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España es un país de contrastes. Al recorrer nuestra geografía encontramos paisajes desérticos cerca de fértiles vegas, zonas desoladas y bosques de ensueño, llanuras que parecen infinitas y montes de considerable altura. Esa geografía parece haber moldeado, de algún modo, el carácter de los españoles; somos un pueblo vehemente, que tiende a resolver los problemas sociales más con el enfrentamiento que con el acuerdo.
Un pueblo que no era monárquico —tampoco era republicano— participó en pleno siglo XX en la restauración de una monarquía, herencia de un régimen autoritario. Una gran parte de la sociedad española había hecho su transición política, desde el punto de vista cultural, a lo largo de los años sesenta y primeros setenta. Sobre todo, esa sociedad no quería otra guerra civil. Especialmente no la deseaban aquellos que la habían vivido.
¿Quién era el nuevo rey? Pertenecía a la dinastía histórica y a la vez era heredero del régimen político de general Franco. Esta realidad había comportado algunas decisiones. El príncipe quebró la continuidad dinástica en 1969; aceptó ser sucesor del general Franco. Juan Carlos intentó convencer a Juan de Borbón, su padre, de que la única posibilidad de restauración de la monarquía estaba en él. Franco había desechado a don Juan desde 1948. No podía negarse a aceptar el nombramiento de Franco; si lo rechazaba ninguno de los dos sería rey. El riesgo de educarse en España había facilitado la decisión de Franco. Un príncipe silencioso había desarrollado una notable inteligencia política y conocimiento de las personas.
Don Juan Carlos, poco tiempo después de jurar las leyes del Reino como sucesor del general Franco, respondió a López Rodó: «No me he comprometido a nada». Torcuato Fernández Miranda, su mentor político, le había mostrado cómo las leyes del régimen regulaban la posibilidad de su reforma. A partir de 1969 el príncipe Juan Carlos comenzó a lanzar mensajes de diversa intensidad: España viviría en democracia cuando él fuera rey, ya que deseaba ser rey de todos los españoles.
Al comenzar su reinado convocó a los españoles a un proyecto de concordia nacional. La transición se inició de forma efectiva a partir del primer gobierno de Adolfo Suárez. El objetivo era unas elecciones constituyentes y preparar una Constitución. Se puede decir que el Rey puso en juego la monarquía. La historia no estaba escrita, y existía la posibilidad de una mayoría republicana. No fue así, y como ningún partido tuvo mayoría absoluta la Constitución se configuró por medio de consensos y «echando al olvido» el pasado.
La ausencia de dirección política en el partido de gobierno —una unión de partidos centristas—, la crisis económica, la aplicación de los estatutos de autonomía, y la fractura en el orden público —un terrorismo desbocado— crearon malestar en la gran mayoría del Ejército. El precipitado golpe militar del 23 de febrero impidió la acción institucional del Ejército que deseaba un gobierno de unidad nacional. El Rey midió con maestría los tiempos de la tarde y noche de ese día. Ningún capitán general se unió a Jaime Milans del Bosch, capitán general de Valencia, y el golpe había fracasado en la madrugada del 24.
Un intento de golpe militar asentó la democracia en España. El partido de centro estaba roto, ya solo cabía esperar una nueva mayoría parlamentaria.
El triunfo electoral del PSOE en las elecciones de octubre de 1982 hizo posible la alternancia política. El acomodo entre el Rey y Felipe González, presidente del Gobierno, hizo patente que el papel del Rey era el que le asignaba la Constitución. Su posibilidad de influencia dependía de su autoridad política moral, que era mucha.
España se incorporó en 1986 a la Comunidad Económica Europea con los consiguientes años de prosperidad, a la vez que el prestigio del Rey y el buen hacer de la diplomacia española impulsaba las relaciones del Reino de España con la naciones de Iberoamérica. La primera cumbre de naciones de Iberoamérica se celebró en 1991.
