En Morderse la lengua el catedrático emérito de la Universidad de Santiago de Compostela y exdirector de la Real Academia Española, Darío Villanueva, aborda con gran claridad expositiva, solidez argumental y profusión de fuentes y material bibliográfico dos de las cuestiones que en los últimos años más han ocupado el interés de los medios: la corrección política y la posverdad.
En torno a estas dos cuestiones principales surgen otros muchos temas de enorme interés, como los llamados “espacios seguros”, los “discursos de odio”, las “microagresiones”, la “higiene verbal”, el “lenguaje no sexista”, la “cultura de la queja”, la “tolerancia represiva”, la “guerra de las palabras”, la “cultura de la cancelación”, el carácter inclusivo del género gramatical masculino o la hegemonía de lo políticamente correcto en los campus universitarios, que también son abordados en estas páginas.
Darío Villanueva localiza los orígenes en el triunfo en EE.UU. de la French Theory (la llamada “posmodernidad”, liderada por autores Como Derrida, Foucault y Deleuze)
El título del libro remite a la conocida expresión castellana que significa “contenerse en hablar, callando con alguna violencia lo que se quisiera decir” y que describe una consecuencia inevitable de la imposición posmoderna de la corrección política y el encumbramiento de la posverdad en nuestra sociedad, lo que en términos más tradicionales del refranero popular se expresaba diciendo “comulgar con ruedas de molino” o que podríamos calificar, simplemente, como autocensura por miedo a las represalias o al qué dirán.
En busca de los orígenes de estas ideas y prácticas contemporáneas, Darío Villanueva coincide con otros investigadores al localizarlos en el triunfo en Estados Unidos de la French Theory (la llamada “posmodernidad”, liderada por autores franceses como Derrida, Foucault y Deleuze), que desembarcó en los campus universitarios norteamericanos hacia los años sesenta del siglo XX y que poco a poco ha ido cuajando y extendiendo su maquinaria “deconstructiva”. El esfuerzo por destruir el canon literario, filosófico y artístico, dominado por el racionalismo occidental, y la obsesión por incluir a las minorías invisibilizadas mediante un ejercicio de discriminación positiva bastante cuestionable, ha impuesto determinados códigos de conducta y de expresión considerados “políticamente correctos”. Los dos presupuestos básicos implícitos en esta forma de pensamiento es que no existe la neutralidad del lenguaje y que la defensa de la libertad de expresión no es legítima ni justa, menos aún si la comparamos con la atávica discriminación de las minorías.
La defensa por parte de Herbert Marcuse en 1965 de la “tolerancia represiva” (que afirma que sólo se deben permitir aquellas opiniones que -según él- sean emancipatorias) y la influencia en la sociedad de la teoría del “razonamiento emocional” (que afirma que deben ser nuestras emociones las que determinen nuestras interpretaciones de la realidad) han colaborado también en esta peculiar deriva. En definitiva, todas esas ideas posmodernas, unidas al puritanismo calvinista de la sociedad norteamericana y a los usos y costumbres de la nueva sociedad de la información y la comunicación, con Internet y las redes sociales a la cabeza como grandes instrumentos de amplificación, habrían conducido a la situación actual.
Campea por el mundo una especie de nominalismo posmoderno que defiende que el lenguaje es uno de los instrumentos de poder más terribles y que crea la realidad, de modo que considera que cambiando el nombre de las realidades que no nos gustan, éstas podrán desaparecer por arte de magia. Sin embargo, explica Darío Villanueva, lo cierto es que el lenguaje no crea nada y simplemente expresa todo lo bueno y lo malo que hay en la realidad y en las personas; como decía Aristóteles, “la palabra existe para manifestar lo conveniente y lo dañino, así como lo justo e injusto”. Por eso es absurdo afirmar, como se hace en bastantes ocasiones, que el lenguaje comete una injusticia o se comporta injustamente, y el hecho es que un diccionario sólo compuesto de palabras bonitas sería en realidad un diccionario censurado.
A lo largo de la historia, los poderes políticos o religiosos institucionalizados han intentado ejercer su poder sobre las palabras y el lenguaje, sometiéndolos a su violencia propagandística. El caso de los totalitarismos del siglo XX es suficientemente aleccionador en este sentido, y el fenómeno ha sido estudiado por autores de referencia como Victor Kemplerer (La lengua del Tercer Reich) o George Orwell (El poder y la palabra). Actualmente estamos ante una forma posmoderna de censura que no emana de un poder concreto, identificable, sino de una “fuerza líquida o gaseosa, hasta cierto punto indefinida, relacionada con la sociedad civil. Pero no por ello menos eficaz, destructiva y temible” (p. 44).
