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¿Qué uso realizamos del término «intelectual»? ¿Cuál es su función y qué rasgos deben caracterizar al intelectual en nuestros días? El autor reflexiona sobre ello, sin perder de vista los problemas que, en este sentido, plantea el nacionalismo.

1 • Más que el encabezamiento de un género lógico, el término «intelectual » parece un baúl de sastre. Se ve en las campañas electorales. Los periódicos publican las consabidas listas de intelectuales que apoyan a tal o cual opción. Los contingentes pertenecen a las especies más diversas: actores, directores de cine, periodistas, cantantes,  profesores, pintores, abogados, arquitectos, filósofos, humoristas, diseñadores… ¿Cuál es el rasgo común de tan variadas especies? Tal vez la dedicación al entretenimiento y al aleccionamiento. Las fronteras entre estas dos actividades se han vuelto borrosas. ¿Pero qué pasa cuando la gente se acostumbra a que la enseñanza le venga dada en forma de entretenimiento y sólo en forma de entretenimiento? ¿No se inhabilita para conocer a fondo? Pues el conocer a fondo está reñido con el entretenimiento. Exige esfuerzo.

2 • Cuando se dice que algo es muy intelectual —«es un artículo muy intelectual», «un poema muy intelectual», «un punto de vista muy intelectual»—, se da a entender que ese artículo, ese poema, ese punto de vista es una composición artificiosa, un mecanismo, cultura fosilizada, algo que está fuera de la realidad.

3 • ¿Y si oímos decir, probablemente con un tono burlón, «Juanito es el intelectual de la familia»? ¿No equivale a «Juanito tiene la cabeza llena de teorías que ha sacado de los libros, no de la realidad»? Lo que viene después se sobrentiende: «A Dios gracias, sus hermanos han salido hombres de provecho».

4 • Un grupo de adolescentes se encuentra en una zona donde abundan los locales de diversión. Es la tarde de un viernes. Mientras esperan, una chica dice a un chico: «Tú eres un intelectual». El interpelado reacciona asustado, con rapidez: « ¡Qué va! Yo no soy nada intelectual». El grupo trata de forma jocosa el asunto. Era como si la chica hubiera dicho: «Eres incapaz de enfrentarte a las cosas como son, te refugias en una choza hecha con retazos de papel».

5 • Con los términos intelectual o muy intelectual se da a entender también que las personas o cosas a los que se aplican muestran una cierta habilidad de tipo especulativo, lecturas, tal vez originalidad, pero, al mismo tiempo,  inconsistencia, falta de comprensión profunda. Y esto es lo chocante, que lo intelectual se vea en oposición a lo que es la función más característica del intelecto: entender. O sea, que el intelectual no entiende, pero maneja las palabras como si entendiera. Es alguien que utiliza procedimientos formalmente relacionados con el conocimiento de las cosas, pero no para entenderlas, sino para entretenerse con ellas, para entretener con ellas. Lo que explica que se pueda meter en un mismo saco a un cantante y a un filósofo, a un actor y a un profesor de sociología, a un humorista y a un ensayista.

6 • El uso del término parece demostrar poco aprecio. Pero ¿qué ha hecho el intelectual para que se le trate así? Pues ¿no es la función intelectual la más elevada? ¿No depende de ella el uso correcto de las demás funciones humanas? ¿Qué ha pasado para que el término por el que se designa al representante de esa función se haya degradado?

7 • Aunque sea la más elevada, la función intelectual no es la única. Ahí está la función económica, con la que se subviene a las necesidades y apetencias a cambio de un beneficio. El agente económico también quiere entender las cosas, pero es una inteligencia supeditada a lo económico. Dígase lo mismo de los políticos. También ellos quieren entender los de seos, las aspiraciones, los prejuicios de los ciudadanos, pero se trata de una inteligencia subordinada a los objetivos políticos, y con frecuencia se ve que periclita cuando se sienten seguros en el gobierno. Igualmente, el artista hace uso de sus facultades intelectivas, pero no por mor del conocimiento, sino para despertar ciertos sentimientos. Los medios que utiliza con ese fin no pueden ser más variados, desde un chiste hasta un soneto de Góngora.

