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Como otra anunciación, el inicio del Evangelio de san Juan llama a Jesús: «lleno de gracia». En griego: «Pléres cháritos». El padre Enrique González, en su libro La belleza de Cristo, subraya que esa «gracia», junto a las altas implicaciones teológicas que se deducirán después, tiene «un significado que pocas veces se ha puesto de relieve, aunque se trata del primero y elemental». Estos significados normales son los que hay que leer antes que nada en el Evangelio, porque «es más sencillo de lo que algunos suponen: está escrito para la gente sencilla». Y entonces, el padre González enumera las principales acepciones de la palabra que podemos encontrar en cualquier diccionario griego: «Cháris (gracia) viene de la raíz char, que significa brillar. […] Chará significa gozo, alegría regocijo, contento, placer, gusto. Con la expresión “lleno de gracia” se quiere decir primariamente esto: Cristo está lleno de atractivo, de encanto, de belleza, de hermosura, de bondad, de liberalidad, de generosidad, de amabilidad». No se nos debe olvidar, añado yo, quién es el que le llama «lleno de gracia»: el discípulo amado, quien más estrechamente convivió con Jesús –reclinado en su pecho– en los tres años de su vida pública.

Detectar en qué momentos en concreto de los Evangelios se encarna esta gracia primordial es lo que me ha llevado a publicar el ensayo Gracia de Cristo (Monóculo, 2023).

Enrique García-Máiquez: «Gracia de Cristo». Monóculo, 2023

En principio, parecería innecesario, porque sus sonrisas (e incluso alguna carcajada) atraviesan los textos límpidamente, como la luz el cristal. La advertencia de Stendhal: «Cuántos hombres se creen virtuosos porque son austeros y razonables porque son aburridos» no rige –ni lo uno ni lo otro– para Nuestro Señor Jesucristo.

Sin embargo, esta perspectiva se encuentra con algunos obstáculos naturales; y eso sin tener en cuenta la paradoja que denunció Chesterton en su biografía de Tomás de Aquino: «Por desgracia, el buen humor es a menudo más irritante que el malo». De los obstáculos naturales, el primero es que nada se resiente más de la rutina y la repetición como el humor fino. Siglos –milenios– leyendo diariamente la Biblia atenúan cualquier gracia. Después hay quienes consideran la sonrisa incompatible con la sacralidad, olvidando que gracioso no es lo contrario de sacro, sino de soso y de nada más. «Si la sal se vuelve sosa, con qué se salará?», es la cita inaugural cum grano salis del libro.

Una tercera dificultad es que de Jesús se podría decir lo que el poeta escocés Alasteir Reid escribió de su padre: «My father […] with a humour never far from his eyes». El humor de Jesús nunca está lejos de sus ojos. Hay que verle –los Evangelios lo muestran– viendo muchos de los episodios para captar –a través de su mirada– el misericordioso humor que emana la escena. Releyendo mis glosas, me di cuenta de que la sobreabundancia de referencias cinéfilas responde a ese papel protagonista de la mirada. San Josemaría Escrivá de Balaguer comentando la fiesta de la Ascensión en Es Cristo que pasa dice que al subir Jesús a los Cielos: «Echamos de menos, sin embargo, su palabra humana, su forma de actuar, de mirar, de sonreír, de hacer el bien». Que la sonrisa de Jesús aparezca enmarcada entre su forma de mirar y de hacer el bien tiene su intríngulis. Instintivamente, Escrivá de Balaguer ponía su sonrisa entre su mirada y sus milagros.

La última dificultad es mi pretensión de no inventarme nada. Como dice el prólogo de san Juan en el mismo verso, «estaba lleno de gracia y de verdad» y yo me he propuesto ceñirme al texto y, como máximo, a las entrelíneas, sin salirme ni por la de arriba ni por la de abajo. Hay representaciones de Cristo que destacan su humor, como la serie The Chosen, por ejemplo, aprovechando los huecos de las narraciones de los evangelistas para imaginar escenas.

Me interesaba más el humor que efectivamente recogieron los contemporáneos.

Un lector me dijo: «Este libro que habéis escrito a medias los evangelistas y tú…», y me alegró el día, aunque yo creo que, menos que a medias, habré escrito, como mucho, un doce por ciento. Mi ideal fue ser sólo una «figura in abysso», esto es, uno de esos personajes secundarios, a menudo extra temporáneos, que los pintores barrocos –observen: otra vez la mirada– ponían en una esquinita del cuadro señalando la escena principal para que no perdiésemos su significación oculta, con una sonrisa propia que no era más que un guiño y una invitación.

¿Muchos obstáculos naturales son estos?, suspirará el apiadado lector. Sí, pero, como san Pedro, yo también me he lanzado a andar sobre las aguas. Las ahogadillas serán un precio mínimo por el enorme placer de haber seguido durante casi 250 páginas a Jesús tan de cerca, (son)riéndome con Él, dejando que me saque del agua en el último instante. La cuestión de su sonrisa, aunque en apariencia liviana, tiene una gran trascendencia. Lo sabía don Nicolás Gómez Dávila, que afirmó: «El mejor paliativo de la angustia es la convicción de que Dios tiene sentido del humor». Y en esto, como en todo, Cristo siempre da el ciento por uno.

Poeta, crítico literario y traductor.