Eduardo Infante. Nacido en Huelva, en 1977, Infante es uno de los profesores de Filosofía más conocidos del país. Con más de 37 mil seguidores en Twitter, este profesor de instituto afincado en Gijón enseña mediante paseos por el parque, preguntas que nos hacen entender a los clásicos en el mundo actual o lo que él llama filo-retos en la mencionada red social. Su última obra, Aquiles en TikTok, está publicada en Ariel.
Avance
En su último libro Eduardo Infante reivindica la virtud para todos, una virtud liberadora del individualismo y del utilitarismo que predominan no solo en la sociedad sino en el modelo educativo, en el que estos fenómenos encuentran su origen. ¿A qué puede ser debido? Infante apunta a los modelos que los niños tienen. En la actualidad es el tiktoker, el influencer de vida expuesta, basada en comprar cosas y lucirlas mientras sonríe. Como subraya el autor de la reseña, el también profesor Jorge Valero, «esta vida para y por el consumo nos lleva a ser dueños de cosas, pero no a ser dueños de nosotros mismos».
Frente a esos modelos, Infante pasa revista a autores clásicos como Homero, Hesíodo, Sócrates, Platón y Aristóteles. Rastrear sus obras permite descubrir el camino a la virtud. Todo niño griego quería ser Aquiles y encarnar valores como la bondad, la nobleza y la piedad; trabajar bien, como es el ideal de Hesíodo; y llegar a ser un buen ciudadano, un ciudadano libre, por los caminos explorados por Sócrates y narrados posteriormente por Platón. En las obras de este último, destaca —como hace el propio autor— el alegato a favor de la disciplina, la templanza y el autocontrol que conducen a que el niño pueda llegar a ser dueño de sí y disponga de una libertad real y no la ilusión habitual basada en justo lo contrario.
El último filósofo convocado es Aristóteles, de quien recoge la idea de que educación, virtud y florecimiento están íntimamente unidos. La felicidad y el buen vivir se darán siempre en comunidad, ya que como apunta el filósofo, somos seres sociales por naturaleza.
Artículo
Aquiles en TikTok, el último libro del profesor de filosofía Eduardo Infante, es un alegato a favor de la virtud a la que presenta de manera desacomplejada y desligada de tendencias políticas e ideológicas. Pone la ética de la virtud sobre la mesa y la necesidad de educar a los jóvenes en virtudes desde una posición secular, abriendo una brecha de lo más fructífera: la educación en virtud es para todos, independientemente de los orígenes socioeconómicos y de sus creencias.
Los dos capítulos introductorios son probablemente los más sugerentes. En ellos Infante muestra cómo en la pedagogía actual la virtud brilla por su ausencia, y defiende por qué en nuestro mundo de TikTok e individualismo desbocado la forja de las virtudes es todavía más necesaria. En los siguientes capítulos, el profesor describe un recorrido histórico por las principales concepciones griegas de la virtud: Homero, Hesíodo, Sócrates, Platón y Aristóteles.
El autor comienza y termina su libro recalcando una idea fundamental: hay un abismo entre el fin fundamental de la educación —florecer, prepararlos para que puedan sacar lo mejor de sí— y el utilitarismo reinante en el que vivimos. Siguiendo la estela de los clásicos, Infante defiende la necesidad de una educación liberadora que se dirija a la plenitud y excelencia. Lo que encontramos habitualmente es algo muy distinto: una «educación» que te prepara para la vida laboral, y no para la vida (lo que Gregorio Luri ha tildado de «oficinas de colocación»). Mediante una educación utilitarista convertimos a los estudiantes en objetos —del mercado— en vez de en sujetos libres y autónomos. Hay una diferencia fundamental entre «saber» y «saber hacer», que por sí solo, nos da una visión reduccionista del ser humano, equiparándonos a piezas hechas para un engranaje.
Que la OCDE haya sido quien ha marcado los fines de la educación a nivel global en los últimos años no ha ayudado, ya que su «filosofía» ha venido girando en torno a las competencias y a preparar al niño para el mercado. Sin embargo, esa tendencia parece que empieza a cambiar, ya que recientemente la OCDE ha puesto en el centro de la educación la noción de florecimiento, y ha fichado como asesores principales a dos referentes que buscan con sinceridad los fines del hombre y de la educación: Tyler VanderWeele, director del Human Flourishing Project de Harvard, y Kristján Kristjánsson, del Jubilee Centre en la Universidad de Birmingham.
