La muerte de Juan Pablo II y la elección de Benedicto XVI han confirmado el interés de la gente — ¡y la gente somos todos! — por la biografía de sus personas. Al final, se constata una vez más que las llamadas «revistas de papel cuché» responden a curiosidades primarías del ser humano.
Reconozco que esta comparación es desmedida, pues el interés que han despertado las personas de los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI no admite comparación con la morbosa curiosidad que algunos sienten por las peculiaridades más íntimas de los personajes de esas revistas. Sin duda, la atención que merecieron los dos papas son bastante más profundas, puesto que pretendían valorar, ciertamente, sus personas, pero sobre todo buscaban interpretar su peculiar papel en el ministerio que el Papa difunto ha llevado a cabo en la Iglesia, o el que el Papa elegido está llamado a desempeñar en el futuro.
No obstante, en esta apreciación interesada de las personas también puede haber un equívoco: pensar que de la biografía personal de los pontífices deriva su ejecutoria posterior, como si en los papas se cumpliese el dicho de Fichte referido a los filósofos cuando escribe: «Qué tipo de filosofía se hace, depende de qué clase de hombre se es», condicionando así el sistema a la psicología del filósofo. No ocurre así en el papado, pues ni la psicología del elegido para el ministerio papal ni el currículo de su vida, ni siquiera la biografía ascética, determinan esencialmente su ministerio, porque él Papa no es un jefe de Estado que ofrece un original programa político o económico, como acontece en los gobiernos de las naciones, sino que su cometido está ya prefijado por su misión. Por ello, con un juego de palabras, cabe decir que lo decisivo no es explicar «quién es este Papa», sino «quién es el Papa»; si bien, como es obvio, «este Papa es, coyunturalmente, el Papa», pues encarna el papel que desempeña.
«QUIÉN ES EL PAPA»
Es evidente que el papel específico que el Papa desempeña en la vida de la comunidad católica está prefijado por la naturaleza misma de la Iglesia y por los encargos que Jesús hizo a Simón Pedro, de quien el Papa es sucesor. En efecto, el obispo de Roma es el sucesor de san Pedro y, consiguientemente, el portador de los encargos impuestos por Cristo a este apóstol.
El dato histórico, referido ya en el comienzo del Evangelio de san Juan, es que Jesús, en el primer encuentro con «Simón, el hijo de Juan» (Jn 1, 40), le cambia de nombre para señalarle el papel peculiar de ser fundamento de la gran misión que El inicia. Jesús de Nazaret, después de ser bautizado por Juan y haber ayunado cuarenta días en el desierto, se encuentra con Simón y le recibe con este singular saludo: « A partir de ahora te llamarás Kefas, que quiere decir piedra» (Jn 1, 4 2 ) . Más tarde, Jesús da razón de este cambio de nombre, cuando dice: porque «sobre esa piedra edificaré mi Iglesia», con el fin de que el tal rocoso cimiento sea capaz de superar las inclemencias del tiempo y los fuertes avatares de la historia (Mt 16,18).
Mantenida la Iglesia sobre un fundamento firme, Pedro recibe otros dos encargos: Jesús le entrega las «llaves del reino de los cielos», con el simbolismo de ser portador y dueño de las llaves de la puerta por la que se entra a la ciudad amurallada, al mismo tiempo que le concede el poder de «atar y desatar» (Mt 16,19), que, en lenguaje rabínico de la época, significa «declarar permitido y prohibido»; lo que, a partir del siglo XI en Occidente, se denominará «potestad de jurisdicción».
Más adelante, Jesús le confía la potestad de enseñar a toda la comunidad de la Iglesia, ministerio que urge a Pedro para que «confirme a los hermanos en la fe» (Le 22,32), después que los apóstoles se dispersaron en desbandada a la vista de los sucesos que antecedieron y acompañaron a la Pasión del Señor.
Finalmente, al concluir su vida en la tierra, después del triple examen sobre el amor de Pedro, Jesús le confía la misión de ser «pastor del rebaño» (Jn 21,15-17); o sea, su misión será cuidar, vigilar, proteger y acompañar la comunidad de los creyentes.
