Entre 1999 y 2001 aparecieron en el mercado tres libros escritos por Pío Moa, un historiador desvinculado de la universidad española, que analizaban la quiebra de la Segunda República española y el comienzo de la guerra civil. Los libros a los que me refiero se titulan Los orígenes de la guerra civil española, Los personajes de la República vistos por ellos mismos y El derrumbe de la Segunda República y la guerra civil, todos ellos aparecidos con el sello de Ediciones Encuentro. Ellos constituyen la aportación historiográfica fundamental de Moa y son los que tengo fundamentalmente en cuenta en este comentario. Voy a hablar de un conjunto de trabajos que alcanzan las mil quinientas páginas, que no se apoyan en el descubrimiento y utilización de nuevas fuentes sobre una de las etapas más frecuentadas por la historiografía española e internacional, y que han sido publicados en una editorial especializada. Todo este esfuerzo del autor «debería» haber pasado inadvertido, interesando a lo sumo a un grupo de especialistas, pero sin alcanzar al gran público. Lejos de ocurrir esto, Moa ha suscitado las iras y execración de parte importante —y dominante— en la historiografía del periodo, al tiempo que se ha convertido en un significativo éxito editorial.
Nos las vemos, pues, con el eco suscitado por una determinada interpretación del período republicano y la guerra civil explicada, eso sí, con gran claridad y eficacia narrativa, elaborada por quien —y esto también es importante—ha puesto una parte vital de sí mismo en esta obra2. Añadamos a lo anterior que las conclusiones de Moa sobre el fracaso de la República y el desencadenamiento de la guerra civil discrepan abiertamente con lo que la mayor parte de la historiografía española y anglosajona ha venido contando acerca de ese período desde los años sesenta hasta hoy.
El análisis de la etapa republicana y de la guerra civil llevado a cabo por Moa podrá gustar o no, pero lo cierto es que sus planteamientos han despertado mucho interés entre el público español, debido a que, sobre la base de unos hechos conocidos, ha formulado preguntas y dado respuestas, al hilo del relato y del análisis de los acontecimientos, que a mucha gente le han parecido relevantes y dignas de ser escuchadas. Con independencia de lo que el autor ha publicado después acerca de la guerra civil, de un signo más claramente divulgativo que lo anterior y hasta cierto punto reiterativo, sus tres primeros libros forman una unidad de estudio sobre la crisis política de los años treinta que, polémicas aparte, ha contribuido a destapar algunas de las contradicciones más flagrantes acerca de las limitaciones de la condición liberal-democrática de la Segunda República y, por extensión, y esta es la cuestión clave, sobre el papel efectivamente modernizador, o no, de las fuerzas y las políticas de izquierdas en la España contemporánea.
Caben pocas dudas, sin embargo, de que, con ser importantes estas cuestiones, la polémica que viene acompañando a las obras de Pío Moa sobre los años treinta no existiría sin el éxito editorial que las acompaña y si este éxito no produjera una profunda desazón en el medio académico. El primer sorprendido por la multiplicación del número de ediciones de los tres libros citados debió ser, seguramente, el propio autor. Su excepcional presencia en un programa de entrevistas en televisión, de la mano de Carlos Dávila, dejó claro, por otra parte, que no es precisamente el desparpajo ni el manejo de los medios lo que caracteriza a alguien claramente habituado al trabajo concentrado y solitario. Luego, es cierto, han venido otros títulos pensados ante todo para el gran público y para la polémica, pero esta labor más divulgativa no anula el interés de preguntarse por las razones de la visceralidad que ha llegado a rodear la obra y hasta el nombre de Moa.
En este sentido, ha sido posible leer eruditos comentarios historiográficos, dedicados a fijar la doctrina de cuáles son los problemas a tratar en el caso de la Segunda República y cómo deben ser abordados. En ellos se establece la relación de quiénes son los autores solventes en la historiografía del período y queda clara, aunque implícita, la regla de que nadie que muestre acuerdo con Moa contará con los títulos debidos en el medio académico para ser aceptado dentro del paradigma científico aplicable a la Segunda República y la guerra civil. La advertencia es tan severa, que Pío Moa, por perder, pierde hasta el nombre, que deviene así poco menos que impronunciable. Ha constituido por eso un gran alivio comprobar que al menos un especialista académicamente intachable, como Enrique Moradiellos, no tenía empacho en esgrimir sus discrepancias, por cierto totales, con los planteamientos de Moa, y que lo ha hecho de un modo abierto y con pleno respeto hacia su persona.