Educar en las distintas virtudes resulta un paso imprescindible para forjar estudiantes críticos y libres. Pero vivir una vida virtuosa requiere un esfuerzo y precisa un modus operandi particular que choca con tres grandes monstruos que campan a sus anchas en la sociedad contemporánea: el individualismo, el hedonismo y el relativismo (p. 22).
La necesidad de los modelos: de Aquiles al tiktoker
En el capítulo segundo, el autor reflexiona acerca de la importancia de los modelos. Los modelos antiguos estaban bien cimentados en la autoridad que les daba una vida de esfuerzo y de excelencia. El modelo actual es el influencer. Se ha trasladado el foco desde la virtud y el buen juicio a la riqueza y la fama. La vida —sumamente expuesta— del influencer solo nos conduce al mercado. Se promueve una suerte de religión del consumo: ropa, productos de belleza, viajes únicos, experiencias… Consumir está asimilado a tener éxito, y es una actividad que nunca cesa, es una espiral inacabable a golpe de clic. «El camino del tiktoker —escribe el profesor— es cómodo, breve, sencillo, no exige esfuerzo y, sobre todo, tal como él mismo señala, es inmediato» (p. 41). Esta vida para y por el consumo nos lleva a ser dueños de cosas, pero no a ser dueños de nosotros mismos.
Infante se une al coro de ensayistas —M. Berkowitz o K. Kristjansson, entre otros— que desde hace años están recuperando la idea de la importancia del role-modeling. Un modelo tendrá autoridad en tanto sea ejemplo de vida que haga progresar el educando. En cierto sentido, la autoridad nace de la promesa de crecimiento. Pero un mundo donde la autoridad se ha venido desdibujando se vincula a una pérdida de referentes que nos deja como legado generaciones enteras de niños desorientados.
Los orígenes de esta crisis de autoridad hay que localizarla en los propios adultos, que en un ejercicio de irresponsabilidad «se lavan las manos» respecto a una de sus tareas naturales: preparar al niño para el mundo y así poder darle continuidad. Se intentó borrar la autoridad y lo que se logró fue cambiarla de manos: ahora en vez de a los padres, los chicos están sujetos a la tiranía de la mayoría. Una tiranía donde el número de likes se convierte en el objetivo final: más y más likes, sin una reflexión de fondo sobre el bien o el mal de lo publicado.
Las huellas de la virtud en la tradición griega
Tras estos capítulos en los que el autor engarza los mundos antiguo y contemporáneo, empieza el recorrido por los autores griegos. El primero de ellos, Homero. En la épica arcaica, virtuoso se nacía, la sangre era la que daba la virtud y la posibilidad de aspirar a la excelencia (areté). La Ilíada y la Odisea eran los manuales educativos de entonces, «eran la fuente para la instrucción del carácter» (p. 57), pues somos en gran medida los relatos que escuchamos y que forjan nuestros ideales éticos. Todo niño griego quería ser Aquiles, porque encarnaba un modelo que personificaba la bondad, la nobleza y la piedad (p. 55). También el honor ocupa un lugar central en la educación homérica, y al ser un elemento comunitario —uno no se arroga el honor a sí mismo, sino que lo recibe de los demás— no había lugar para el individualismo. El individuo desaparece en beneficio de la comunidad.
Hesíodo da un giro a esta concepción y perfila una virtud ligada al valor del trabajo. Hesíodo canta a la virtud del labriego y del zapatero, la virtud silenciosa, velada, constante. En su obra, la virtud no es algo innato, sino que se adquiere con el propio sudor: «requiere esfuerzo, constancia y plena conciencia por parte del alumno» (p. 65). No es difícil ver la relación directa que hay con la libertad y la voluntad: la primera para elegir el bien, la segunda para seguir haciéndolo a lo largo del tiempo.
Tras estos primeros viene el dedicado a Sócrates, que enlazó la educación con la noción de ciudadanía. El educando está en el camino para llegar a ser un ciudadano bueno, y para ello Sócrates nos pone ante los ojos la necesidad del cultivo del hombre libre. Experimentamos una subversión de valores: de asociar la excelencia con los honores pasamos a asociarla con el cuidado del alma (la psyché). Infante dedica unas páginas a desarrollar dos de los diálogos socráticos que nos han llegado, Menón y Alcibíades. Son los diálogos esenciales en torno a la virtud. En Menón se da la exploración sobre qué es la virtud y si puede ser enseñada, y acaba dilucidándose que ésta no puede ser enseñada a golpe de manual, pues «no es una doctrina de contenidos y conceptos, no es una herramienta intelectual, sino una gimnasia espiritual» (p. 123). Alcibíades, por su parte, nos recuerda que la virtud requiere un espacio en el que florecer, y ese espacio se propicia en un entorno de amistad.