Así, desdobladas, cabe enumerar hasta cinco las misiones que. Jesús confió a Pedro y que éste desempeñaría cuando el Maestro concluya su vida terrestre con este mandato confiado a los apóstoles y a los numerosos discípulos —hombres y mujeres— que le acompañaron a lo largo de su vida terrena: «Id; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado» (Mt 28,19-20).
Es evidente que esos oficios y misiones confiados a Pedro no eran meramente privilegios personales, sino que son propios de una misión que debía ser prolongada a través del tiempo, dado que, a partir de la naturaleza de la Iglesia y. de la singular condición del ser humano, siempre sería necesario un «fundamento» bien cimentado que sostenga firme la edificación de la Iglesia frente a los envites a los que estará sometida, así como es preciso que alguien ostente un poder supremo con el fin de orientar y dirigir la marcha de la comunidad. Y, dado que el cristianismo, esencialmente, es una «revelación» y, habida cuenta de la capacidad del «animal racional» de equivocarse y de tergiversar la doctrina, se requiere que haya alguien que sea el referente último que garantice la veracidad de las enseñanzas divinas. Finalmente, es lógico que la comunidad de los creyentes sea acompañada amorosamente por alguien que la proteja de las asechanzas del exterior, la auxilie con cuidados y la guíe en su ida por el mundo: tal es el papel que, conforme a la cultura rural y agraria de la época, se explica bajo la imagen del «pastor».
Estos diversos ministerios están expresados en los distintos nombres que recibió el Papa a lo largo de la historia. Y si el «nombre» es la «envoltura» del concepto, pues refiere la naturaleza de lo que las cosas son, los múltiples «nombres» con los que se designó al obispo de Roma expresan con rigor los cargos que está llamado a desempeñar. Entre otros, además de «Papa», que se inicia en el siglo III, cabe mencionar los siguientes, todos ellos bien significativos de su oficio: «vicarius Christi», «vicarius Petri», «summus Pontifex», «episcopus episcoporum», «princeps», «éxarkhos» (exarca, o sea, jefe o guía), «topoteretés» (delegado o lugarteniente) y «koryphaios», o sea, «director del coro» — el que lleva la batuta—, titulo también atribuido al emperador, en aquella cultura del arte de las «tragedias», en cuya representación escénica el coro ocupaba un lugar tan destacado y era misión del «director», señalar .«il tempo» y marcar el compás.
PASADO Y PRESENTE DEL PAPA JOSEPH RATZINGER
La persona de Joseph Ratzinger es bien conocida, dado que él mismo ha relatado en una pequeña obra su propia biografía, Mi vida: Memorias 1927-1977 (Ed. Encuentro, Madrid, 1998, 133 págs.). Además, su figura ha estado veintitrés años en el escaparate más visible de la Iglesia, cual es la Congregación de la Doctrina de la Fe, que tiene la misión de velar públicamente por la ortodoxia católica. Por ello, esa labor doctrinal ha dejado entrever, además de su categoría intelectual, los intereses que mueven su espíritu y la calidad de su criterio filosófico-teológico, al tiempo que ha merecido la atención de sus críticos más acérrimos. Este cometido ministerial y las reacciones a favor y en contra muestran, a su vez, hasta qué punto le han permitido asomarse a las corrientes de la cultura de nuestra época.
Además, a lo largo de ese periodo de tiempo, el cardenal Ratzinger no se mantuvo aislado en su despacho, sino que se ha hecho presente en los más diversos foros: ha viajado continuamente por la amplia geografía del mundo y ha tomado parte en numerosos congresos de índole bien diversa. Muestra de ello son sus siete visitas a España, siempre en calidad de. ponente de algún congreso o convención. También ha mantenido diversos diálogos públicos con algunos intelectuales de nuestro tiempo, tales como Humberto Eco, Cario Azeglio Ciampi, Jürgen Habermas, etc. Finalmente, Ratzinger se ha prodigado en el género de «entrevistas».