El tiempo pasa inexorablemente. Felipe, príncipe de Asturias, cumplió 23 años en 1991. Su formación había seguido en algunos aspectos la trayectoria de su padre. La Reina afirmó que un acierto del general Franco fue hacer del príncipe Juan Carlos un militar. Al comenzar su reinado era capitán general de los tres Ejércitos.
Felipe viajó por algunas naciones de la América española en 1991. Se le recibió con honores de jefe de Estado. El Rey, en círculos reducidos, hizo saber que no le gustaría que ese modo de ser tratado se le subiera al príncipe a la cabeza. El Rey pudo tener la preocupación de que el príncipe de Asturias fuera un instrumento para forzar una abdicación. Pero esa preocupación era más el eco del pasado que una realidad con fuerza política.
Un hecho que ha gravitado sobre el Rey era el recuerdo de Alfonso XIII, su abuelo, que en el exilio se encontró en una situación económica difícil. Juan Carlos I comenzó a tener un patrimonio desde 1974. Su patrimonio actual no es público, aunque parece que tiene alguna importancia. Quizá le ha faltado —ante la crisis económica actual— la visión desprendida de Alfonso XIII, que con su patrimonio personal contribuyó a la modernización industrial y financiera de España.
Se suele hablar de la familia real y es en este entorno, en el que el viento de la historia, que tan favorable ha sido al Rey, se convirtió en tormenta. El fracaso del matrimonio de la infanta Elena —en mi opinión, la persona de la familia real que más dignamente se comporta—; el aprovechamiento de Iñaki Urdangarín de su condición de yerno del Rey para negocios ilícitos, y la mujer elegida por el príncipe de Asturias como esposa, que entonces no gustó al Rey. Como en todo matrimonio, en el del príncipe habrá discusiones y enfados. No obstante, en mi opinión, es mucho lo que puede hacer la prensa, las tertulias de la radio, las televisiones, para ayudar a hacer más firme el compromiso de esos esposos. No es razonable que un periodista tenga como objetivo dinamitar el matrimonio entre los príncipes de Asturias.
Quizá doña Leticia debería recordar aquellas palabras que la reina Victoria Eugenia dijo a la entonces princesa Sofía: «En España vas a sufrir mucho». Lo había experimentado en su propia carne. Una princesa de Asturias no tiene derecho a poner una mala cara, o a enfadarse en público. Quizá, más exactamente, no tiene derechos. No es una funcionaria que busca un largo fin de semana; aunque necesita dedicarse a su marido y a sus hijas, y en ellos encontrar su descanso, con una actitud de correspondencia por parte de Felipe.
El Príncipe ha sabido estar en su sitio y tiene una capacidad de gobierno notable. Además, ante el Estado de salud del Rey, el príncipe de Asturias cumple una gran parte de las funciones representativas de este; de modo especial ante las unidades de las Fuerzas Armadas.
A veces se pregunta: ¿tiene que abdicar el rey?, y ¿tiene sentido la monarquía?
El Rey tiene un gran capital político: es el mejor garante, por su capacidad de diálogo, de la unidad de España; tiene autoridad internacional, y es un gran embajador y hombre de negocios para España…, ¿es posible que el rey abdique? Esa sombra planea sobre la Zarzuela. Beatriz de Holanda y Alberto, rey de los belgas, abdicaron en 2013.
No, el Rey no puede abdicar, cuanto menos, por tres motivos: mientras Cataluña sea un problema vivo, hasta que la infanta Cristina deje de estar imputada y hasta que tenga seguridad de que la princesa de Asturias va a comportarse —en su día— como una reina.
El Rey puede reinar desde una silla de ruedas, igual que Schäuble dirige la economía de Alemania y Europa. No obstante, el Rey puede empezar a perder lucidez mental. No conviene un rey que se arrastre en una silla de ruedas. Urge desarrollar el artículo 57.5 de la Constitución, que prevé una ley orgánica para regular las abdicaciones y renuncias.
