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Diego Sánchez-Ancochea es jefe del Departamento de Desarrollo Internacional de la Universidad de Oxford.


AVANCE

La desigualdad sigue siendo uno de los retos fundamentales de América Latina. Este artículo describe brevemente las características del problema, centrándose en la alta concentración de la renta en manos de una pequeña élite económica. Propone, además, tres principios fundamentales para tratar de mejorar la distribución de la renta en la región en el largo plazo: la necesidad de ver la desigualdad como un problema político cuya resolución exige de nuevas coaliciones interclasistas; la importancia de crear círculos virtuosos entre la política social y la política productiva; y la conveniencia de adoptar agendas a la vez pragmáticas y ambiciosas que presten atención, sobre todo, a las trayectorias progresivas de cambio.


ARTÍCULO

La reducción de la desigualdad en América Latina en la primera década de los años 2000 creó una cierta esperanza en la región. ¿Nos encontrábamos ante una “ruptura con la historia” utilizando la terminología del Banco Mundial? ¿Estaba experimentando América Latina cambios estructurales en su economía política?

Lamentablemente la estabilidad de la distribución de la renta a partir de 2013 y su empeoramiento reciente como consecuencia de la pandemia supone una contestación al menos parcial a estas preguntas. Parece ya claro que habíamos asistido a un cambio solamente temporal de tendencia y que se mantienen hoy más que nunca muchas de las restricciones estructurales que hacen de la región una de las más desiguales del mundo.

¿Qué hacer entonces? ¿Cómo enfrentar una de las grandes asignaturas pendientes?  Claramente estas son las “preguntas del millón”, dada la trayectoria latinoamericana en el último siglo y medio y los enormes costes que la desigualdad ha tenido en su desarrollo económico político y social (Sánchez-Ancochea, 2022).  Más aun, la contestación a estas preguntas está estrechamente conectada a muchos de los problemas y procesos descritos en otros artículos de este monográfico, desde la calidad de la democracia y los partidos políticos a las características de la política social.

Para explorar estas preguntas con rigurosidad es importante, primero, explicar de qué desigualdad estamos hablando.  Dejo claro de antemano que me voy a centrar principalmente en las brechas de ingreso entre individuos y no de las que surgen de las diferencias de raza, etnia y género.  Esta elección se debe en parte a restricciones de espacio y en parte al hecho de que el ingreso tiene una alta correlación con todas las demás dimensiones y las cruza todas. Al hablar de la desigualdad de ingreso es importante recordar que esta es especialmente alta en América Latina, sobre todo, porque los ricos controlan más recursos que casi en ninguna otra parte del mundo.

Sería imposible en estas páginas discutir con detalle todas las medidas necesarias para promover sociedades más equitativas, haciendo justicia, además, a la enorme variedad regional. Me parece más útil sugerir una serie de principios guía que podemos utilizar para encuadrar todas las medidas concretas que se nos puedan ocurrir.  En particular, propongo tres fundamentales:

(a) crear una nueva política (politics) es tanto o más importante que promover nuevas políticas (policies);

(b) es importante promover cambios tanto en las políticas productivas como redistributivas y, más importante aún, conectar ambas de forma más dinámica; y

(c) la desigualdad no se va a eliminar de un día para otro sino que es un proceso acumulativo y de largo plazo; lo cual exige estrategias ambiciosas pero pragmáticas que vayan rompiendo los círculos viciosos de la desigualdad.

De acuerdo con el índice de Gini, América Latina es una de las regiones más desiguales del mundo: diez de los veinte países más desiguales para los que tenemos datos recientes provienen de la región

La lucha en favor de la equidad será complicada, pero, lo bueno, es que la región ha sido siempre cuna de ideas y movimientos inspiradores que podemos seguir utilizando.

Comienzo con una breve discusión sobre las particularidades de la desigualdad en América Latina para pasar luego a describir la trayectoria reciente y acabar con la discusión de los tres principios. Hago todo ello buscando el diálogo y llamando a una colaboración más estrecha entre académicos, hacedores de política, políticos y movimientos sociales sin la cual será casi imposible seguir avanzando.

Concentración en pocas manos

El índice de Gini que oscila entre cero (cuando todos los individuos tienen el mismo ingreso) y cien (cuando el ingreso está en manos de una sola persona) es uno de los indicadores más habituales de la desigualdad. Su popularidad radica, en buena medida, en su capacidad para incluir de igual forma a todas las personas; es decir, cualquier cambio en el ingreso relativo genera un cambio en el Gini, con independencia de que los individuos involucrados sean pobres o ricos.