A este respecto, además de las numerosas conversaciones y entrevistas que ha concedido a la prensa internacional —siempre en abierto y sin poner veto previo a pregunta alguna—, al menos tenemos tres amplios libros en los que los periodistas le han sometido a todo tipo de cuestiones, sin esquema pactado y en ocasiones sobre preguntas formuladas sin ningún miramiento. El primero, Informe sobre la fe (BAC, Madrid, 1985, 224 págs.), el periodista católico convertido Vittorio Missori sitúa a Ratzinger ante el empeño de hacer una radiografía exhaustiva sobre la situación de la Iglesia en la etapa posterior al Concilio Vaticano II.
En 1996, el periodista alemán Peter Seewald, redactor de Der Spiegel, católico no practicante, somete al cardenal Ratzinger a una amplia entrevista de 302 páginas (en la edición alemana), en la que le interroga sobre un cuestionario que abarca tres amplios capítulos: «su persona», los «problemas de la Iglesia católica» y el análisis de «los umbrales de la nueva época». En ella, Seewald expone al entrevistado «aquellas cuestiones que el hombre actual plantea a la Iglesia y que a menudo le cierran el acceso a la fe». Esta amplia entrevista se publica en español con la traducción exacta del título alemán, La sal de la tierra. Cristianismo e Iglesia católica ante el nuevo milenio (Editorial Palabra, Madrid, 1997, 310 págs.).
Cuatro años más tarde, este mismo periodista alemán, a la vista del éxito alcanzado por la publicación anterior, demanda de Ratzinger una amplia exposición del dogma y de la moral católica. Al ritmo de la conversación que se desarrolla en unos días de estancia en el monasterio benedictino de Monte Casino, el incrédulo periodista propone a Ratzinger las dudas y dificultades que la cultura de la increencia propone a la doctrina cristiana. Esta amplia entrevista se publicó en una extensa obra de 441 páginas con el título español de Dios y el mundo. Creer y vivir en nuestra época (Galaxia Guttenberg, Barcelona, 2002, 441 págs.).
Pues bien, la lectura de estas tres obras —género diálogo-entrevista, sin apenas tecnicismos teológicos y, por consiguiente, de fácil lectura y comprensión— es un acceso seguro para el conocimiento de la persona, de la doctrina, de las convicciones y de las sensibilidades culturales y religiosas de Benedicto XVI.
Pero la finura intelectual de Ratzinger era ya conocida desde el comienzo de sus estudios académicos: desde muy joven, su vida estuvo unida a la universidad. Como es sabido, en el inicio de los años cincuenta no era fácil el acceso de una persona joven a una cátedra en las universidades alemanas. Ratzinger cubre con inusitada rapidez el proceso de finalizar la carrera, la defensa del doctorado y la prueba de la «habilitación», que le capacita para acceder como profesor a la universidad. Este triple proceso lo recorre el joven sacerdote (ordenado en 1951) en apenas seis años, y lo lleva a cabo brillantemente con la tesis doctoral sobre la Iglesia en san Agustín (1953 editada en 1954 ) y el concepto de Revelación en los escritos de san Buenaventura (1957, publicada en 1959). El título de estas dos obras.y los autores elegidos, así como los profesores que dirigen su trabajo de investigación, M. Schmaus y G. Sõhngen, testifican que el joven profesor estudia; con atención esmerada dos épocas decisivas para la historia del cristianismo y de la teología, como son la patrística—con su mayor exponente en san Agustín — y el estudio de uno de los autores más representativos de la Escolástica del siglo XIII, san Buenaventura. De este modo, llegó a ser uno de los profesores más jóvenes de la universidad alemana.
