Para el culto romántico al genio individual es una paradoja que los libros realmente singulares lo sean porque confluyen con otros, captan entre todos el espíritu de una época y contribuyen a la labor común de enfrentarse a su tiempo. La filosofía se ha vuelto loca (Ariel, 2019), del profesor de Filosofía Contemporánea de la Universidad de París Jean-François Braunstein, ha sido destacada en El País por Fernando Savater porque explora tres corrientes del pensamiento actual “peligrosamente populares: los delirios sobre el género, el animalismo y la eutanasia». Pero su alcance se comprende aún mejor si se pone en relación con The Madness of the Crows (Bloomsbury, 2019) de Douglas Murray y con No society. El fin de la clase media occidental (Taurus, 2019) de Christophe Guilluy.
Estamos ante un caso paradigmático de la hegemonía de la cultura como motor de las transformaciones sociales, como explicó Gramsci
Los tres ensayos giran alrededor de un mismo fenómeno, iluminándolo. En palabras de Douglas Murray, estamos ante «una nueva metafísica en nuestras sociedades, una nueva religión si se prefiere […] probablemente el empeño más audaz y abarcador desde el final de la Guerra Fría de crear una nueva ideología. […] Es un sistema que no sólo es imposible sino enloquecedor, y que hace demandas que son imposibles hacia fines que son inalcanzables». Braunstein se centra en las filosofías y los pensadores que han dado origen a estas corrientes de opinión. Murray estudia, en vez de las causas, las consecuencias («la locura de las masas»). Y Guilluy, por su parte, aunque se centra en otros fenómenos, detecta el incipiente cansancio de la gente ordinaria y atisba la reacción del sentido común. Todas las piezas del puzle encajan, y el panorama se expande.
Conviene empezar por el libro de Jean-François Braunstein por una cuestión de orden. Todo comenzó con las ideas que él analiza y que han ido calando más y más en la sociedad hasta el previsible hastío del que estos tres libros son un evidente anuncio; y tal vez un catalizador. Mientras tanto, estamos ante un caso paradigmático de la hegemonía de la cultura como motor de las transformaciones sociales, tal y como explicó Antonio Gramsci.
Braunstein desentraña esas ideas con un contundente aparato crítico, no sólo por la cantidad de citas y autores tratados, sino también por la finura de sus observaciones. Obsérvese la ironía: «Las cuestiones relativas al género, al derecho de los animales y a la eutanasia han cruzado el Atlántico y se han convertido en debates sociales, que supuestamente deben apasionarnos». Hay una oscilación entre la información rigurosa y la chispa epigramática, que aparece aquí y allá, como un aliviadero, cuando el autor, que trata de mostrarse siempre ecuánime, no puede más. Ese juego de tonos contribuye a una lectura dinámica, que va y viene de la información a la crítica, aunque sin confundir los planos.
Compensa así la hierática seriedad de los filósofos que estudia: «Todos ellos van totalmente en serio; su carencia absoluta de sentido del humor es incluso una de sus principales características». Y su mala prosa también levanta sospechas. Como observa Murray: «Una prosa tan mala sólo puede ocurrir cuando el autor nos quiere ocultar algo».
Fernando Savater: «[La filosofía] tiende a la genialidad en el mejor de los casos, pero al delirio en los peores»
Con todo, la pulsión epigramática de Braunstein no le distrae de subrayar la seriedad de lo que nos jugamos. Se trata de «proyectos aparentemente generosos que conducen a consecuencias absurdas, chocantes incluso». Este ensayo describe, fundamentalmente, «el paso de los buenos sentimientos a la abyección». Como remacha Savater: «[La filosofía] tiende a la genialidad en el mejor de los casos, pero al delirio en los peores». Braunstein estudia a John Money, Anne Fausto-Sterling, Judith Butler…, y muestra cómo van de lo grotesco a lo directamente desagradable. Sostiene un pulso particular con el filósofo australiano Peter Singer, del que subraya que «casi la mitad de su influyente tratado de ética, Ética práctica, está dedicado a la pregunta de si “se puede matar” a fetos, a niños, a ancianos, etc».