8 • Si algo justifica al intelectual es que sea capaz de decir la verdad o que, al menos, le guíe el afán de descubrirla. De lo contrario será algo así como una planchadora que usa la plancha para quemar la ropa. Para decir la verdad se tienen que dar algunas condiciones: desinterés e investigación. Por desinterés quiero decir que el intelectual ha de estar ante todo interesado en entender las cosas con la mayor objetividad. Cuando ese interés se supedita a otras formas de interés, se convierte en un comerciante, en un viajante de opiniones, de «objetos intelectuales». Creo que es ésta la idea que la gente se ha formado del intelectual: la de un viajante de «objetos intelectuales». ¿Y qué es un objeto intelectual? Por lo general, una ristra de palabras que suenan bien o, si se prefiere, un collar de palabras brillantes que se cuelga al cuello.

9 • Investigar un asunto es observarlo de una manera sistemática, razonada. Si se tiene la intención de observar, uno debe colocarse en la situación más favorable para recibir ciertas impresiones, a fin de poder describirlas (L. Wittgenstein). Hay que evitar las interferencias: sí interfieren los intereses políticos, ¿no se corre el riesgo de volverse un propagandista? ¿No se acaba haciendo del pensar una forma del combatir, no del entender? Y si interfieren los intereses comerciales, ¿no se acaba siendo un vendedor de jirones de lenguaje, un zurcidor de citas y pensamientos que ni siquiera ha pensado uno mismo?

10 • ¿Y si se rebajan los criterios de valoración? Entonces el intelectual se convierte en un vulgarizador: dice lo que todo el mundo piensa. Construye marcos brillantes para cuadros vulgares.

11 • Y debe haber coherencia entre lo que piensa y lo que dice, y entre lo que dice y lo que hace. Si lo que dice no es lo que piensa, tenemos al ocultador, al maquillador del pensamiento, al simulador. Ser intelectual a la vez que simulador es una contradicción. Es querer ser oro de ley y oro de imitación a un tiempo. ¿»Y si lo que hace no es lo que dice? Entonces tenemos un abanico que va desde el hipócrita hasta el cínico. La discrepancia entre lo que se dice y lo que se hace es muy común entre los intelectuales. A algunos los vemos predicar contra el capital, contra el imperio del dinero, contra el Estado y, al tiempo, solicitar al Ministerio, o a las fundaciones culturales de los bancos, ese dinero tan abominado. «Pero es que son dos cosas distintas. Una es lo que se hace y otra es lo que se dice», me dijo alguien una vez. « ¿Crees entonces que es lícito decir una cosa y hacer otra?», pregunté. « ¡Pues claro que sí!». Según mi interlocutor, se podía clamar contra los parásitos y vivir como un parásito; clamar contra los bancos y beneficiarse de sus ayudas. Pero si no hay una coherencia entre lo que se dice y lo que se hace, ¿qué valor tienen las palabras? Es extraño que haya intelectuales que no entiendan que el lenguaje es algo que se hace, está íntimamente conectado con el gesto, con los actos, con la vida, y que si al lenguaje se le amputa de la acción, si se le transforma en mero «objeto lingüístico», o sea retórico, se corrompe la inteligencia. Pues si algo se le debe pedir al intelectual es que no pierda de vista las relaciones, las conexiones que se dan entre las cosas. Entender algo es ver las relaciones de ese algo, descubrir las conexiones que ese algo tiene con las demás cosas. Las palabras sólo significan en conexión con la acción, con la vida.

12 • Hace unas semanas encontré un buen ejemplo de esta incoherencia en un artículo donde el firmante clamaba, en forma de panfleto intelectual, contra la Ley y el Estado, contra el Capital y la Propiedad Privada, y animaba a la gente a practicar la «okupación». Ese era el argumento: hay que «okupar» las casas que sus dueños no ocupan. ¿Por qué —me dije— el autor del artículo no ha rematado su arenga dando la dirección del piso de lujo que tiene pero que no ocupa en Madrid, el chalet de lujo que tiene pero que no ocupa en la Sierra, la casa que tiene pero que no ocupa en el pueblo? ¿No dice a todo el mundo que sus dos hijos no quieren ir a esas casas ni ahorcados? ¿Es que lo que realmente predica es que se «okupen» las casas de los otros? ¿O será que quiere dejar una puerta abierta, por si se ve urgido a valerse de la «okupación» para saciar su voracidad domiciliaria? Había que estar sordo para no darse cuenta de que todo era falso en el artículo.
Sonaba a puro hueco. Si el autor hubiera puesto sus casas no ocupadas a disposición de los «okupas», seguro que no habría escrito el artículo. Comportamientos como éste se dan no sólo porque hay intelectuales incoherentes, sino también porque el lector se ha vuelto sordo a los matices. Y se ha vuelto así, en buena medida, porque se le ha ensordecido con carretadas de ruido.