Como explica el economista chileno Gabriel Palma, «la ventaja comparativa de estas oligarquías [latinoamericanas] es precisamente el ser capaces de utilizar las diferentes instituciones para conseguir sus objetivos bastante inmutables»

De acuerdo con este indicador, América Latina es una de las regiones más desiguales del mundo: diez de los veinte países más desiguales para los que tenemos datos recientes provienen de la región (tabla 1). Más aun, con la excepción de El Salvador, todos los países latinoamericanos tienen un Gini de 40 o más.

Tabla 1. Lista de 20 países más desiguales según el índice de Gini
(dato más reciente entre 2012 y 2018)

Fuente: elaboración propia con datos del Banco Mundial

 

Una debilidad del Gini, sin embargo, es que no permite distinguir entre distintos tipos de desigualdad. En particular, no refleja con claridad la distancia entre los más ricos y el resto de la población. Es esta brecha la que más nos debería preocupar no sólo por su tamaño sino también por sus altos costes económicos, políticos y sociales. En un número creciente de países, una pequeña élite económica controla una elevada proporción de los recursos productivos, lo que le permite también ejercer una influencia exagerada sobre las decisiones políticas (Fairfield, 2015; Hacker y Pierson, 2010). Prestar atención a los más ricos es especialmente importante en América Latina, puesto que, como mostró un informe del Banco Mundial hace años, «las distribuciones en América Latina se caracterizan sobre todo por una mayor proporción de ingresos entre los ricos, en comparación con países de otras regiones» (De Ferranti y otros, 2004: 56).

Afortunadamente, en las dos últimas décadas el mundo académico ha prestado cada vez más atención al papel de los más ricos en la distribución de la renta. Gracias al trabajo pionero de Anthony Atkinson, Emmanuel Saez y Thomas Piketty se han desarrollado nuevas fuentes estadísticas y se han popularizado indicadores alternativos (p. ej., Atkinson, Piketty y Saez, 2011; Piketty, 2014). Estudios basados en datos impositivos y en cuentas nacionales han venido a complementar la información anterior que se apoyaba exclusivamente en encuestas de hogares que no medían bien el ingreso de la élite. En la mayor parte de estos trabajos, el Gini ha sido reemplazado por el porcentaje de la renta del 1% y del 0,1% más rico de la población como el indicador más popular.

En el contexto latinoamericano, este nuevo enfoque ha confirmado una vez más lo concentrada que está la renta en pocas manos. De acuerdo con estimaciones recientes, el 1% más rico de la población en países como Brasil, Chile o México controla casi un 30% de la renta anual (Campos Vázquez y otros, 2016; Fairfield y Jorrat, 2016; Morgan, 2017), bastante más que en el muy desigual Estados Unidos. Más aun, estos nuevos estudios revelan que la desigualdad es todavía más alta de lo que pensábamos: por ejemplo, en Brasil, el ingreso en manos del 1% superior estimado con el nuevo método es el doble que el obtenido con encuestas de hogares (Morgan, 2017; ver también De la Rosa, Flores y Morgan, 2020 para un número mayor de países).

¿Falsa esperanza? La mejora en los 2000

En la primera década de los años 2000, las cosas empezaron a cambiar. “En un momento en que la desigualdad estaba creciendo en casi todas las partes del mundo, ha ido cayendo en casi todos los países de América Latina desde 2000” explica la profesora Nora Lustig, una de las mayores expertas en este tema a nivel internacional (Lustig, 2015: 14).

Como refleja la figura 1, la caída fue generalizada y nada desdeñable: en Bolivia, por ejemplo, el Gini se redujo en 12 puntos pasando de 58 a 46.  Muchos vieron este cambio de tendencia como reflejo de cambios más profundos tanto en las políticas públicas como en las instituciones políticas. El economista italiano Andrea Cornia habló de un nuevo modelo social demócrata en la región (Cornia 2014), mientras que Richard Bird y Erik Zolt destacaron un nuevo contrato impositivo que refleja “un marcado incremento de la democracia en la región… una expansión sustancial de la clase media… y la aparición de un número creciente de gobiernos de izquierda” (Bird y Zolt, 2015: 323).

Sin duda, podemos obtener muchas lecciones positivas de este periodo.  América Latina utilizó los ingresos generados por los altos precios de las materias primas para mejorar las condiciones laborales y redistribuir más ingresos que en el pasado.  Mejoró la regulación laboral, protegiendo por primera vez, por ejemplo, a las empleadas domésticas, y aumentaron de forma sostenida los salarios mínimos (Berg, 2011; López Calva y Lustig, 2010). La política social experimentó también una transformación sustancial, creándose nuevos programas orientados a los más pobres mientras que se expandían algunos programas universales.

Figura 1. Cambios en el índice de Gini en América Latina, 2000-circa 2012

Fuente: Sánchez-Ancochea (2021) con datos originales de SCEDLAS (Centro de Estudios Distributivos, Laborales y Sociales).