Se hace un clarividente análisis de las ideas de fondo que sostienen todas estas teorías: gnosis, rechazo a la realidad, ataque a la naturaleza, voluntarismo, nominalismo, nihilismo, odio a Occidente… Especialmente, «esta repugnancia del cuerpo […], una tendencia masiva del mundo contemporáneo», que explica extremos como la amputomanía, la zoofilia, la preferencia por la cremación, el transhumanismo o la concepción de que la biología es una ciencia «virilista» contra la que el feminismo debe reaccionar, empujando «hacia una descomposición generalizada de las fronteras».
Las consecuencias sociales —que detallará Douglas Murray— responden al previo desajuste teórico que denuncia Braunstein. No puede sorprendernos, cuando, como él dice, hasta «el simple hecho de esforzarse en dar una definición de cualquier concepto se considera a menudo hoy en día una actitud “reaccionaria”. Como bien observó Francis Wolf: “Nuestra época no gusta de definiciones. Toda pregunta “¿qué es?” le parece sospechosa de acarrear relentes esencialistas […]. La propia pregunta parece reaccionaria».
Aunque el papel y los mullidos sillones de las universidades prestigiosas lo aguantan todo, la realidad es mucho menos maleable. Por eso, los profesionales y especialistas que están en contacto con el mundo son los más refractarios a estos discursos teóricos que los medios de masas quieren expandir. Braunstein se hace fuerte en ese detalle: «Psiquiatras y psicoanalistas no son, en su inmensa mayoría, fervientes adeptos de la teoría de género; los juristas favorables al derecho de los animales son una ínfima minoría, y rarísimos los médicos que sostienen sin matices la legalización de la eutanasia. Todos ellos constatan ya los efectos muy negativos que produce una modificación radical de la definición de lo que es el hombre».
El principal ariete argumentativo del libro es la reductio ad absurdum. Los horrores que surgen al desarrollar, con el frenesí de una lógica insomne que ha perdido todo freno realista, hipótesis que, si no ciertas, parecían atractivas, populares y rebosantes de buenos sentimientos. Singer «no crea controversia porque adopte axiomas extravagantes, sino simplemente porque llega hasta las últimas consecuencias de axiomas ordinariamente aceptados». Así, el utilitarismo más común termina por llevar a preguntarnos, como ha propuesto John Harris, por qué no instaurar «La lotería de la supervivencia» que permita sacrificar a un sano para salvar, mediante trasplantes a dos, tres o cuatro enfermos. Los casos extremos se multiplican y Braunstein va dando implacablemente cuenta de ellos.
Hay una curiosa vacilación, sin embargo, a propósito del aborto. Peter Singer y otros pensadores sostienen que, ya que no hay salto genético entre el feto y el niño, urge autorizar, libres de una vez de prejuicios religiosos, el infanticidio eugenésico o el «postaborto» durante las primeras semanas. En este caso, Braunstein retrocede y no se atreve a reconocer —como ha venido haciendo a lo largo y ancho de todo el ensayo— que el mal está en el origen, esto es, en el aborto. Recurre entonces a una defensa por medio del escándalo biempensante, justo la que ha estado rechazando, con mejor filosofía, todo el tiempo. Es un leve desfallecimiento políticamente correcto.
Del que enseguida se recupera: «El principal error que cometen generistas, animalistas y demás bioéticos es creer que hay que borrar todas las variedades de fronteras. La humanidad solo se constituye a partir de la edificación de límites y de fronteras. Esas fronteras son las que hacen que la humanidad como tal exista». Nos resulta imprescindible el concepto de la dignidad humana (a pesar del triple escándalo que supone hoy por ser un «concepto», por hablar de «dignidad» y por presuponer la existencia de una naturaleza humana). El sueño de la dignidad termina provocando el insomnio de la razón y, en efecto, produce monstruos.