Incluso así, cabe preguntarse a qué se debe esta acritud ¿Cómo es posible que transcurridos veinticinco años de la Constitución de 1978 y sesenta y cinco de terminada la guerra civil se forjen estos tabúes acerca de la interpretación de aquella sangrienta década?
Si introducimos en el asunto una cierta perspectiva histórica, podemos recordar que, durante los años sesenta del siglo pasado, la historiografía progresista, entonces en despegue, aquella en la que se educó sin duda Moa (que militó en la extrema izquierda con todas las consecuencias) debatía con pasión sobre la mayor o menor eficacia de los diferentes modelos revolucionarios en liza durante los años veinte y treinta. Entonces, y tras los correspondientes lamentos porque el obrerismo español no hubiera tenido un Lenin o un Gramsci y sí únicamente un Iglesias o un Largo Caballero, la cuestión a debate era: ¿Constituía la clave política de la revolución española (cuya naturaleza variaba de burguesa a socialista) la alianza entre el espontaneísmo sovietizante de la CNT y un partido revolucionario como el POUM, o ese maridaje lo encarnaba mejor el binomio clásico PSOE/UGT? ¿Representó la política comunista de Frente Popular un modo de prolongar y preservar la revolución en las condiciones de la guerra civil o, por el contrario, Stalin y la Internacional Comunista liquidaron aquella por conveniencias de la política exterior de la URSS?
Más tarde, iniciada ya la transición, la renuncia del PCE al leninismo y del PSOE al marxismo facilitó un cierto revisionismo historiográfico. Los planteamientos revolucionarios, al menos en clave más o menos marxista, fueron poco a poco arrinconados, con lo que salió ganando la respetabilidad republicana y democrática del Frente Popular durante la guerra civil. La figura de Azaña y el proyecto de la izquierda republicana perdieron el velo polvoriento de conmiseración y desinterés que las envolvía y una y otro fueron resituados en la centro de la historia. Ellos pasaron a convertirse en la expresión más ambiciosa y supuestamente trágica a la vez, del proyecto modernizador de unas genéricas fuerzas progresistas, en el que culminaban todas las ansias europeizadoras formuladas en vano desde el reinado de Isabel II y a lo largo de toda la Restauración. La valoración del radicalismo obrerista se hizo más crítica desde esta perspectiva, y dejó de constituir el centro de las preocupaciones sobre un proceso histórico que, de ser arrastrado por la locomotora revolucionaria defectuosa, pasó a ser concebido como proceso modernizador frustrado por la insuficiente duración de las etapas reformistas, en especial, la Segunda República, así como por la intransigencia y cerrilidad de una derecha cavernícola, sin parangón en el hemisferio occidental. El concepto sociológico de la modernización, sin duda más difuminado y neutro que el de revolución, pero mezclando como éste elementos políticos con otros sociales y económicos, vino a sustituir las anteriores disquisiciones sobre el tipo de revolución, burguesa o proletaria, pendiente en España. Un debate cuyo origen se localiza, precisamente, en la justificación desde el marxismo-leninismo de la política de Frente Popular por parte de los ideólogos de la Internacional Comunista.
Ahora bien, este revisionismo historiográfico no sobrevivió a los efectos acumulados de una serie de acontecimientos y sus secuelas, que tuvieron lugar durante esas dos décadas extraordinarias de los años ochenta y noventa del siglo XX. Occidente comprobó entonces, con mayoritaria sorpresa, que lejos de coexistir y converger en un modelo común de sociedad capitalismo y comunismo, según dictaminaban las teorías predominantes de la sociedad postindustrial, este último se desmoronaba, incapaz de resistir las exigencias de su propio desafío al capitalismo y la ofensiva neoliberal de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. El muro de Berlín fue derribado y la posterior implosión de la URSS y la desintegración de su imperio, siguieron a la inviabilidad del modelo keynesiano y del Estado de bienestar, tanto en su versión conservadora como socialdemócrata o democristiana.