13 • Hablemos de uno de esos ruidos, del ruido atronador que hacen los nacionalistas. Es un ruido que, además de ensordecer, ha dejado mudos a muchos intelectuales.

14 • Hay algo en los nacionalistas que los lleva a la destrucción de la nación que dicen amar. Se podrían dar muchos ejemplos. El más conocido es el de Hitler, pero ahí están también los Balcanes, África, el Asia central. Y es el caso de Stalin y sus sucesores, cuyo comunismo era en gran medida nacionalismo. ¿Cómo es posible que el que proclama que lo que más quiere es su nación sea, al mismo tiempo, el que la lleve a la ruina? ¿Es porque el nacionalista está enamorado de una fantasía, de un mito? Nada lleva más deprisa a la destrucción que una pasión ciega. Destruye porque se engaña.

15 • Lo malo no es que el nacionalismo sea un sentimiento (¡pero qué clase de sentimiento!), sino que al mismo tiempo pretende ser una doctrina. Una doctrina —como todo lo que pertenece al entendimiento— es algo frío; y está bien que lo sea; así es más fácil corregir los fallos. Pero cuando una doctrina se enroca en un sentimiento y el sentimiento se vuelve una pasión, la doctrina es un lastre para el entendimiento. No sólo se bloquea la posibilidad de entender, sino que se pierde la sensación de que se puede estar equivocado.

16 • Aceptemos, a título de hipótesis, el «derecho de autodeterminación», es decir, el derecho de secesión para constituir un nuevo Estado. La primera cuestión que surge es: ¿hasta dónde se debe aplicar? Supongamos que, usando ese derecho, una comunidad se independiza y constituye el Estado comunidad N. Ahora bien, en virtud de las mismas premisas, las provincias que componen el Estado-comunidad N deberán tener el derecho de  secesionarse para formar nuevos Estados-provincia N’. Y en razón de ese mismo derecho, se debe admitir igualmente que los municipios de cada uno de los Estados-provincia N’ puedan formar nuevos Estados-municipio N». Y así ad infinitum (barrio, calle, inmueble, piso, etc.).
El nacionalista replica: «Sólo acepto el primer paso, los otros no». «Dame alguna razón». «La Historia», dice con énfasis. « ¿O sea que, según tú, se debe imponer a los hombres de ahora, que realmente viven, tu interpretación nacionalista de lo que quisieron sus antepasados».

