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Admirado por unos, rechazado por otros, debido al carácter reaccionario y tradicionalista de sus posiciones políticas e ideológicas, Nicolás Gómez Dávila (1913-1994) fue, sin embargo, uno de los grandes intelectuales de América Latina de la segunda mitad del siglo XX. Poseía una notable erudición filosófica y literaria, avalada por una biblioteca en la que consiguió reunir más de 30.000 volúmenes. Leía siete idiomas –incluido el griego y el latín-. Y se dio a conocer, cumplidos los 64 años, con los escolios o aforismos. Fue admirado y seguido, entre otros, por Ernst Jünger, Gabriel García Márquez o Alain Finkielkraut.

Como advierte Manuel Hidalgo en El Mundo “pierden el tiempo quienes, en lugar de leerle para disfrutar de su inteligencia asombrosa (…) y de la oportunidad de alimentar y estimular su capacidad de reflexión, busquen en él recetas para autoafirmarse o para execrar con arreglo a sus prejuicios y plantillas ideológicas”. Y autores tan distantes de sus postulados, como Fernando Savater, reconocen, no obstante, su perspicacia.

Con motivo del 25 aniversario de la muerte de Gómez Dávila, publicamos una aproximación a su obra que Enrique García-Máiquez hizo en su blog:

“La publicación de Escolios a un texto implícito, los aforismos completos de Gómez Dávila por Atalanta (Gerona, 2009) fue calurosamente recibida por los gomezdavilófilos de aquí. En España se habían publicado el último libro del autor, Sucesivos escolios a un texto implícto, por la editorial Áltera (Barcelona, 2002) con prólogo de Álvaro Mutis, y una antología, Escolios escogidos, por Los papeles del sitio (Sevilla, 2007), que Juan Arana ordenó según utilísimo criterio temático.

Las reseñas y los comentarios se han centrado en los aspectos más políticos y polémicos de su obra. Pero los Escolios a un texto implícito van más allá: proponen una cosmovisión; y junto a la política y a la sociología, reflexionan sobre teología, ciencia, historia, vida social, psicología, etc. En ese catálogo universal, goza de una importancia central la literatura. Nos ceñiremos a la primera entrega: Escolios a un texto implícito, 1 (que en la edición de Atalanta ocupa las pp. 69-451).

Empezaría mi antología por aquellos escolios que tratan del oficio de escritor. Al poderoso argumento de su inteligencia, se une la autoridad de comprobar a cada paso que quién los ha escrito es un finísimo autor. Lean algunos ejemplos:

El escritor procura que la sintaxis le devuelva al pensamiento la sencillez que las palabras le quitan.

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La originalidad de una obra depende a veces de lo que su autor no sabe hacer.

Hay una impotencia creadora.

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Gran escritor es el que moja en tinta infernal la pluma que arranca al remo de un arcángel.

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Nadie piensa seriamente mientras la originalidad le importa.

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Nadie debe escribir o pensar sino para sus superiores.

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En otros idiomas existe una prosa correcta para uso cotidiano, mientras que en español sólo el gran escritor escribe decentemente.

El libro mediocre es más mediocre en español que en otros idiomas.

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No debemos escribir como hablamos, sino como debiéramos hablar.

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La estética no puede dar recetas, porque no hay métodos para hacer milagros.

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Sin dignidad, sin sobriedad, sin modales finos, no hay prosa que satisfaga plenamente.

Al libro que leemos no pedimos sólo talento, sino también buena educación.

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Periodismo es escribir exclusivamente para los demás.

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El escritor se enreda en los hechos, si sus frases no tienen filo.

Escolio viene del griego «schólion», comentario

Como Borges, pero quizá con más sinceridad, Gómez Dávila se enorgullecía de lo leído más que de lo escrito. Leer era, por otra parte, su método de trabajo. Sus aforismos son decantaciones de horas innumerables en una biblioteca personal de más de 33.000 volúmenes. El mismo género y título, “escolios” lo advierte. “Escolio” —del griego “schólion”, comentario— es, como recuerda Franco Volpi en el prólogo a la edición de Atalanta, una nota en los manuscritos antiguos y en los incunables, añadida por el “escoliasta” en interlínea o al margen para explicar los pasajes oscuros del texto desde el punto de vista gramatical, estilístico o exegético. Sus consejos de lectura están escritos, pues, con un profundo conocimiento de causa:

 

El tránsito de un libro a otro se hace a través de la vida.

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El libro no educa a quien lo lee con el fin de educarse.

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La literatura toda es contemporánea para el lector que sabe leer.

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Siempre nos arrepentimos de leer, simplemente porque trata un tema interesante, al escritor sin talento.

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Cada nueva verdad que aprendemos nos enseña a leer de manera distinta.

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Admirar lo que no nos divierte es etapa intermedia entre la etapa primitiva, donde sólo admirábamos lo que nos divierte, y la etapa final, donde sólo nos divierte lo que admiramos.

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No admirar sino las obras realmente admirables es indicio de gusto dudoso.

El verdadero tacto literario, y la auténtica afición, aprecian el encanto del poeta menor y la delicadeza de prosas subalternas.

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Meditar es dialogar con algún muerto.

 

Nicolás Gómez Dávila escribió algunos poemas que han permanecido inéditos, y que conservan sus familiares y amigos. Ese dato explica, además de una afición que se adivina constante, la cantidad de escolios dedicados a la poesía, y su perspicacia técnica.

 

Como la única prueba de la sinceridad de un poema es cierto tono inconfundible, llamamos sinceridad ese tono, cualquiera que haya sido la manera de lograrlo.

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La poesía que desdeña la musicalidad poética se petrifica en un cementerio de imágenes.

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Gran parte de la poesía moderna se resigna a parecer simplemente traducida.

