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En mayo de 2000 el International Press Institute eligió a Antonio Fontán como uno de los cincuenta «héroes de la libertad de prensa en el mundo». Esta designación formaba parte de los actos conmemorativos del quincuagésimo aniversario de su existencia, y situó al periodista, político y catedrático sevillano como uno de los grandes del periodismo en la segunda mitad del siglo XX, junto a otras reconocidas figuras como el italiano Indro Montanelli, el polaco Adam Michnik, la norteamericana Katharine Graham, el nicaragüense Pedro Joaquín Chamorro y el argentino Jacobo Timerman. Este reconocimiento internacional cubría, de algún modo y por elevación, la falta hasta entonces de un reconocimiento similar en nuestro país. Fue el único periodista español en aquella lista.

Apenas un mes después, el Senado, del cual había sido presidente durante la legislatura constituyente entre 1977 y 1979, le dedicó un cálido y sentido homenaje. Como señaló la entonces presidenta de dicha Cámara, Esperanza Aguirre, «don Antonio Fontán es una persona que suscita el más amplio consenso entre los más diversos sectores de la profesión periodística», y de ahí que se concibiera el acto como «una ocasión para que el Senado sirva de lugar de encuentro entre los principales editores, directores y columnistas de España». Y así fue. La extensa nómina de invitados era una prueba fehaciente de que Fontán había logrado algo al alcance de muy pocos personajes públicos en la España de hoy. La pregunta surge entonces por sí sola: ¿cuál fue su secreto para conseguir tal milagro, es decir, tal grado de unanimidad en la adhesión?

Aunque durante su dilatada vida compaginó, con distintos énfasis en unos u otros momentos, sus facetas como periodista, como político y como catedrático de Filología Latina, la etapa de su vida en que alcanzó mayor notoriedad dentro de la profesión periodística fueron indudablemente los cuatro años y medio en que dirigió el diario Madrid, entre abril de 1967 y su cierre por el gobierno de Franco el 25 de noviembre de 1971. Desde septiembre de 1966 esa cabecera, que venía editándose desde el final de la guerra civil, había tomado unos nuevos rumbos políticos bajo la orientación del intelectual valenciano Rafael Calvo Serer, aprovechando también los resquicios de mayor libertad que abría la nueva Ley de Prensa e Imprenta de 1966, obra del ministro Manuel Fraga.

Fontán se sumó primero al equipo editorial de esa nueva etapa del Madrid independiente y aceptó el puesto de director que le ofreció Rafael Calvo meses después. Como escribiría él mismo, aquel proyecto periodístico y político constituyó «un largo viaje por los incómodos senderos de la discrepancia». Fueron incómodos porque recibió un total de veinte expedientes administrativos por supuestas vulneraciones de la Ley Fraga, varios de los cuales acabaron en sanciones económicas y en un cierre de cuatro meses en mayo de 1968, además de algunas querellas criminales, inspecciones, amenazas y otras presiones de diverso tipo. Las discrepancias tuvieron, pues, su precio, pero Fontán, que no necesitaba del periodismo para vivir y por tanto podía soportar mejor esas presiones, fue la figura clave en torno a la cual se apiñó la nueva redacción que fue formando y los intelectuales y políticos que se fueron uniendo al proyecto.

En pleno fragor del combate, apenas un año después de haber sufrido la suspensión de cuatro meses, escribió Fontán en un documento interno de 1969 que el objetivo del diario era «mantener una posición política moderna y democrática, independiente del Gobierno, crítica de las falsas soluciones y los falsos planteamientos del Régimen, claramente discrepante por razones morales y políticas». Ya después del cierre resumió en otro informe interno las «razones políticas» últimas de dicha medida: Madrid era un diario «no alineado», «capaz de presentar alternativas», que «puede dar en cualquier momento sorpresas de tipo informativo […] y artículos importantes», que no presentaba «los signos habituales de adulación […] ni de conformismo […] habituales o frecuentes en otros periódicos»; y además, concluía, «es un polo de atracción de intelectuales y de periodistas (sospechosos, izquierdistas, no ortodoxos), fomenta el inconformismo y […] nunca ofrece compensaciones».

En aquellos tiempos en que la libertad resultaba difícil de entender para quienes no estaban habituados a ella, no faltaron las incomprensiones. Hubo sectores que pensaban —craso error— que el Madrid era una pieza más al servicio de los tecnócratas de López Rodó, simplemente porque aquel ministro de Franco, Fontán y Calvo Serer eran miembros del Opus Dei y, por tanto, «debían» pensar lo mismo en política. Pero como era una realidad clara que en torno a Madrid se aglutinaron personas de muy diversas tendencias políticas, el influyente vespertino sindical Pueblo de Emilio Romero llegó a definir a Madrid como una «empresa liberal- religiosa-marxista-bancaria», en un intento esquizofrénico de explicar algo tan sencillo como el fomento de la pluralidad y, en definitiva, el respeto a la libertad, como bases de la España democrática que había que construir.