17 • Si este diálogo se tiene con un nacionalista «eusquérico» no le contestaría por mi cuenta, sino con palabras de Paulino Garagorri, que dice sobre el País Vasco:
«El rasgo llamativo de su historia «interna» será, precisamente, la independencia de esas comunidades en que se formalizan sus elementos  componentes. Esta diversidad se definirá ostensiblemente al relacionarse con el dominante poder de Castilla: tanto la Hermandad Guipuzcoana —o Reino de Guipúzcoa— como el Condado de Álava y el Señorío —o Condado— de Vizcaya, que son las singulares formas con las que esas comunidades emergen definitivamente, se incorporan a Castilla conforme a sus aisladas trayectorias iniciales, y asegurándose el respeto a sus particulares y diversos Fueros, en los años 1200, 1332 y 1379, respectivamente. Testimonio de esa básica y constante diversidad es el hecho de que la historiografía es diferencial, en obediencia al curso de los hechos conocidos, y que existen considerables «Historias» de Álava, Guipúzcoa y sobre todo Vizcaya, pero no del conjunto. […] Así, pues, desde el punto de vista político e institucional parece probarse que la comunidad de los que con un nombre común reciente hoy llamamos vascos no ha existido como conjunto homogéno ni —grave prueba de ello— alcanzó a obtener ni atribuirse siquiera un singular nombre colectivo, según por fuerza ocurre a todo grupo que delata su singular y colectiva presencia. El término más tradicional y usado para denominar a las tres provincias es el plural de «vascongadas», y por ese intermedio el de vascongados a sus naturales. La voz «vascos» se ha introducido —al parecer— como un advenedizo galicismo cuyo uso, sin embargo, se ha impuesto y es fuerza aceptarlo, conforme lo ha hecho el Diccionario de la Real Academia Española, aunque su equivocidad favorece malentendidos y da por resuelto lo que constituye una compleja cuestión. Y a su reciente extensión obedece la del nuevo topónimo País «Vasco». […] El inveterado particularismo. de los vascos ha repelido la preterición o absorción de sus distintas denominaciones históricas bajo el manto elástico de una de ellas. Entre otros muchos, el P. Larramendi protestó del hecho con singular insistencia: «No son más distintas Castilla, Aragón y Navarra que lo son Vizcaya, Guipúzcoa y Alava en sus límites, en sus fueros, en su gobierno y aun en su lenguaje» […], escribe en 1756. […] Incluso la tendencia llamada «nacionalista vasca» brotó de un estricto «bizcaitarrismo»: el texto inicial de Sabino Arana se denomina Bizkaya por su Independencia (1892). Sólo más tarde, para unificar nominalmente a una región vasca por él definida fabricó el neologismo «Euzkadi», pero ello era sin mengua de sus particulares autonomías. […] ¿Es la lengua un vínculo común que unifica sus partes? […] El vascuence se halla de hecho fraccionado en dialectos cuya diversidad impide la relación oral entre los usuarios de algunos de ellos. […] Los lingüistas señalan hasta ocho dialectos —vizcaíno, guipuzcoano, dos en Navarra, labortano, suletino y dos en la Baja Navarra— reductibles a tres y, simplificando las diferencias, a dos más estancos: el vizcaíno por un lado y los restantes por otro».
Pero todavía más importante es que «en el exterior del territorio, y aún en el interior, la actuación colectiva de los individuos [vascos] procedía vinculada estrechamente a empresas más generales y sus motivos de autoafirmación se inscribían en el «nosotros» de los españoles». De ahí que: «La hipótesis de supeditar la unidad vasca al terreno de una patria política sería algo pueril, más propio de pueblos ex coloniales y subdesarrollados —como los que hoy se afanan en conseguir elevar la cifra de «naciones» representadas en la ONU—, que de esa activa y relevante parte de España y de Europa que es nuestro País Vasco, y que ya tiene bien ganado su puesto en la Historia universal».
El corolario es claro: al tergiversar la historia, el nacionalista demuestra que antepone sus fantasías y mitos a la historia. Más: demuestra que odia esa historia, porque no se adapta a sus fantasías. Si verdaderamente amase la historia de su pueblo, la aceptaría como es. ¿Ha de extrañar entonces que el nacionalista lleve a la ruina a aquello que dice amar? ¿Cómo va a ser de otro modo, si confunde el significado de amor con el de obsesión, si para él todos los vascos que a lo largo de los siglos se han sentido integrados en la historia de España y han dado a ésta una buena parte de su esplendor —en lo intelectual, en lo político, en lo económico—, deben ser tachados de eusquéricos renegados, de «herejes», de malos vascos?

18 • Todavía hay que considerar otro aspecto, tal vez el principal. Vayamos al inicio del proceso de  autodeterminación. Los ciudadanos de N provincias de un Estado se independizan y constituyen el Estado N. Lo hacen porque se sienten diferentes (de lo contrario no habrían usado el derecho de autodeterminación). Una vez constituido el Estado N, ¿qué suerte les espera a los que no se sienten como ellos? Supongamos que no se les permite que sigan el proceso de autodeterminación que daría lugar al Estado N’. En ese caso, la única salida es obligarles a sentirse igual que ellos. Este es el núcleo del totalitarismo. La utilización del llamado derecho de autodeterminación porque uno se siente diferente lleva al enfrentamiento civil o al sometimiento.

19 • Demos un paso más. Supongamos que ya tenemos el Estado Nacionalista constituido. Por su propia naturaleza se compone forzosamente de dos clases de individuos. La primera la forman aquéllos a los que no se tolera que puedan tener otros sentimientos nacionales, o sea, aquéllos que no quieren canjearse con las «señas de identidad» nacionalistas. Su servidumbre es sólo relativa, pues ven que deben oponerse. La esclavitud de la segunda clase es mucho más grave: están esclavizados por unas ideas, por una pasión, por su propia cerrazón.

20 • Como los abusos, que se producen y se reproducen porque no se les denuncia y no se les hace frente, así el nacionalismo existe y prospera por la pasividad de los que lo padecen. Aquí deberían decir algo los intelectuales, sobre todo, los especializados en la denuncia.