Importantes revisiones historiográficas rodearon estos acontecimientos cruciales. La más sonada afectó a la significación de la Revolución francesa con motivo del bicentenário de 1989, y aquí recordaremos el nombre señero de François Furet. Otra versó sobre la naturaleza del fascismo en Italia, con la obra de Renzo de Felice y la de Claudio Pavone, y sobre el carácter de la resistencia y guerra civil en este país de 1943 a 1945 y la naturaleza y envergadura del antifascismo. Y otra todavía se desencadenó en torno al nazismo alemán, el exterminio de los judíos y la relación entre nazismo y bolchevismo, donde las posiciones de Ernst Nolte sirvieron de eje de referencia al debate. Esta suma de revisiones tuvo como colofón la que es mejor denominar demolición de la trayectoria del comunismo a raíz de su hundimiento, tanto en el poder como en la oposición, en Oriente como en Occidente. Un trabajo estimulado por la apertura —imperfecta— de los archivos rusos. Sus manifestaciones más notables fueron Le pasé d’une illusion, también de Furet, y Le livre noir du communisme, de Stéphane Courtois y Nicolás Werth, así como las obras de Martin Malia y Richard Pipes, entre otros. El mazazo que esta labor supuso para el significado político, intelectual y moral de la tradición revolucionaria, alcanzó de lleno la buena conciencia que Paul Johnson llamó con acierto de la «mentira heroica», refiriéndose al antifascismo3.
Las alarmas se encendieron en el mundo historiográfico español. En él nunca falta la certidumbre de que las ideas son, antes que complejas herramientas mentales para analizar la realidad y buscar la verdad, fuentes poderosas de legitimidad y de poder. Es posible que si en nuestro país no hubiera mediado la alternancia del Partido Popular en el poder y si, en todo caso, esa circunstancia no hubiera ido más allá de la anécdota, las discretas y minoritarias manifestaciones de revisionismo historiográfico, que habían brotado durante los ochenta y primeros noventa, hubieran podido seguir avanzando, aunque fuera en un segundo plano. Pero las circunstancias referidas impusieron la reacción, una reacción a menudo militante.
Es cierto que la corrección política en la historiografía académica se basa hoy en una especie de subjetivismo creativo. Este ha sustituido, a título de revisión crítica, la antaño hercúlea causalidad marxista, cuyo timbre de honor era su capacidad científica. Sin embargo, el nuevo subjetivismo, totalmente relativista, a menudo inspirado por los métodos y escuelas de la antropología o la deconstrucción, no conlleva ningún cambio significativo de los papeles de buenos y malos, asignados a priori en la historia española contemporánea, ni tampoco acerca de la significación progresista o reaccionaria de los acontecimientos. No podía ser, por ejemplo, que el trabajo crítico llevado a cabo por nuevas metodologías en el campo de la historia económica, un esfuerzo que supuso la refutación de toda una serie de tópicos acuñados por la historia económico social, de raíz estructuralista o marxista, sobre nuestro desarrollo económico contemporáneo, se extendiera al campo de la historia política e intelectual. No podía ser, por tanto, que esta revisión crítica afectara los planteamientos doctrinales y al análisis crítico de la acción política del liderazgo republicano y socialista, y que de ahí se derivara una reevaluación poco grata de su indudable contribución al fiasco del desarrollo democrático durante la Restauración y, sobre todo, a la quiebra posterior de la Segunda República.
Este es el contexto en el que tuvo lugar la aparición de las obras de Moa, pues recordemos que la primera, y posiblemente más importante, referida a la insurrección de Octubre de 1934, apareció en 1999. Sus argumentaciones y aseveraciones son menos tremendas, por ejemplo, que las de Stephan Courtois o Nicolas Werth, aunque igualmente claras, militantes y, a menudo, fundadas. Pero, pese a actuar de revulsivo, no han dado lugar a un debate historiográfico de envergadura comparable a los citados. Tampoco el Libro Negro del comunismo suscitó entre nosotros discusión alguna, y lo mismo ha ocurrido con la reciente y trascendental aportación de Stanlye Payne sobre la política del Frente Popular en la guerra civil como primer ensayo en el mundo de un régimen de democracia popular, realizada sobre la base de la apertura de los archivos de la Internacional Comunista.