Para ese acceso tan rápido, el joven Ratzinger partía de una excelente preparación intelectual, pues, a pesar de los años azarosos de la guerra que había sumido a Alemania en un auténtico caos intelectual, mostraba ya una acusada sensibilidad por los autores más representativos de su época. El mismo narra cómo, todavía alumno en el seminario de Freising, había leído a Gertrud von Le Fort, a Ernst Wiechert, a E. Langgäser, a Dostoyevski… Asimismo, escribe: «Me interesaron mucho Heidegger y Jaspers», y alaba la obra del más conocido reformista de la teología moral de la época, el filósofo y teólogo Theodor Steinbüchel, que supuso un reclamo para una moral personalista, superando el excesivo realismo del neotomismo y el idealismo de los epígonos kantianos. Con ocasión de la lectura de este autor, Ratzinger expresa también su interés por la tradición de los grandes autores de la Teología: «Steinbüchel ha escrito un libro, Die Wende des Denkens (El cambio del pensamiento), donde expone, de forma impresionante, el cambio radical del predominio del neokantismo a la fase personalista. Esta fue la lectura clave para mí. Además desde el inicio me interesó mucho san Agustín, también como contrapeso a Tomás de Aquino» (La sal de la tierra, pág. 66).
Esta confidencia muestra cómo el joven estudiante simpatiza con esta corriente del personalismo del pensamiento europeo, al tiempo que conoce los filósofos alemanes más en boga de la época, como son, entre otros, Heidegger, Jaspers y Husserl, y, así como parece séntirse ajeno al esquema del neotomismo reinante en el mundo latino, también se distancia del neokantismo alemán a la moda de las escuelas de Marburgo y Badén, donde enseñan los filósofos Hermann Cohen.y Paul Natorp, maestros, a su vez, de los filósofos españoles de la Universidad de Madrid, Ortega y Gasset, García Morente, García Vacca, etc.
Con esta esmerada preparación en la cultura alemana de la época y el conocimiento de la tradición teológica, Joseph Ratzinger se inicia en la carrera hacia la cátedra, después de su habilitación en la Facultad de Teología de Múnich. Es conocido que las universidades alemanas se «ganan» a los buenos profesores con la conocida forma académica del «Aufruf», o sea, llamada o «fichaje». A este respecto, no cabe menos de admirar cómo a este joven profesor le solicitan — le «llaman»— sucesivamente las universidades de Bonn, Münster y Tubinga —posiblemente, junto con Múnich— las mejores facultades de Teología de la época. Su salida de Tubinga y llegada a Regensburg, según su propio relato, es una huida a causa de la revolución de mayo del 68 que hizo estragos en la disciplina académica de esta universidad, para retirarse a una facultad de Teología más pacífica, en Ratisbona, que ofrecía un ambiente más tranquilo para la exposición en el aula, la investigación y el estudio. Según testimonio común de sus alumnos de cada una de esas cuatro facultades, el profesor Ratzinger ha sido un excelente profesor, siempre muy elogiado por ellos.
Pero es aún más de admirar el abundante catálogo de su producción teológica. En la última obra traducida al español, Convocados en el camino de la fe. La Iglesia como comunión (Ed. Cristiandad, Madrid, 2004, 390 págs.), el editor recoge el amplísimo catálogo de sus publicaciones. Pues bien, hasta el 1 de febrero de 2002, el enunciado y las correspondientes traducciones de sus obras ocupan 75 páginas (309-384). Al mismo tiempo, se citan las versiones a las distintas lenguas; en concreto, además del alemán, sus obras son traducidas al español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, croata, polaco, húngaro, eslovaco, esloveno, checo, lituano, ruso, japonés, coreano, chino, árabe, noruego y sueco. Y causa admiración cómo en los últimos años, con el grave e intenso quehacer de su ministerio en la Congregación, en lugar de mermar su trabajo intelectual, aumenta el número de publicaciones de esta etapa de su vida.