21 • «Exijo —vocifera el líder nacionalista— que se reconozca que España es un Estado plurinacional». « ¿Por qué?». «Porque mi comunidad y otras comunidades son naciones». « ¿Cómo lo sabes?». «Voy a dejar a un lado la Historia. Lo sé porque a los partidos nacionalistas de mi comunidad nos vota un cuarenta por ciento del electorado». « ¿Y a quién vota el otro sesenta por ciento? A partidos que consideran que España es su nación, ¿no? Entonces, si exiges que España sea reconocida como un Estado plurinacional, por lo mismo debes exigir que se  reconozca a tu comunidad como una comunidad plurinacional. ¿O es que lo que vale para los otros no vale para ti?».
Es curioso que la prensa se haga tan a menudo eco del eslogan nacionalista: «España es un país  multinacional», pero no se pare a pensar que todavía es mucho más verdadero (desde las propias premisas del nacionalismo) que «Cataluña es un país multinacional». Si vale para España lo de ser «multinacional», con más razón vale para Cataluña. En el caso de España sólo una pequeña fracción, que no llega al ocho por ciento del censo, se siente de una nación diferente de la española; en cambio, en el caso de Cataluña, al menos el cincuenta por ciento se siente de nacionalidad española. Pero insisto en que querer hacer de las cuestiones políticas asuntos emocionales es como jugar con una bomba como si fuera una pelota.

22 • «Exijo —vocifera el líder nacionalista— que se suprima el Ministerio de Cultura del Gobierno de España». «Olvidas que no tienes competencias legales para decir al Gobierno de España cuáles y cuántos han de ser sus Ministerios. Es como si yo exigiese a la Luna que se alejase cien mil kilómetros de la Tierra». «Aún así exijo que se suprima el Ministerio de Cultura». «Pues aplícate el cuento».

23 • El caso de los niños díscolos, de esos niños rebeldes y consentidos que no atienden a razones, que se enfurecen si no se hace lo que ellos quieren. Si, para que no se enrabieten, se les da todo lo que piden, se los transforma en pequeños tiranos. Toda la familia se convertirá en rehén suyo. Y no por eso se conseguirá que se vuelvan razonables. Todo lo contrario, se acostumbrarán a satisfacer sus caprichos con las artes que caracterizan al   extorsionador, al chantajista, al matón.
Si la pedagogía que se utiliza con el niño consentido es la del castigo y la violencia, sólo se conseguirá que para él el único valor sean la fuerza y la violencia. Con el tiempo tendrá uno de esos caracteres que se muestran duros con los inferiores y rastreros con los superiores.
Sólo parece haber una pedagogía posible. Evitar que el niño consentido se salga con la suya cuando utiliza la violencia y, simultáneamente, hacerle ver que sigue un camino equivocado. O también: hacerle ver que la verdadera víctima de su violencia es él mismo. Hacerle entender esto es esencial. Debería ser un tema más frecuente entre los intelectuales.
¿Pero qué pasa si los padres dan plenos poderes a un preceptor y éste consiente al niño todos sus caprichos y, cuando a los once años se ve que el niño es todavía más rebelde, le dan todavía un plazo de cuatro años para que lo enderece? ¿Qué hay que pensar si a los dos años y medio el preceptor tira la toalla, y dice entonces: «Es un niño imposible, pero si me dais veinticinco años más….»? ¿Cabe esperar que el niño mejore si los padres lo confían a un nuevo preceptor más responsable, pero le ponen la condición de que atienda a los consejos del antiguo y de que lo enderece en un par de años?

24 • El tirano ha llegado a serlo porque él mismo está tiranizado por sus impulsos irracionales. Cuando esos impulsos adquieren rango de doctrina, entonces tenemos al fanático. Pero lo que sostiene en el poder a estos sujetos no es ni su tiranía ni su fanatismo, sino el que no se les haga frente, con inteligencia.

25 • La ira, la furia es un movimiento ciego, irracional. No se la debe confundir con la firmeza. La firmeza se da cuando la ira se supedita al entendimiento legal de las cosas, al conocimiento.