Ahora bien, Moa ha conseguido evitar este cerco de silencio, acentuando para ello la vertiente divulgativa y polémica de sus trabajos. No obstante, si seguimos centrados en su trilogía sobre la Segunda República y la guerra civil, la repercusión de ésta obedece, en mi opinión, a cuatro razones por orden creciente de importancia: la primera, es la claridad y consistencia narrativa, dentro de los usos de la historia política clásica; en segundo lugar, la firme convicción metodológica de que la ideas inspiran, legitiman y tienen mucho que ver con las consecuencias prácticas de la acción de los líderes políticos; la tercera, la responsabilidad de éstos por sus actos, así como por su capacidad para persuadir a sus seguidores de seguir uno u otro camino. Por último, y la más importante, la aplicación al funcionamiento de la vida política de la Segunda República de los criterios de coherencia del régimen liberal democrático.
El propio Moa expone con extrema sencillez en un reciente libro suyo de divulgación, dedicado, nuevamente, a Octubre de 1934, la clave de su metodología dentro del panorama de la historiografía española contemporánea. La suya se atiene a la lógica específica de la situación y de la acción políticas, con relación a unas determinadas pautas y valores, en lugar de quebrar el análisis político o justificar las incoherencias que se pueden detectar a ese nivel, apelando a razones socioeconómicas o de clase, a fin de relativizar lo que constituyen, en el caso de la Segunda República, violaciones flagrantes de las reglas de juego del régimen liberal democrático, que es lo que Moa entiende que hacen sus adversarios.
Según estas premisas, la doble insurrección de Asturias y Barcelona, en octubre de 1934, no fue consecuencia de una revolución preventiva ante la amenaza de un golpe fascista, sino el resultado de la deriva leninista del PSOE, con hondo arraigo en la tradición maximalista, dominante en la historia del partido, y de la deslealtad hacia la República de la Esquerra, que se puso de manifiesto tanto frente al gobierno de centro derecha, como, poco más tarde, ante los gobiernos de Frente Popular durante la guerra civil. En ambos casos, la reacción ante la victoria en las urnas de sus adversarios fue el recurso a la violencia revolucionaria por parte de republicanos de izquierda y socialistas.
Moa extrae del análisis de los acontecimientos del 34 un balance de las contradicciones de la conjunción republicano socialista que había hecho posible la República de 1931, incompatible con la idea académica de un régimen reformista bienintencionado, que trató de abrirse camino entre tensiones y violencias de distinto género (siempre comprensibles en el caso de la izquierda obrerista), pero cuya vida terminó brutalmente segada por un golpe militar injustificable. Para ello ahonda en los estragos que las distintas y enfrentadas tradiciones revolucionarias de la izquierda sembraron en la coherencia y la viabilidad de un régimen que se pretendía constitucional y democrático. A través del análisis cruzado de las memorias de los principales líderes republicanos aborda la debilidad y fracturas del proyecto republicano, carente de bases sólidas y minado por la escasa o nula estimación mutua de sus principales dirigentes.
Reitero que Moa no ha descubierto o explotado ninguna documentación desconocida hasta el momento, sino que se ha limitado a analizar la que estaba al alcance de todo el mundo, y que él ha interpretado a la luz sobre todo de las memorias de los protagonistas y los documentos internos del Partido Socialista y la Unión General de Trabajadores. Subraya así ciertas evidencias de indudable valor político, como lo inverosímil que resulta la pretendida deriva fascista de la CEDA, que si acaso pueda ser cierta en el caso de sus juventudes para la segunda mitad de 1935, difícilmente es atribuible al partido y a Gil Robles para el año 1934, entre otras cosas por las fuertes diferencias ideológicas que había entre el estatismo fascista y el corporativismo católico, diferencias que el propio Gil Robles expuso en público en varias ocasiones. Pero lo más relevante es que ni la CEDA ni los radicales aprovecharon la derrota de la insurrección de octubre del 34 para liquidar la Constitución del 31, plegándose, por el contrario, a las decisiones del presidente de la República, Alcalá Zamora, sobre todo a la de convocar unas elecciones generales anticipadas en las peores circunstancias imaginables para sus intereses. Otra evidencia no menos significativa fue la parsimonia del general Franco a la hora de decidirse a participar en la conspiración militar hasta bien avanzada la primavera de 1936, la cual, por otra parte, sólo cobró fuerza y significación cuando se incorporaron a ella una serie de generales republicanos, ajenos durante toda la República a las intrigas monárquicas.