Pero, ¿cuál es el perfil intelectual de este fino intelectual, sabio profesor y eminente teólogo? El mismo Ratzinger expone cuál ha sido el talante de su reflexión teológica. He aquí una sucinta y brillante confesión: «Yo nunca he buscado tener un sistema propio o crear nuevas teorías. Quizá lo específico de mi trabajo, si queremos decirlo así, podría consistir en que me gusta pensar la fe de la Iglesia y eso supone, para empezar, pensar con los grandes pensadores de la fe. Significa que yo no hago una teología aislada; intento hacer una teología lo más amplia posible y siempre abierta a otras formas de pensamiento dentro de la misma fe. Por eso para mí ha tenido siempre especial interés la exégesis. Yo no podría hacer teología puramente filosófica. Para mí, lo primero de todo, el punto de partida, es el Verbo. Creer en la Palabra de Dios y poner empeño en conocerla a fondo, ahondar en ella y entenderla, para después reflexionar junto a los grandes maestros dé la fe. Por eso mi teología tiene cierto carácter bíblico e incluso patrístico, sobre todo agustiniano. Pero procuro, como es natural, no quedarme en la Iglesia primitiva; lo que intento es subrayar los aspectos más relevantes de su pensamiento y entablar al mismo tiempo un diálogo con el pensamiento contemporáneo» (La sal de la tierra, pág. 72).
La extensión de esta cita permite descubrir la razón del rigor doctrinal de su reflexión teológica, la atracción y originalidad de su pensamiento, así como la permanencia de sus escritos en sucesivas reediciones. En efecto, Ratzinger es un «teólogo de raza», pues no empieza por opinar racionalmente sobre la fe: la teología no es lo que «el hombre dice sobre Dios», sino «lo que Dios dice acerca de sí mismo», de ahí el recurso necesario a la Escritura y, consecuentemente, el interés del teólogo Ratzinger por la exégesis. Al mismo tiempo, cumple el presupuesto de todo intelectual: buscar la verdad, sin la pretensión de llamar la atención con lo novedoso: «Yo nunca he buscado tener un sistema propio o crear nuevas teorías». También destaca su espíritu dialogante: «Yo no hago una teología aislada; intento hacer una teología lo más amplia posible y siempre abierta a otras formas de pensamiento». Asimismo, es propio de la ciencia teológica — como acontece en todas las demás ciencias— no empezar de nuevo, sino tener a la vista la larga tradición de la reflexión de quienes nos han precedido en la comprensión racional de la fe revelada. De ahí su interés por la tradición. Pero el verdadero pensador tampoco se instala en el pasado, sino que busca la forma de interpretar el presente e iluminar el futuro: en esta síntesis cabe resumir toda la actividad intelectual de esta inteligencia cumbre que es el pensador y teólogo Joseph Ratzinger.
Finalmente, el perfil teológico académico se completó con el encargo pastoral de la diócesis de München-Freising. Fue nombrado obispo de esta importante ciudad bávara por el papa Pablo VI el 24 de marzo del año 1977. Ministerio muy corto, pues en 1981, el arzobispo de Múnich es llamado a Roma por el papa Juan Pablo II que le nombró prefecto de la Congregación de la Fe y presidente de la Pontificia Comisión Bíblica.
En cuanto a su estilo intelectual, Ratzinger fue un «teólogo de vanguardia». Esta impronta de una teología renovada, con formulaciones nuevas —algunas de las cuales revisó posteriormente— se manifestó en una de las primeras obras traducidas al español, Introducción al cristianismo (Ed. Sigúeme, Salamanca, 1971; la edición alemana es de 1968), en la que explica el credo de los apóstoles. Pero no sólo se dejó sentir en sus escritos, sino también en actitudes muy conocidas en época anterior, como asesor teológico en el Concilio Vaticano II. Las crónicas del concilio relatan la influencia decisiva que tuvo el cardenal Frings, arzobispo de Colonia, en tres intervenciones que cambiaron el rumbo del concilio y que el propio Ratzinger califica de «tres campanadas». Primera: El cambio de toda la metodología del concilio prevista de antemano por la curia. Segunda: El rechazo del esquema sobre la Divina Revelación, de importancia decisiva para la teología. Tercera: La crítica a la práctica del Santo Oficio con la exigencia de cambiar su modo y praxis de actuar. En diversas ocasiones, Ratzinger reconoció su intervención directa en ellas, y, aunque algunos de aquellos discursos confiesa que no fueron dictados por él, es evidente que pasaron por sus manos, dado que el joven profesor de Bonn estaba en el concilio como el teólogo asesor del cardenal de Colonia.