Platón es el cuarto invitado. El autor del libro rememora la alegoría platónica del carro alado: ese auriga tirado por un caballo negro que tiende a desbocarse y que requiere de la templanza (sophrosyne) para su dominio y por un caballo blanco que encarna la valentía (andreía) que «permite controlar el miedo y supeditarlo a un noble objetivo» (p. 157). A estos dos caballos hay que sumarle el cochero, cuya virtud fundamental es la prudencia (phronesis). La cuarta virtud es la justicia, la más importante en el discurso platónico, pues es la que permite la correcta administración de las otras tres. Infante rompe aquí una lanza, de nuevo, a favor de recuperar los fundamentos de la educación que han sido atacados por pedagogías sin fuste: hace un alegato a favor de la disciplina, la templanza y el autocontrol, hábitos todos ellos necesarios para que el niño pueda llegar a ser dueño de sí y disponga de una libertad real.
Platón siguió el camino iniciado por su maestro Sócrates y no tuvo reparos en criticar aspectos que se tenían por intocables. Cuestionaba modelos anteriores, por ejemplo, al mismo Aquiles, y se pregunta si lo que esta figura representa (intemperado, violento…) es realmente el modelo que los jóvenes necesitan.
Aprovecha el final del capítulo el profesor Infante para arremeter contra un problema que considera especialmente grave: las pantallas y su omnipresencia en todos los rincones de la vida personal y social, que ponen de relevancia la necesidad de una «educación en la atención». Con jóvenes incapaces para sostener un mínimo la atención, nos encontraremos con generaciones enteras incapaces de introspección, mirada atenta y de pensamiento crítico.
El último filósofo al que se convoca es a Aristóteles, de quien recoge la idea de que educación, virtud y florecimiento están íntimamente unidos. El florecimiento en la doctrina aristotélica recibe el nombre de eudaimonía, y es una síntesis de felicidad, buen vivir y bien estar. Se puede dar únicamente en comunidad, ya que somos seres sociales por naturaleza. Por su parte, la virtud en Aristóteles se solidifica como el hábito operacional bueno que perfecciona nuestra naturaleza. Nos ofrece también las que para él son las virtudes esenciales: valentía, templanza, magnanimidad, justicia y prudencia.
Mismas luchas y mismas amenazas
El epílogo cierra el círculo, como veíamos al principio, y el profesor onubense recupera la idea de que las artes liberales son necesarias y superiores a otras artes que podríamos llamar serviles. Las artes liberales persiguen la virtud y la belleza, son un fin en sí mismo, forjan el carácter y el estímulo intelectual, perfeccionan al sujeto y conducen a una vida trascendente. Por su parte, las artes serviles se dirigen a la producción de bienes de consumo, son medio para otro fin, perfeccionan objetos y conducen a una vida de mera supervivencia.
Es muy sugerente la historia del final, ubicada en el Nueva York de los inicios del siglo XX. En esa ciudad que pugnaba por ser la cabeza del planeta, Rockefeller intentó, con la complacencia de los políticos, hacer una «escuela moderna» al servicio del mercado. Una educación floja y poco exigente, en la que se enseñaría a trabajar con las manos, pero no educaría en virtud. Algunos alumnos de los barrios más pobres se rebelaron porque se dieron cuenta de que ese camino mermaría sus posibilidades y les condenaría a una vida cautiva. Sin una verdadera educación liberal, que abriese sus mentes y pusiese sus corazones a disposición de la comunidad, no podrían sino ser obreros a los que la educación superior les estaría vetada. ¿No encontramos ciertos parecidos con la educación actual? La misma lucha, el mismo peligro, la misma amenaza. No faltan voces advierten de a dónde realmente puede abocarnos toda esta educación light y distraída. Tal vez sea el momento de plantearse si muchos de los problemas sociales no tienen también un cierto origen en una educación que se resiste a romper los moldes del individualismo y el utilitarismo. El momento de revisitar a nuestros clásicos para entender que el honor, el trabajo por la comunidad, la templanza o el rigor intelectual son maneras de mantener viva y activa la sociedad mientras aquellos que la pueblan tienen la posibilidad de florecer y realizarse en ella.