Es necesario señalar, sin embargo, que ni siquiera en algunos de sus planteamientos más importantes la explicación de Moa es completamente original. Otros historiadores y escritores, así como algunos de los protagonistas de aquel período, ya habían explicado y demostrado algunos aspectos sustanciales de la peculiar democracia republicana; en concreto, las consecuencias del exclusivismo con que la izquierda republicana y socialista entendió el régimen, o bien subrayando la abrumadora minoría que formaban los líderes y grupos políticos que de verdad mantuvieron su lealtad hacia el sistema liberal democrático. Desde la perspectiva de las ciencias sociales, Juan Linz o Santiago Varela mostraron en su día cómo existían serios defectos en la arquitectura constitucional e institucional del régimen republicano que impidieron que funcionara como una democracia liberal. Al decisivo trabajo de Linz y Varela, se sumaron las aportaciones relevantes, de conclusiones nada ortodoxas, de historiadores como Richard A. Robinson, Carlos Seco o Stanley G. Payne.
Moa conoce y cita a algunos de estos autores, pero en general no identifica en ellos el origen de algunas de las tesis que él asume como propias. Robinson, en un trabajo dedicado a la derecha durante el quinquenio republicano, un texto que la historiografía políticamente correcta ha ignorado, puso de manifiesto hace bastante, citando abundantemente la prensa obrera, que el Partido Socialista entendió su colaboración con la democracia republicana de forma absolutamente instrumental, de tal manera que desde el mismo año 1931 dejó claro que la democracia sólo era un medio y que el fin era la revolución. Seco, en un sugerente estudio preliminar para una edición de discursos parlamentarios de Gil Robles publicada a principios de los setenta, defendió el carácter posibilista de la derecha católica organizada en torno al líder salmantino, además de poner de relieve, no el carácter supuestamente fascistoide de la CEDA, sino sus importantes esfuerzos para integrarse en un régimen que desde el momento mismo en que se aprobó la Constitución los había colocado al borde de la legalidad4. Y Payne, cuyos trabajos son más conocidos que los anteriores, publicó a mediados de los noventa un excelente balance de la historia de la democracia republicana, en el que, pese a su problemático título, planteaba cuestiones tan poco compatibles con la versión mayoritaria de la historiografía española como la escasa o nula condición moderada de la izquierda republicana liderada por Manuel Azaña.
A tenor de estos antecedentes, se equivocan algunos de los críticos de Moa que atribuyen el origen de sus tesis principales a historiadores franquistas como Joaquín Arrarás —siempre tan despreciado pero al que pocos han leído de verdad— o Ricardo de la Cierva. Lo cierto es que no sería difícil encontrar en alguno de los historiadores más conspicuos de la historiografía progresista española reciente los datos con que, por poner un ejemplo, puede demostrarse la profunda deriva revolucionaria y por tanto antidemocrática del PSOE a partir de mediados de 1933.
A fin de cuentas, a nadie se le debe escapar que una de las razones del silencio o la acritud con que se ha recibido el análisis de Moa no se debe tanto a que haya planteado algo por completo original, en desafío a las tesis mayoritarias de la historiografía española, sino más bien a la proyección política actual de un debate como este, un debate referido a la vida política inmediatamente anterior a la Guerra civil.
La Constitución de 1978 fue resultado de una voluntad genuina de reconciliación, unida a una fuerte y lúcida conciencia autocrítica sobre aquellas ideas y conductas incompatibles con la vigencia de un régimen de libertad y democracia. Fue esta conciencia, junto con el acatamiento sincero de los valores de la libertad y la democracia como políticamente supremos, lo que hizo comprender a parte importante de los comunistas que no se podía ser al mismo tiempo leninista y demócrata, mientras persuadió a los socialistas de que, desde la lealtad a Marx, no se podía competir electoralmente por el centro político. Estos fueron los elementos determinantes entonces de la reconciliación y del restablecimiento de la libertad, y no ninguna coacción o temor a estos o aquellos poderes fácticos. Hubiera sido inconcebible en aquellas condiciones, por otra parte, que el centro derecha hubiera mantenido veleidades corporativas, o que hubiera hecho depender la legitimidad del orden político de la confesionalidad del Estado.