Alexis de Tocqueville fue uno de los primeros en denunciar la “espiral de silencio” que, por temor al aislamiento, conduce a las personas a autocensurar sus opiniones personales cuando no coinciden con las que prevalecen socialmente. Se trata, por tanto, de una presión social ejercida por una opinión pública anónima (“las redes”) a la que nadie impugna y que aletea sobre las conciencias de los ciudadanos, doblegando toda voluntad opositora y reduciendo al silencio a los disconformes: “la autoridad que nos persigue es inconcreta, difusa, anónima, colectiva y mutante” (p. 51).
La posverdad “atenta contra ese principio básico del contrato implícito que se da entre el que habla y el que escucha: la veredicción (la verdad de lo que se dice)”
Si a todo esto le unimos que muchos electores prefieren ser engañados, y que de hecho rehusarían votar a aquel candidato que les dijese la verdad, pues lo único que desean es ratificar sus propios prejuicios y creencias, tenemos el campo abonado para el surgimiento y desarrollo de los populismos, tanto de izquierdas como de derechas. La posverdad “atenta contra ese principio básico del contrato implícito que se da entre el que habla y el que escucha: la veredicción (la verdad de lo que se dice)” (p. 17), y el gran problema de fondo es la pérdida de significado de las palabras, que ya no se refieren a la realidad ni se someten al principio clásico de la adaequatio o correspondencia entre las palabras y las cosas, entre los enunciados y los hechos de la realidad (de manera que puedan ser comprobados o confirmados).
Con gran habilidad pedagógica, Darío Villanueva ilustra constantemente al lector sobre los conceptos relevantes de fondo, cuya confusión suele estar en la base de algunas de estas teorías o de sus múltiples derivaciones. Así va explicando, por ejemplo, la famosa distinción de Ferdinand de Saussure entre lengua y habla, las funciones del lenguaje de Karl Bühler, las reflexiones de Marshall McLuhan sobre las nuevas formas de comunicación, las “tecnologías de la palabra” de Walter Ong, etc.
Como han denunciado catedráticos estadounidenses de prestigio, la hegemonía de lo políticamente correcto en los campus norteamericanos va de la mano de la renuncia a la búsqueda de la verdad, y la primera consecuencia es que ya no se educa para ejercer la crítica ni la responsabilidad en el sentido moral, sino que se ahoga la libertad de pensamiento e investigación y se pretende vivir cómodamente “instalado en” o “protegido por” determinados dogmas e ideologías impuestos por una nueva tiranía. Los guardianes de la corrección política, imbuidos de la superioridad moral y la dignidad pública que les otorga su ostentación de supuestas virtudes que no tienen por qué ratificar con sus actos, atribuyen a sus víctimas los calificativos de machistas, sexistas, racistas, imperialistas o eurocéntricos, con total impunidad y sin necesidad de mayor argumentación. En ocasiones estas denuncias han llevado al ostracismo profesional, al boicot y a la humillación pública a muchos de los señalados, que simplemente no comulgan con los dogmas del pensamiento único.
Parapetado en el eufemismo, el circunloquio o la falsa piedad, el mecanismo de lo políticamente correcto “nace del rechazo a determinadas expresiones que designan realidades ingratas consideradas como tales por un grupo étnico, racial, religioso, político, ideológico o sexual. Es un tabú ‘sectorial’, no atávico, generalizado, sustantivamente consensuado e incuestionado, rasgos en los que se identifica y funde con la solidez estabilidad del lenguaje común, compartido por toda la sociedad” (p. 69). Los ejemplos reales que relata Darío Villanueva causan entre hilaridad, sonrojo y perplejidad, sin dejar de producir también cierto temor o incomodidad por su carácter a veces inquisitorial y, en el fondo, siniestro.
Frente a todo esto, han surgido iniciativas como el manifiesto publicado en julio de 2020 en la revista Harper’s Magazine y firmado por más 150 escritores e intelectuales reclamando la restauración de las normas propias del debate abierto y la tolerancia de las diferencias ideológicas. Las ideas deben ser defendidas o combatidas mediante la argumentación y el convencimiento, no mediante el silenciamiento o la cancelación.
Decía Ortega que todo esfuerzo inútil conduce a la melancolía. Esperemos que no sea el caso de este libro y que su lectura sirva para que buena parte de la sociedad se dé cuenta de los peligros ciertos que algunas ideas y actitudes aparentemente inocuas (o incluso bienintencionadas) pueden acarrear, de modo que cada uno actúe en la medida de sus posibilidades para defender las libertades individuales y, entre ellas, la libertad de expresión (la suya y la de los demás), no dejándose coartar por la ley del silencio.