En resumen, como le recuerda Peter Seewald, en su primera etapa de docencia universitaria Ratzinger fue un «profesor estrella» y «un teólogo progresista». Y como prueba aduce una serie de hechos y propuestas de reforma de la Iglesia y de la teología que él hacía en sus clases abarrotadas y con el aplauso de sus alumnos. En la respuesta al periodista, Ratzinger asiente a esas afirmaciones, pero le explica el verdadero sentido de estos elogios y matiza sus propias afirmaciones: «Lógicamente, los sentimientos propios de la juventud jugaban un papel importante en todas esas reflexiones» (La salde la tierra, págs. 79-80).
FUTURO DEL PAPA JOSEPH RATZINGER
Todo inicio es misterioso porque tiene delante un futuro siempre arcano; además su realización supera los propios proyectos, dado que depende de condiciones no siempre previstas. El futuro es un camino que necesariamente se ha de recorrer, pero se desconocen las posibilidades y los obstáculos con que el caminante pueda encontrarse. En este sentido, se explica que, en la homilía al inicio de su pontificado, Benedicto XVI haya expresado que «no tenía programa». Una muestra más de su inteligencia y de su humildad intelectual y ascética.
No obstante, si como hemos comentado, el Papa tiene ya marcada su misión, es evidente que los grandes objetivos se concentrarán en el cumplimiento de su encargo o ministerio —los munera u oficios, en expresión teológica— señalados por Jesucristo a Pedro: anunciar a su Señor, ser fundamento firme de la Iglesia, regirla haciendo observar los preceptos de su Fundador, mantener íntegras sus enseñanzas y acompañar amorosamente a esa comunidad de fieles, que, en lenguaje bíblico, se denomina «cuidar del rebaño» como buen Pastor.
Pero es evidente que esos distintos ministerios están circunstanciados al momento histórico en que se desarrollen, a la situación en que se halle la Iglesia en el contexto de las corrientes culturales y a las variables opciones que le ofrezca el mundo cultural, social y político. También es obvio que en tales circunstancias tampoco puede salirse de su misión, por lo que seguirá la pauta del magisterio papal de todos los tiempos, de forma que los cambios serán sólo de acento o, si se quiere, de «ritmo y sonido», porque la «letra» será la misma. Sin embargo, sin pretensiones de profeta, los acentos musicales serán indiscutiblemente distintos y, posiblemente, de cadencia en ocasiones sorprendente. Por ello, me atrevería a señalar los «coda» con que el papa Benedicto XVI pondrá un cierto remate final a algunas cuestiones urgentes de nuestro tiempo.
En este presagio del futuro parece normal que sea un pontificado de búsqueda de la unidad de los creyentes. Sin duda es la cuestión más evangélica y urgente, dado que responde al deseo de unidad tan advertido por Jesús en su despedida; a su vez, es el mayor escándalo cristiano cometido en la historia y es también el argumento más convincente de la veracidad del Evangelio, tal como predijo Jesucristo a los doce (Jn 13,35). El sano ecumenismo será sin duda el objetivo tendencia de este pontificado. El resultado en avances concretos es incierto porque la larga historia ha creado una sima profunda de separación entre las diversas confesiones cristianas. No obstante, los esfuerzos de los últimos papas han limado en los espíritus los enconos y los prejuicios que las separaban, por lo que es posible que, eliminadas las prevenciones, los problemas doctrinales —aun siendo graves— puedan encontrar la luz que esplende de la propia verdad. Por ello, sería un milagro del Espíritu que se alcanzase la unión, pero puede ser un avance significativo.