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Los poetas cargan la mayoría de sus poemas con pólvora mojada.

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El poeta ayer confiaba en el adjetivo tradicional, hoy confía en el inusitado.

En ningún caso la receta reemplaza al talento.

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El poeta mediocre inventa sus símbolos. El gran poeta los descubre.

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El poeta no traduce una visión en palabras. Su visión se elabora en ellas.

El poeta descubre lo que quiere decir diciéndolo.

La poesía es una retórica victoriosa.

Gómez Dávila acabó convirtiéndose en crítico, esto es, en un lector con cuatro ojos

Gómez Dávila fue sobre todo un lector, pero tan atento que acabó naturalmente convirtiéndose en crítico, esto es, en un lector con cuatro ojos. O con seis, porque fue un crítico que, como pedía Eliot, se atrevió a criticar al crítico.

 

El oficio del profesional, en las ciencias del espíritu por lo menos, es el estudio de las obras del aficionado.

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“Arte por el arte” significó para una generación independencia del arte, y para otra independencia del artista.

Los primeros defendieron una tesis estética exacta; los segundos pregonaron una tesis ética errónea.

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Recordando las pifias de sus colegas de ayer, los críticos contemporáneos prodigan el incienso, sin advertir que más grave que ignorar a un gran artista es pasmarse ante un mediocre.

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La buena obra teatral no se puede ver, ni la mala leer.

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La pasión igualitaria es una perversión del sentido crítico: atrofia la capacidad de distinguir.

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Al hablar de un poeta es tonto insistir sobre sus poemas fracasados. Lo normal es que los poemas fracasen.

Un poeta no es más que sus triunfos.

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La crítica literaria incluye todo lo que al hombre inteligente se le ocurra decir sobre un libro.

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Entre la obra lograda y la obra fallida no existe diferencia que la razón esclarezca, sino distancia que el espíritu constata.

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El que no entiende que dos actitudes perfectamente contrarias pueden ser ambas perfectamente justificadas no debe ocuparse de la crítica.

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Nuestra opinión sobre un gran libro es un fallo con que el libro nos juzga.

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La humanidad cambia menos lo que admira que las razones con que justifica su admiración.

Tres mil años han admirado a Homero sucesivamente por razones contradictorias.

Las obras duran más que las estéticas.

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A pesar de la intrusión de ínfulas técnicas en las letras, los artefactos estéticos no son utensilios de laboratorio, sino trampas para cazar ángeles.

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Después de milenios de literatura debiéramos saber que la verdad importa menos que el talento con que un escritor se equivoca.

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Negar el valor estético del tema, porque algún tonto pensó que el valor de las obras dependía de determinados temas, equivale a negar el valor estético del color, si se le ocurriera pensar a otro tonto que el valor de las obras depende de determinados colores.

Temas, formas, colores, ritmos, etc., son ingredientes estéticos de la obra.

 

A poco de ponerme a recopilar los escolios literarios, sin embargo, se me quitó de la cabeza tan descabellado propósito. Me tenía que haber escamado que el propio autor no ordenase su obra por materias y optase por un aparente caos temático. Desorden que resulta especialmente sospechoso en alguien que ha escrito: “Entre injusticia y desorden no es posible optar. Son sinónimos”.

La crítica literaria no puede desconectarse de una concepción completa del mundo

En realidad, lo que Gómez Dávila pretende decirnos con la mescolanza de temas es que todos los suyos están íntimamente relacionados, sosteniéndose entre sí. La crítica literaria no puede desconectarse de una concepción completa del mundo. Más: la crítica literaria consiste en esa concepción. “La crítica decrece en interés mientras más rigurosamente le fijen sus funciones. La obligación de ocuparse sólo de literatura, sólo de arte, la esteriliza. Un gran crítico es un moralista que se pasea entre libros”, ha predicado el moralista Nicolás Gómez Dávila. Se trata de un paseo de ida y vuelta. Sus ideas le orientan a través literatura y a través de la literatura concibe sus ideas:

 

El libro que no tenga a Dios, o a su ausencia, por protagonista clandestino, carece de interés

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La literatura moderna: esa colosal empresa reaccionaria.

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El Progreso respira mal en el Parnaso

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Una gramática insuficiente prepara para una filosofía confusa.

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Desde Blake, Wordsworth y el Romanticismo alemán, la poesía moderna es una conspiración reaccionaria contra la desacralización del mundo.

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Las estéticas “modernistas” han sido invento de escritores reaccionarios: Balzac, Baudelaire, Eliot

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La literatura plantea los problemas del hombre en el idioma de la inteligencia y no en uno de los esperantos del intelecto.

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La apologética debe mezclar escepticismo y poesía.

Escepticismo para estrangular ídolos, poesía para seducir almas.

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El mundo es un sistema de ecuaciones que resuelven ventiscas de poesía.

 

Si la literatura ocupa ese lugar central, alrededor del cual gira su pensamiento, es porque nada está más íntimamente conectado al alma humana. Su poética implícita es personalista:

 

La crítica romántica nos enseñó a leer no solamente libros, sino autores.

Allí aprendimos a escuchar en la obra la resonancia de un alma.

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Una obra es literaria cuando autor y obra son inseparables, científica cuando cualquiera puede haberla escrito.

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Para seducir no es necesario que el escritor tenga algo que decir, sino que sea alguien.

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Lo que el escritor inventa primero es el personaje que escribirá sus obras.

Recoger exclusivamente los escolios literarios suponía desgajarlos del alma de Gómez Dávila, esto es, del alguien que nos seduce. Y era desconectarlos del todo que les da sentido y, lo que quizá es más grave, de su misión de dar sentido al todo. Para acceder a su poética implícita hay que leerle entero. Eso que salimos ganando».