A la vez, debemos tener cuidado en no exagerar la profundidad del cambio; parece cada vez más evidente que muchas de las características históricas de la economía política latinoamericana se mantuvieron. En primer lugar, hubo pocos cambios en el modelo económico que, de hecho, se hizo todavía más dependiente de las materias primas. Los esfuerzos por desarrollar sectores productivos más dinámicos fueron limitados y poco exitosos, lo que hizo que se crearan pocos empleos de calidad y que, además, el crecimiento económico se mantuviera volátil y dependiente de las condiciones externas.

Segundo, las mejoras distributivas fueron resultado de la redistribución desde la clase media (entendida en un sentido amplio) a los más pobres, pero no de la reducción del poder económico de los más ricos. Brasil representa un buen ejemplo de esta tendencia: pese al significativo aumento en el ingreso de los más pobres, el porcentaje de la renta en manos del 1% más rico se mantuvo estable, el modelo económico se hizo menos dinámico y las grandes empresas protegieron todos sus beneficios fiscales (Mendes Lourerio, 2020; Souza, 2018). Estudios recientes elaborados por el World Inequality Lab confirman ese patrón a nivel regional: el ingreso de los más ricos disminuyó bastante a principios de los 2000 pero se fue recuperando poco a poco en los años posteriores (ver figura 2). Es cierto, eso sí, que el poder económico de este grupo no ha crecido de forma sostenida como si lo ha hecho en el caso de los Estados Unidos.

Figura 2. Porcentaje de la renta recibido por el 1% más rico, 2000-2020

Fuente: elaboración propia con datos de World Inequality Lab.

Tercero, la caída del índice de Gini se ralentizó a partir de 2012-13 en buena parte de la región a medida que los límites del modelo económico y del sistema impositivo se hacían más evidentes. Como refleja la figura 3, el cambio fue particularmente significativo en Argentina, Brasil, Ecuador y Perú. De hecho, cuando se pondera la evolución regional del Gini por el tamaño de cada economía, nos encontramos con un aumento en los últimos años (PNUD, 2021). Más aun, la pandemia parece haber tenido efectos muy perniciosos incluso en los países que tuvieron un buen comportamiento durante el periodo 2013-2019 (p. ej. Bolivia, El Salvador y México). La combinación de la crisis de salud, los confinamientos y la recesión han afectado a los más pobres mucho más que a la clase media y, sobre todo, que a la élite (Clavijo y otros, 2021).

Figura 3. Comparación en la evolución del índice de Gini, 2000-2013 vs 2013-2019

Fuente: elaboración propia con datos de SCEDLAS.

Una América Latina más equitativa: tres principios guía

Revertir la tendencia histórica y avanzar hacia sociedades más equitativas en América Latina es una tarea complicada –como lo revela la experiencia de las dos últimas décadas. La región tiene que hacer frente a toda una serie de círculos viciosos de largo plazo generados por la concentración de la renta como he mostrado en mi reciente libro (Sánchez-Ancochea, 2022). Por ejemplo, el poder económico de la élite y su control de las actividades más rentables (desde minería al comercio) ha limitado su interés en invertir en investigación y desarrollo y en educación; ello, a su vez, ha contribuido a un crecimiento económico bajo y a un alto nivel de informalidad que, a su vez, ha hecho que la desigualdad se mantenga en niveles muy altos.

Dada la complejidad del problema, pero también debido a la diversidad de América Latina sería absurdo tratar de discutir con detalle todas las medidas que serían necesarias en cada país para mejorar la distribución de la renta. En lugar de ello, voy más bien a proponer tres principios básicos que deberían informar tanto nuestras futuras agendas de investigación como nuestros debates políticos sobre la dirección a tomar.

En primer lugar, debemos reconocer que la desigualdad es fundamentalmente un problema político  derivado de la interacción entre élites económicas y entramado institucional. Como lo explica con claridad el economista chileno Gabriel Palma, “la ventaja comparativa de estas oligarquías [latinoamericanas] es precisamente el ser capaces de utilizar las diferentes instituciones para conseguir sus objetivos bastante inmutables” (Palma, 2019: 6).

El carácter político de la desigualdad es cada vez más reconocido tanto en el mundo académico (no hay más que pensar en el trabajo de Acemoglu y Robinson, 2012) como por las instituciones internacionales. En su informe latinoamericano más reciente, por ejemplo, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), denuncia que “la concentración de poder en el mercado contribuye a mantener la alta desigualdad” y “reconoce al poder de monopolio y al poder político empresarial como dos caras de la misma moneda” (PNUD, 2021: 9).