En segundo lugar, Benedicto XVI se volverá hacia el interior de la Iglesia: es preciso conseguir la unidad interna, fortificar el armazón de la fe creída (las verdades del Credo), aunar la fe practicada (la doctrina moral) y esclarecer la fe celebrada (la liturgia). Es preciso descubrir las potencialidades que entraña este Cuerpo misterioso de Cristo, que es la Iglesia, y que está animado por la vida desbordante del Espíritu Santo. Esto representa en todas las épocas la gran novedad del cristianismo. En este sentido, será también un pontificado doctrinal. En una época en la que, al decir de Chesterton, «las ideas se han vuelto locas», la amplitud de miras, la garantía de la doctrina y la humildad al proponerlas y exigirlas del actual pontífice seguro que, sin fisuras ni violencias, se alcanzarán asentimientos sobre la doctrina católica, tantas veces quebrada con ocasión de las novedades introducidas por el Concilio Vaticano II. Parece que ha llegado el momento de integrar lo antiguo y lo nuevo, liquidando esa nomenclatura política —ajena a la fe común cristiana— de «integrismo» y «progresismo» doctrinales en el seno de la Iglesia. Quizá una etapa de más serenidad nos convenza a todos que ni lo antiguo por antiguo ni lo nuevo por lo nuevo es criterio de verdad y que tan peligroso es el arcaísmo como el modernismo.
Otro acento del actual pontificado será, sin duda, el diálogo con la situación peculiar y singular de nuestro tiempo. A este respecto, el Pastor de la Iglesia universal no será un Papa «encerrado» en la Vaticano: será un «papa viajero» en busca de las comunidades cristianas diseminadas en la amplia geografía del mundo. Pero me atrevo a pensar que su «pulpito», además de las catedrales y explanadas al aire libre, estará sobre todo en los grandes areópagos de la cultura y en los foros internacionales de la vida artística, social, económica y política. Conociendo el interés del papa Ratzinger por la situación actual del mundo actual, buscará esos ámbitos en los cuales se toman las grandes decisiones. Y estoy convencido que; si a los papas Pablo VI y Juan Pablo II se les abrieron los foros de los grandes organismos internacionales —en. muchos casos, por cortesía, en razón de lo que representaban—, esos mismos foros invitarán al nuevo Papa porque les interesa conocer sus ideas lúcidas sobre tantos problemas que se suscitan en la convivencia mundial.
En este ámbito doctrinal y de magisterio acerca de la vida político-social, el campo está abonado, pues las propias raíces de la fámilia Ratzinger tienen sus precedentes de preocupación por los temas sociales y políticos, y más en concreto por la justicia social. Es de destacar que en el libro de su vida, el cardinal Ratzingér recuerda con elogio a su tío-abuelo, tío de su padre, Georg Ratzinger, sacerdote y doctor en teología, que llegó a ser diputado del Parlamento del Reich y del Land de Baviera. Y pasó a la historia del parlamentarismo bávaro como el gran defensor de los derechos de los trabajadores del campo. La historia de las conquistas sociales de Baviera considera al diputado Ratzinger como un hombre de gran prestigio y eficacia en sus ideas y logros políticos.
Ciertamente, no será esta la onda de su actuación. Por el contrario, en este pontificado se caracterizará de forma sobresaliente — en mi opinión y deseo esperanzado— por un magisterio que cabría denominar de la «inteligencia». Es evidente que nos encontramos ante una de las curvas culturales más cerradas de la historia de la humanidad. Sin poner excesivo énfasis en las palabras tan repetidas de «crisis» y «cambios», se da un consenso a múltiples niveles de que nuestra época se caracteriza por tales novedades técnicas, culturales, de ideales y sensibilidades tan distintas a la época inmediata anterior, que no resulta fácil hacer la radiografía de lo que realmente acontece. Además, a los sorprendentes cambios, se añade la novedad, la universalidad y la profundidad de los mismos, hasta el punto que hace pensar que nos encontramos ante un giro y vuelco de civilización.