Con referencia a ese bagaje autocrítico, las obras de Moa pueden resultar polémicas, pero no execrables. Por el contrario, si suponemos que la democracia liberal regía la vida española en 1936, que ésta fue arbitrariamente abortada por un golpe militar, y que, por tanto, debemos reemprender la marcha, casi setenta años después, a la altura del 16 de febrero de 1936, de forma que sólo los herederos del Frente Popular están legitimados para gobernar la democracia, entonces puede argüirse y se arguye que las obras de Moa constituyen una provocación intolerable. Y no sólo las de Moa, sino las antes citadas, cuyos planteamientos este autor corrobora y continúa. En nuestra opinión, sin embargo, hay dos afirmaciones de una autoridad veterana en estos temas que no han sido desmentidas hasta el momento. La primera es, según Payne, que la de Moa representa una revisión de primera magnitud del proceso político entero de la Segunda República y la guerra civil. La segunda es que el menosprecio llevado al extremo de considerar impronunciable su nombre no equivale a una refutación bien fundada. A este respecto, el único intercambio de argumentos fundados, y no sin acritud, sólo se ha producido entre Moa y Moradiellos5. Mínima expresión de lo que hubiera podido ser un gran debate sobre las raíces —o ausencia de ellas— de nuestra democracia.
NOTAS
1 Estoy muy agradecido a Manuel Álvarez Tardío por la lectura atenta de este comentario y las valiosas sugerencias que me ha hecho.
2 En «De un tiempo de un país». La izquierda violenta (1968-1978), Madrid, Editorial Encuentros, 2002, escribe Moa: «Tardé tiempo, como de costumbre, en entender la extraña estabilidad de un régimen tan atípico en la Europa posterior a la Guerra Mundial (…). Ya intuía la causa de ello en 1981, pero fue al investigar sobre la república y la guerra cuando percibí cómo el franquismo nació de la quiebra total de un experimento histórico, la II República, combinación de recetas jacobinas y revolución social» (p. 316). 3 Sobre el antifascismo y la «mentira heroica», además del propio Furet en Le Pasé…, v. Paul Johnson, Tiempos difíciles, Buenos Aires, Javier Vergara editor, 1988.
4 Seco Serrano, C. (1971): «La experiencia de la derecha posibilista en la II República Española», estudio preliminar en José María Gil Robles, Discursos parlamentarios, Madrid.
5 Enrique Moradiellos inició la discusión con las tesis de Moa en Revista de Libros, con la recensión conjunta en el n.º 61, de enero de 2002, a los libros El derrumbe de la Segunda República y la guerra civil, de Pío Moa, y Guerra y vicisitudes de los españoles, de Julián Zugazagoitia, reeditado por Tusquets y prologado por Santos Juliá. Pío Moa le contestó en una larga carta al director de la misma revista publicada en el número 65 de mayo de 2002. La discusión entre Moa y Moradiellos se cerró con una carta de este último publicada en el número 66, de junio de 2002. Tiempo después, y ya aparecido el libro de Moa, Los mitos de la guerra civil, estos dos autores volvieron a sostener una discusión pública mucho más copiosa y provechosa en las páginas de la revista digital El Catoblepas (edición digital en www.nodulo.org/ec/2003/n014pl4.htm y www…/n015p11.htm). El principal asunto del debate entre ambos autores fue la intervención extranjera en la guerra civil, y vino provocado por un artículo inicial de Antonio Sánchez Martínez titulado «Pío Moa, sus censores y la Historia de España».
BIBLIOGRAFÍACourtois, Sthéphane, Werth, Nicolas, et al., Le livre noire du communisme. Crimes, terreur, répression. París, Robert Laffont, 1997. (Hay versión española en Planeta-Espasa). De Felice, Renzo, Rojo y negro, Barcelona, Ariel, 1996; Id. Mussolini l’alleato. II. La guerra civile 1943-1945, Turín, Einaudi, 1997. Furet, François, Le passé d’une illusion. Essai sur l’idée communiste au XXe siècle, PAris Robert LAfont-Calmann-Lévy, 1995. (Hay versión española en E.C.E). Furet, François, La vévolution à debat, Gallimard, 1999. Furet, François, Ernst, Fascisme et communisme, Plon, 1998. |