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N O hay que ser un Premio Nobel de economía para saber que la forma más rápida y segura de conseguir la escasez de un producto cualquiera es controlar sus precios para evitar que aumenten cuando la oferta y la demanda así lo exigen. Como consecuencia del control, crecerá la demanda de ese producto y se reducirá su oferta; y los consumidores, a los que teóricamente se intentaba favorecer, acabarán teniendo cartillas de racionamiento o haciendo largas colas para adquirirlo. No puede sorprendernos, por tanto, que el control de precios de !as viviendas arrendadas en España haya forzado a la baja la oferta de una forma tal que, por ejemplo, el porcentaje de pisos en alquiler en relación con el número total de pisos existentes, sea hoy extraordinariamente bajo en comparación con el de otros países similares al nuestro.

La regulación de los arrendamientos urbanos en España, aunque tiene en común con otras políticas de limitación de precios este efecto de reducción de la oferta, presenta también peculiaridades dignas de mención. La más importante es, seguramente, la radical segmentación del mercado que ha producido. Hemos llegado a acostumbrarnos, en efecto, a ver cómo por el arrendamiento de viviendas grandes en los barrios más caros de una ciudad se está cobrando, a menudo, sólo una pequeña parte de lo que cuesta alquilar un apartamento en un barrio obrero. O a que, en un mismo inmueble, haya inquilinos que paguen cantidades miserables por el alquiler de sus pisos, mientras otros deben pagar cifras muy altas por otro de las mismas características.

Consecuencias

Los efectos de la ley no son sentidos, por tanto, en la misma medida por todos los consumidores, como sucede en el caso de otros productos de precios controlados. Los contratos para obtener una vivienda en arrendamiento no exigen necesariamente al consumidor su realización repetida. Basta, por el contrario, si la ley establece !a prórroga forzosa, contratar una sola vez y disfrutar de los privilegios que la norma establece. Los propietarios de los inmuebles, por su parte, ante unas leyes que les causan graves perjuicios, reducen la oferta, lo que hace que los precios suban en el sector liberalizado mucho más de lo que lo harían si todo el mercado fuera libre. Pero esto no afecta a los inquilinos de renta antigua. Serán os nuevos demandantes, especialmente los jóvenes que buscan vivienda y no tienen medios para comprarla, quienes sufran las consecuencias.

Los efectos de nuestra desdichada Ley de arrendamientos urbanos no se limitan, sin embargo, a producir una redistribución indeseable de la renta, Al crear incentivos para que los inquilinos no se muevan del piso o local comercial que ocupan, la ley no permite que la asignación de los inmuebles responda a criterios de eficiencia; y toda la sociedad se ve perjudicada por ello. Y al dificultar a los propietarios la libre disposición de sus bienes, hace que muchas personas, que en otro caso habrían empleado parte de su capital en el sector de alquileres, busquen otros campos más atractivos para su ahorro; y si, pese a todo, compran fincas urbanas, las utilizan simplemente como depósito de valor, prefiriendo la pérdida que supone dejarlas vacías al riesgo de no poder recuperarlas cuando lo necesiten. Si a esto unimos el temor de que un día un gobierno cualquiera pueda decidir establecer ¡a prórroga forzosa en todos los contratos de arrendamiento, resulta fácil entender la extraña situación del mercado inmobiliario hoy existente.

Ruina

Pero no acaban aquí los efectos del control estatal de los arrendamientos. Se ha comprobado muchas veces, tanto en España como en otros países, que no hay medio más idóneo para degradar zonas enteras de las ciudades y hacer que sus edificios se deterioren hasta llegar a la ruina que impedir que el mercado funcione en este sector. No hay incentivos para conservar casi nada, porque los edificios con inquilinos de renta antigua casi nada valen. La ruina del edificio liega a ser así la única esperanza del propietario, que ve cómo inquilinos que pagan rentas ínfimas se niegan a contribuir a los gastos de mantenimiento más fundamentales.

Por si esto fuera poco, resulta, además, difícil encontrar normas sociales, o incluso creencias religiosas, que establezcan entre los individuos lazos tan fuertes como los que crea nuestra Ley de arrendamientos urbanos. Para la Iglesia Católica un matrimonio sólo se disuelve por la muerte de uno de los cónyuges. Pero esta unión parece efímera si se compara con la que se obliga al establecer al propietario con su inquilino. ¡Ni siquiera la muerte de un arrendatario con derecho a subrogación hace que los derechos del fallecido terminen! El propietario no sólo se casa con su inquilino; también lo hace con su viuda, sus hijos, sus padres o sus hermanas en una asombrosa unidad de destino en lo universal en la que los derechos de unas generaciones se transmiten a otras.

A nadie se le escapa hoy que para un partido en el gobierno e¡ principal objetivo es la conservación del poder; que muy pocos políticos estarían dispuestos a perder votos modificando leyes en perjuicio de un grupo significativo de sus electores, aunque, con el cambio, la mayoría de la población resultara beneficiada. Pero si los efectos de una norma llegan a ser tan negativos que la sociedad misma empieza a darse cuenta de lo que la ley realmente significa, su mantenimiento puede originar pérdidas de votos. Es entonces el momento en el que los gobernantes se plantean la posibilidad de la reforma.

En España tal situación parece haberse ya presentado. Los estrangulamientos que la Ley de arrendamientos urbanos produce en el mercado inmobiliario tienen tal gravedad que difícilmente podrán seguir siendo soportados por nuestra economía, si queremos que ésta abandone, por fin, su tradicional tendencia al corporativismo y al proteccionismo y pase a ser el fundamento de una sociedad abierta y eficiente. Todavía pesan las preocupaciones por conservar lo antiguo y el temor por la pérdida de votos. Pero, al menos, ya estamos casi todos de acuerdo en que en una economía moderna las prórrogas forzosas, las rentas controladas o las subrogaciones en los contratos de arrendamientos urbanos son algo tan anacrónico como lo serían hoy -de seguir existiendo- las cartillas de racionamiento o las fiscalías de tasas. Por algo se empieza.

Catedrático emérito de Economía Aplicada de la Universidad Complutense de Madrid y profesor Eminent Senior en UNIR. Fue director del Instituto de Economía de Mercado, Senior Associated Member del St. Antony’s College de la University of Oxford y presidente del Consejo Económico y Social de la Comunidad de Madrid.