Pues bien, cuando se leen con detención los escritos del teólogo y cardenal Ratzinger, sorprende que es, precisamente, esta situación tan nueva de nuestro tiempo la que suscita su interés. Por ello, es convicción profunda que, dado lo difícil que resulta encontrar explicaciones que aúnen los valores subyacentes que emergen en nuestra época, al tiempo que tampoco se presenta como tarea fácil detectar las raíces de los muchos y profundos errores que afloran, es previsible que la lucidez de este extraño y fino pensador pueda aportar luz para discernir la clave de nuestro tiempo, de forma que sepa ofrecer rutas que orienten esta novísima etapa cultural.
Este discernimiento tan urgente para afrontar un futuro incierto no pueden hacerlo ni las viciadas ideologías de nuestro tiempo ni los cauces políticos o económicos tan cerrados sobre sí mismos —«endogámicos»—, sino que sólo puede iluminarlo quien verdaderamente parta de la verdad y la busque con pasión. A este respecto, conviene destacar el amor y el interés por la verdad que caracteriza su biografía y toda su obra publicada. Será preciso dejar constancia que el lema de su escudo episcopal es «Cooperator veritatis», cuyo significado él mismo comentó en diversas ocasiones, siempre en clave de una vida sellada y comprometida por amor a la verdad. Y es que esta humilde pasión por la verdad que profesa el nuevo Papa puede conducir a conquistar verdades más altas e integradoras, al tiempo que será capaz de detectar las escorias del error y de la mentira que tanto abundan, y que Julián Marías se atreve a calificar de «falsificación deliberada de lo real», y lo más grave, añade el filósofo, es que «la mentira circula con absoluta impunidad». Sólo quien busca la verdad podrá aunar las verdades parciales y detectar los errores que se encubren bajo la silueta de opiniones brillantes, pues, como escribió san Agustín, «para conocer la verdad, tenemos que estar en la verdad».
Sería un buen final de este pontificado que ahora se inicia que alguien en el futuro pudiese aplicar al papa Benedicto XVI el elogio que formuló san Jerónimo a la labor intelectual que en su tiempo llevó a cabo san Agustín. Es ampliamente reconocido que el obispo de Hipona injertó la enseñanza cristiana en el paganismo de la cultura de los primeros cinco siglos cristianos y que su muerte coincide con el final del Imperio Romano. Pues bien, san Jerónimo sentenció esta impresionante labor con esta alabanza: «Tú has dado una expresión nueva al cristianismo en la cultura romana». Pero el mismo san Jerónimo añadió la causa de por qué había sido tan calumniado: «por eso te detestan todos los herejes». Si como sentenció el sabio Orígenes, «los herejes piensan más profundamente, pero no más verdaderamente», la búsqueda humilde y apasionada por la verdad que caracteriza la biografía de Benedicto XVI puede ser un foco que ilumine el presente incierto y desorientado de nuestro tiempo, que, según el título feliz de la película protagonizada por Fernando Fernán Gómez, parece que ha emprendido un «viaje a ninguna parte».
Y, a propósito del carácter de «inquisidor» —acusación tan manejada como calumniosa por los enemigos del teólogo y cardenal Ratzinger — es conveniente consignar que en esos casi veinticuatro años de su cargó de prefecto de la Doctrina de la Fe, en una época en que algunos ámbitos del quehacer teológico «naufragaron en el oleaje bravo de la fatuidad del pensamiento» (Lewis), las Condenas han sido muy escasas en número. Lo que acontece es que los interesados se dejaron airear por los enemigos de la curia romana —algunos son también declarados beligerantes contra la Iglesia—, los cuales les han prestado los micrófonos y las cámaras para pasearlos por la geografía del mundo. Y, en cuanto al rechazo de algunos aspectos de la «teología de la liberación», es ya sentencia bastante compartida —incluso entre algunos de sus autores — que ha sido, precisamente, Ratzinger quien ha sabido formular con rigor los alientos válidos de esa corriente teológica que sus partidarios intuían, pero que, debido a su falta de pericia y de rigor teológico, no fueron capaces de formular.