26 • Las reivindicaciones de los nacionalistas son como un individuo que está dentro de una habitación sin ventanas pero con una puerta, y que grita que está encarcelado porque no puede salir por la ventana. Si entonces se le dice: «Pero basta con que abras la puerta», el individuo contesta: «Para mí «salir de esta habitación» es «salir por la ventana»». El problema está en que no ha aprendido a usar las palabras. ¿No podría enseñárselo el intelectual?
Otro ejemplo de uso incorrecto del lenguaje. El individuo N, que se siente secundado por M, ha matado a muchos individuos Z, y es sólo cuestión de tiempo el que elimine a todos los individuos Z. Cuando se le dice a M que haga algo para impedir los desmanes de N, M contesta: «Lo arreglaré». « ¿Cómo lo vas a arreglar?». «Muy fácil. Ato a los individuos Z, y que lleguen a un acuerdo con N». « ¿Pero qué acuerdo?». «N me ha asegurado que si los individuos Z le dan toda lo que les pida, en vez de matarlos sólo les cortará los brazos». No es que M y N sean irracionales; son antirracionales. Lo antirracional es el núcleo de lo macabro.

27 • Uno de los ingredientes típicos del nacionalismo es el desprecio de la verdad o, para ser más exactos, la supeditación del conocimiento a una pasión, con la consecuencia de que el conocimiento ya no es un valor por sí  mismo. Pero el nacionalismo no es sólo eso: es la construcción de una doctrina sobre esas bases.

28 • El fanatismo es una enfermedad difícil de curar. Ocurre como con los que sufren delirio persecutorio. A cada paso ven indicios (evidentes para ellos y sólo para ellos) de que se les persigue: si alguien dice una frase dura, esa frase va dirigida a él; si esa misma persona le trata con dulzura, esa dulzura encubre las más perversas intenciones. En fin, todo lo interpreta de forma que sólo una cosa queda intacta: su delirio persecutorio. El delirante piensa mal, interpreta mal las cosas. Razonar con él suele ser inútil. La única terapia consiste en que los que lo rodean piensen a derechas, interpreten con corrección las cosas, obren coherentemente con lo que piensan, y que el delirante lo vea.

29 • Un Estado no puede utilizar las emociones como sillares de un edificio político. ¿Qué sería de las leyes si sólo fuesen emociones? Nada estaría garantizado. Sería el imperio del capricho. En el dominio de las emociones no hay medidas precisas. Y si, además, se construye un Estado a la medida de ciertas emociones, es indudable que ese Estado perseguirá apasionadamente a quienes no experimentan esas emociones. Las emociones sólo son buenas cuando el entendimiento las moldea hasta hacer de ellas buenos sentimientos.

30 • A lo largo de los siglos todos los que han utilizado la lengua española han dicho Gerona, Lérida, Fuenterrabía, Figueras, Cataluña, etc. Lo mismo si eran castellanos que si eran vascos, catalanes o de donde fuesen. La razón es obvia: así se dice en español. Y otra obviedad. Al escribir en catalán a nadie se le ocurre poner Gerona, Lérida, Figueras, pues en catalán se dice Girona, Lleida, Figueres. Todo esto es obvio. Tan obvio como que donde los ingleses dicen «London», los españoles decimos «Londres», o donde los alemanes dicen «München», los italianos dicen «Monaco».
Sin embargo, algo tan obvio brilla por su ausencia en emisoras de radio, en periódicos, etc. Cuando se ve como algo normal que se ejerza una violencia tan palmaria sobre el lenguaje, ¿qué sentido tiene quejarse de otras violencias que brotan del mismo germen?

31 • Yo mismo he sido víctima —una víctima muy menor— de lo que acabo de decir. Es una simple anécdota, pero ilustrativa. En 1993 se celebró en Sevilla una exposición de pinturas de Salvador Dalí. La patrocinaban un banco de ámbito nacional, una fundación sevillana y la fundación Gala-Dalí (Figueras). El catálogo era un volumen que podría calificarse de «lujoso». En él figuraba un texto mío como introducción a la exposición. Cuando me llegó el catálogo, vi que donde yo había escrito Figueras, alguien había puesto Figueres. Nadie me había consultado. En la inauguración conocí al encargado del catálogo, un madrileño que trabajaba en una editorial también madrileña especializada en catálogos oficiales. Ni por asomo se podía decir que hubiera tenido una intención nacionalista. Sin embargo, el hecho demostraba que algo sin intención nacionalista puede tener el mismo carácter que si hubiera sido hecho con intención nacionalista. «Mira —le dije—, he conversado muchas veces con Dalí, y nunca me corrigió cuando yo decía Figueras, pues él mismo decía Figueras, ya que hablábamos en castellano. Obviamente, cuando él hablaba en catalán, decía Figueres».
No mandé a nadie el lujoso catálogo. Me sentía tan ridículo como si a un amigo le veo decir en una entrevista de prensa: «Ayer vine de London, y mañana me voy a pasar unos días en Firenze y Nápoli».