¿España está preparada para una abdicación? Si afirmamos que no, decimos que no estamos preparados para ser una democracia. Lo capital no son las personas, sino las instituciones, aunque Juan Carlos ha tenido que inventarse una forma de ser rey. Treinta y ocho años de democracia ante problemas gravísimos, y poco a poco todos superados, merecen mucho respeto.
Se abre ahora la pregunta ante el futuro: ¿desde un punto de vista racional, la monarquía no tiene justificación? Si todos los españoles somos iguales ante la ley una persona no puede ser Jefe del Estado por ser hijo de su padre. Sin embargo, las monarquías sobreviven. Recuerdo un extraordinario artículo de José María de Areilza en el que hablaba del valor simbólico de la monarquía. Un número muy elevado de familias desea ver una familia real unida y feliz, una familia un poco lejana y a la vez muy próximos a ellos, y que viven sin ostentación, aunque se comporten con la dignidad de la realeza.
La monarquía se justifica por su servicio a la sociedad. Hoy se puede decir que no hay persona física o moral con patrimonio que no tenga una fundación, ONG, institución, para ayudar a los necesitados en múltiples facetas de la vida. Todo compromiso de las personas de la familia real en este sentido será apreciado por los españoles.
Servicio a España. Parece razonable hablar de la Reina. ¡Qué poco diré! Y cuánto debería decir. Las palabras de la reina Victoria Eugenia se han cumplido; su gran alegría es el príncipe Felipe, el amor a sus hijas y a sus nietos, su afecto sencillo y dolorido al Rey. Sabino Fernández Campos decía: «¡Cuántas veces he visto llorar a la Reina! Sin embargo, siempre ha estado en su sitio: con una sonrisa, con un beso, con una pregunta oportuna ¡Qué bien pregunta la Reina!, con unas lágrimas ante el féretro de don Juan, con las caricias a un niño».
¿Hay que justificar la monarquía? Puesto que existe, pervivirá por su capacidad de mantener la unidad de España, de ser ejemplo de vida —su vida es toda como en un escenario: las paredes de palacio son transparentes—; por su sobriedad: somos un pueblo que aguanta muy mal la riqueza de los poderosos mientras otros sufren. Enrique Tierno habló a finales de los cincuenta de la monarquía funcional. Su función era contribuir a que España se gobernara democráticamente. Un conocido jurista ha escrito que la monarquía se justifica por su capacidad empresarial en el ámbito internacional. Pienso que más bien su función es compartir con todos los españoles sus alegrías y sufrimientos.
Desde hace algo más de un año el Reino de España vive como una monarquía dual. El Rey tiene una capacidad de movimiento limitada. El príncipe de Asturias le sustituye en todo lo que no es estricta función del Jefe del Estado. Se ha abierto un campo de acción para el príncipe de Asturias. Vive como si fuera rey sin serlo. Su vida es como «un caso» de las escuelas de negocios. No puede errar muchas veces. Es razonable que actúe bien ante tres cuestiones fundamentales: no tener prisas en ser rey —es decir, no contrariar a su padre—; ayudar con sugerencias —sin imponer— a la princesa de Asturias a ser «Alteza real» y «no persona privada», y conocer a fondo y servir a todos los españoles.
En una sociedad cuya mayoría rechaza los compromisos definitivos, debo hacer una precisión. Me reclamo de esa tradición anglosajona que tanto llamó la atención a Alexis de Tocqueville en su viaje por los Estados Unidos. Su fineza de espíritu se sintió atraída por la importancia que daban los norteamericanos a la armonía conyugal. Un político recibía alabanzas por su fidelidad matrimonial. Era evidente a ojos norteamericanos que esa lealtad privada comportaba que no robaría a la sociedad a la que servía, ni mentiría a sus electores y en el desempeño de su cargo público.
Es decir, tres grandes virtudes públicas: veracidad, honradez y lealtad.