier edad, el control de cualquier nueva asignatura en la mitad de tiempo y con un cuarto del esfuerzo gastado por la persona que no tiene esas armas bajo su control» (p. 78).

«El único fin verdadero de la educación es simplemente ese: enseñar a los seres humanos cómo aprender por sí mismos; y cualquier tipo de instrucción que falle a la hora de hacer esto no es más que esfuerzo gastado en vano» (pp. 81-82).

Director de «Nueva Revista», doctor en Periodismo (Universidad de Navarra) y licenciado en Ciencias Físicas (Universidad Complutense de Madrid). Ha sido corresponsal de «ABC» y director de Comunicación del Ministerio de Educación y Cultura.