El considerar la concentración de la renta como problema eminentemente político tiene implicaciones notables (pero no suficientemente reconocidas) sobre la agenda pro-equidad. Implica reconocer que las restricciones fundamentales para promover nuevas políticas no son ni la globalización ni la falta de recursos en abstracto sino más bien el poder de la élite y su influencia sobre la democracia y los políticos. Por eso mismo, no tiene sentido abordar las políticas distributivas desde un punto de vista meramente técnico, proponiendo impuestos más eficientes o políticas sociales más universales. Cualquier discusión sobre las medidas a adoptar tiene que ir de la mano de una conversación sobre la reforma política, incluyendo una profundización de la democracia y la construcción de partidos políticos programáticos.

A la hora de evaluar las distintas propuestas de políticas públicas es importante considerar tanto su dimensión técnica como política. Pensemos, por ejemplo, en un nuevo programa de transferencias y en la discusión sobre su nivel óptimo de cobertura (esto es, focalizada en los pobres o más amplia). Muchos economistas diseñarán el programa considerando sólo el impacto redistributivo de corto plazo de la intervención (por ejemplo, su impacto sobre el Gini). Este enfoque es útil pero insuficiente, puesto que no considera cómo maximizar el apoyo político al programa o cómo crear coaliciones interclasistas que sustenten su expansión. En definitiva, mi primer mensaje es claro: la lucha contra la desigualdad exige crear contrapesos a la élite económica, lo cual sólo sucederá si las medidas adoptadas crean coaliciones políticas entre los pobres y la clase media.

Lo importante no es sólo transformar la economía y promover políticas sociales más ambiciosas sino lograr vincular ambas de for- ma efectiva

En segundo lugar, debemos evitar debates estériles entre los proponentes de medidas que reduzcan la desigualdad en el mercado de trabajo y aquellos que defienden políticas sociales y tributarias más redistributivas. Muchas de las críticas a la política social centradas en su alto coste o las que las tachan de parches temporales no tienen mucho sentido. De igual manera, pensar que la política social por si sola va a resolver todos los problemas distributivos es absurdo; sin una economía más dinámica y un mercado de trabajo más justo será difícil acabar con esta asignatura pendiente.

De hecho, debemos ir más allá: lo importante no es sólo transformar la economía y promover políticas sociales más ambiciosas sino lograr vincular ambas de forma efectiva . Si hay algo que nos enseña la experiencia de los países más igualitarios del mundo (desde Suecia a la Costa Rica de los 1970) es la importancia de construir complementariedades entre ambas esferas (Martínez Franzoni y Sánchez-Ancochea, 2017; Soskice y Hall, 2001). Las políticas sociales en áreas como la educación y la salud deben mejorar el capital humano para así contribuir a economías más dinámicas que generen más ingresos para financiar dichas políticas sociales.

Soy consciente de que transformar la política y construir complementariedades entre la esfera económica y la social en América Latina es enormemente complicado. No se pueden lograr a través de recetas simples como el Consenso de Washington ni de reformas cortoplacistas como las propuestas por algunos líderes populistas. Para avanzar en la dirección correcta es necesario, más bien, considerar el último de los principios que me gustaría mencionar: la importancia de combinar pragmatismo y ambición y la necesidad de buscar trayectorias dinámicas de largo plazo .

En nuestro trabajo conjunto sobre la política social universal, Juliana Martínez Franzoni y yo hemos tratado de ilustrar la importancia de estos principios para el diseño de una política social más universal y redistributiva en América Latina (Martínez Franzoni y Sánchez-Ancochea, 2019). Centrándonos en la experiencia costarricense, mostramos como la construcción de una seguridad social de calidad para toda la población no se hizo de la noche a la mañana. Fue un proceso de largo plazo en la que las medidas adoptadas en un primer momento generaron nuevos intereses y nuevas coaliciones que apoyaron la expansión posterior del sistema. Más aun, la construcción del nuevo sistema de seguridad social generó nuevas capacidades estatales que, a su vez, permitieron la implementación de políticas más efectivas en otras áreas.

América Latina se encuentra en un momento difícil pero también prometedor.  La región sale de la pandemia envuelta en una grave crisis económica y de salud y con el riesgo de que los gobiernos pongan ahora más acento en la estabilidad fiscal que en el bienestar social. A la vez, la pandemia ha mostrado la necesidad de construir sociedades más cohesionadas, adoptar políticas sociales más ambiciosas y promover un nuevo contrato social. Que seamos capaces de maximizar la ventana de oportunidad y minimizar los grandes riesgos no va a depender de la buena voluntad de la clase política sino de una lucha lenta, ardua y sostenida por transformar la política, crear nuevas coaliciones pro-equidad y reemplazar los círculos viciosos de la desigualdad por nuevos círculos virtuosos pro-equidad. El resto es enorme pero la urgencia todavía mayor.

 

 

 

Jefe del Departamento de Desarrollo Internacional de la Universidad de Oxford.