32 • «¡Pero es que el nombre oficial de Figueras es Figueres!». «¿Y quién te ha dicho a ti que mi artículo es un documento oficial? Y aunque lo fuera. Es un derecho anterior el de utilizar la propia lengua. ¿O es que ignoras que en español no se dice Figueres, ni Lleida, ni Ourense, ni Rías Baixas, ni se escribe Catalunya?». «¡Pero las lenguas se pueden cambiar!». «Sí, pero si piensas que se pueden cambiar a golpe de decreto, no te sorprendas si un día te obligan a gritar que te sientes feliz cuando te están moliendo a palos».

33 • Visitaba yo hace no mucho una exposición en la sala de la Casa de las Alhajas (de la Caja de Ahorros de Madrid). Tenía delante un cuadro de Mariano Fortuny. El pintor había trazado la firma con caracteres muy grandes y claros. Decía: «Mariano Fortuny». En la cartela, que estaba a unos pocos centímetros de la firma, se leía: «Mariá Fortuny». Me acordé de un dicho popular: «Guárdeme Dios de mis amigos, pues de mis enemigos ya me guardo yo». Lo más grave no estaba, ciertamente, en el detalle.

34 • Con todos estos detalles, cómo sorprenderse de que hace unos cuatro años el Departamento de Estado de EE UU y hace unos meses la Asamblea de la Unión Europea hayan publicado informes en los que se acusa al gobierno de la Generalidad de Cataluña no sólo de no proteger el derecho de los hispanohablantes, sino incluso de perseguir ese derecho elemental, incurriendo así en prácticas llamadas de genocidio cultural. La prensa, los intelectuales, el Gobierno, la oposición, todos han pasado de puntillas sobre esos informes.
¿Habrá que pedir un día protección al presidente de los Estados Unidos o al de la Asamblea de la Unión Europea porque lo de aquí es inútil? Esperemos que no sea necesario. Por eso, decir que el problema está sólo en los nacionalistas es simplificarlo. Un virus no es sólo peligroso cuando se declara la enfermedad, sino cuando, introducido en el organismo, empieza a hacer su labor. ¿Y cuándo se le facilita la labor, incluso con la ley en la mano?

35 • El nacionalismo puede presentarse como nacional-socialismo, como fascismo, como nacional-comunismo, como nacional-cristianismo; puede evitar la expresión, emplear la de democracia popular, inventarse otras convergentes. ¿Qué le falta al Partido Socialista Obrero Español de Cataluña para ser un partido nacionalista-socialista catalán? Esta pregunta no tendría sentido dirigida a su homólogo del País Vasco. No hay que hacer demasiado caso a los rótulos en la política.
Es algo que se ha visto hasta la náusea a lo largo del siglo. Cuando se quiere hacer la guerra, se invoca la paz. Cuando se quiere someter a la población, se invoca la libertad o la autodeterminación. Cuando un gobierno trata de controlar los medios de comunicación, proclama que quiere impedir que la oposición controle arbitrariamente esos medios. Las más formidables operaciones políticas de «liberación del pueblo» (la leninista-estalinista, la maoísta) han sido las operaciones de sometimiento y exterminio más feroces de que se tiene noticia. ¿Cómo es posible que la gente caiga en tan asombrosos errores de óptica? ¿Cómo es posible que se confunda de forma tan sistemática el contenido de un saco con el rótulo que se le adhiere? ¿Cómo es posible que tantos intelectuales hayan colaborado en esas operaciones de engaño o que, ante ellas, se hayan quedado callados como muertos?

36 • «Esto lo arreglo yo», dice el clásico político español. « ¿Cómo?». «Hago una Constitución que dé carta de naturaleza al nacionalismo regional, luego lo fomento, luego le dejo que se encargue de la educación y de la gestión cultural de su «nacionalidad», además le doy la policía, para que vele por las esencias del nacionalismo…». «Pero un plan como ése sólo lo quiere un siete por ciento de la población. ¿Qué va a pasar con el otro noventa y tres por ciento?». «Ya lo tengo previsto. Harán lo que yo quiera. Les diré: o esto o el caos». «¿Y qué diferencia hay entre esto y el caos?». Entonces el clásico político español empieza cantar los loores de Fernando Vil. (Este diálogo tiene lugar a mediados de los años 70, pero todavía se sigue repitiendo).

37 • También se habla de «nacionalismo cultural». Pasa por ser el hermano bueno del nacionalismo político. Si por esa expresión se entiende el amor a las manifestaciones culturales que se han dado en el propio pueblo, comarca, provincia, región, nación, no hay nada que objetar. Pero si ese amor implica que se odien o que no se reconozcan los valores que se han dado en el pueblo, la comarca, la provincia, la región o la nación de al lado, entonces el nacionalismo cultural es el guante de seda del nacionalismo político, y sirve para legitimar o reforzar las tendencias totalitarias de éste. Cuando se utiliza políticamente la cultura, ni la política ni la cultura salen beneficiadas. Los que sí se benefician son algunos políticos y algunos agentes de la cultura.
¿Qué decir cuando se da a un premio de carácter cultural el nombre de Sabino Arana? Es como si para un premio contra el militarismo se escogiese el nombre de Atila.

38 • «¿Pero no habrá una pizca de maniqueísmo, de «película de buenos y malos», en tu manera de tratar al nacionalismo?». «La habría si hubiera dicho que el medio no-nacionalista fuese bueno. Pero eso no lo he dicho. Pues algo malo debe de haber en ese medio cuando ha hecho posible el surgimiento de algo tan malo como el nacionalismo. Este surge en un medio que facilita sus propias tendencias. Lo que era sólo una tendencia inconsciente se hace con él un movimiento consciente, programático. A menudo se dice que, en su intransigencia y fanatismo, los nacionalistas vascos, catalanes, etc., presentan rasgos que han caracterizado a los comportamientos españoles (al menos en los siglos XIX y XX) y se agrega: «Incluso en eso se nota que son españoles». Esto no quiere decir que se sientan españoles (pues declaran lo contrario), sino que se alimentan de una herencia a la que la mayoría de los españoles ha renunciado (felizmente). Pero que los españoles no han renunciado del todo a ella (desgraciadamente) se demuestra en que, entre ellos, surgen los nacionalistas».

39 • ¿Y cuál debe ser el papel del intelectual en esta situación? Depende de lo que se entienda por intelectual. Si por intelectual se entiende el que dedica su talento a poner vistosos envoltorios (literarios, filosóficos, artísticos, etc.) a la política del príncipe, entonces deberá resignarse a ser bufón del príncipe. Si por intelectual se entiende el que trata de iluminar, de hacer inteligible lo que pasa, entonces deberá saber que se requieren algunas condiciones. Ya lo hemos dicho: independencia respecto de los poderes políticos y económicos, respecto de la moda, incluso respecto de las ideas, pues éstas se convierten a menudo en camisas de fuerza. Obviamente, deberá llevar a la conciencia las tendencias de tipo nacionalista que actúan en él mismo de forma poco consciente. Y además, se le deberá pedir que haya coherencia entre lo que piensa y lo que dice, y entre lo que dice y lo que hace. Y todavía se requiere que sea capaz de hacer un análisis razonado, fundamentado de lo que pasa y de lo que le pasa, y que ese análisis respire comprensión y sentimientos altruistas, pues de lo contrario será un análisis vano.

40 • El intelectual debe denunciar los abusos, pero no menos esforzarse en averiguar qué ha hecho posibles esos abusos. Para el intelectual el fanatismo es lo que la ceguera para el pintor o la sordera para el músico. Peor todavía, pues ha habido grandes músicos que eran sordos. Que el fanatismo acecha por todas partes se ve en que uno puede tomarle cariño a una palabra y, una vez que la ha convertido en un fetiche (por ejemplo, el de la «autodeterminación »), hacer la vida imposible a los que no han hecho un fetiche de esa palabra.

41 • «Pero aún no has definido lo que entiendes por nacionalismo». «No hace falta. Basta con describirlo. Para hablar de lo humano no es necesario definir lo humano, sino demostrar que lo que se dice se ajusta a una buena descripción de lo humano».

Filósofo y Profesor Titular de Sociología, Facultad de Ciencias Políticas y Sociología, Universidad Complutense