El final del diario Madrid, su cierre por orden del gobierno, tuvo como corolario la espectacular voladura de su edificio casi año y medio después, en abril de 1973: una imagen que quedó como símbolo de la imposibilidad de ejercer libremente el periodismo en un régimen autoritario y dictatorial como el franquista. Aunque fue la empresa propietaria del periódico la que decidió la demolición, aquella «representación icónica» significaba, a los ojos de todos, la libertad de prensa cercenada. Hubo antes y después intentos y negociaciones para que el diario siguiera adelante, pero como ha escrito uno de sus redactores, Miguel Ángel Aguilar, «los trabajadores del Madrid transgredieron la ley de la gravitación laboral y decidieron que más valía Fontán con honra que la continuidad en el empleo con vilipendio»; porque una de las fórmulas que se barajaban era seguir con el periódico, pero con un director impuesto por el Ministerio de Información.

El carácter moderado, abierto y liberal de Fontán, enemigo de radicalismos, no respondía a ese prototipo de periodista «mártir» más cercano a la idea común de héroe que se suele manejar. Con su habitual discreción y humildad, calificó el premio recibido en el año 2000 como «un reconocimiento al esfuerzo profesional y político, y a la dignidad personal con que los periodistas de mi diario pugnamos por practicar la libertad de información dentro de un sistema político que apenas la permitía». Cuando la democracia se abrió paso, como explicó uno de los muchos escritores del Madrid, el sociólogo Amando de Miguel, fue «cada mochuelo a su olivo y unos se posaron en las ramas socialistas, otros en las comunistas, otros en la derecha, otros en la UCD».

Andrés Rábago, El Roto, ha dedicado a Antonio Fontán la ilustración publicada en la página de opinión del diario El País (30-10-09)

Aunque el diario Madrid suele estar en el centro, como resulta lógico, de su biografía periodística, Antonio Fontán llevaba ya bastantes años metido de lleno en los afanes del mundo de la prensa. Nacido en Sevilla el 15 de octubre de 1923, obtuvo la cátedra de Filología Latina en la Universidad de Granada en 1949.

Desde joven se interesó por la vida pública y pronto comenzó a militar en los círculos monárquicos y liberales, y a escribir en diversas revistas y diarios. En 1952 fundó el semanario de información gráfica La Actualidad Española y dos años después la revista cultural Nuestro Tiempo, basados en fórmulas periodísticas con gran éxito entonces en otros países occidentales. Fue uno de los primeros cuatro accionistas, en 1956, de la agencia Europa Press. Entretanto había obtenido en la Escuela Oficial de Periodismo el carné de periodista que le habilitaba para ejercer la profesión. En 1958 puso en marcha el Instituto de Periodismo de la Universidad de Navarra por encargo de su fundador, San José María Escrivá, convirtiéndose así en el primer centro de formación de periodistas a nivel universitario creado en España.

En todas estas iniciativas Fontán puso ya de manifiesto su capacidad de liderazgo en el terreno periodístico, cualidad que le sería luego ampliamente reconocida en el diario Madrid. Supo formar equipos y hacerlos funcionar en circunstancias no fáciles: la tímida apertura para editar publicaciones periódicas a comienzos de los años cincuenta, la inexistencia de una tradición universitaria de enseñanza del periodismo en España, la vaguedad y arbitrariedad de los límites de la liberalización de la opinión pública escrita de la Ley Fraga, etc. No suele ser demasiado conocido que La Actualidad Española y Nuestro Tiempo fueron de hecho bancos de pruebas del futuro Instituto de Periodismo: la hoy Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra. En esas publicaciones reunió a periodistas y profesores que formaron parte luego del claustro académico del instituto: Ángel Benito, José Luis Martínez Albertos, Pablo J. de Irazazábal, etc. En sus redacciones se enseñaba a hacer periodismo, se miraba a los ejemplos más destacados del extranjero, se comentaba y reflexionaba acerca de la práctica profesional y de su enseñanza en una especie de training in job al estilo anglosajón.

Uno de aquellos discípulos y al tiempo colegas suyos, el redactor jefe del Diario de Navarra, José Javier Uranga, resumió hace pocos años certeramente el espíritu de aquel nuevo centro universitario «[Fontán] sabía por experiencia personal que los planes de la Escuela Oficial de Periodismo Andrés Rábago, El Roto, ha dedicado a Antonio Fontán la ilustración publicada en la página de opinión del diario El País (30-10-09) no respondían a un nivel de profesionalidad suficiente, y quiso incluir en los nuevos estudios de Pamplona una formación humanística universitaria, a tono con los centros europeos». Por eso dotó al instituto de un planteamiento mixto en el que la formación intelectual tuviera un peso notable al tiempo que se transmitían las necesarias destrezas profesionales que un periodista debía aprender. Varios miles de periodistas salidos de las aulas de Navarra son deudores de la impronta que Fontán dejó como herencia.

Humanista, periodista y político, mantuvo su proverbial capacidad de convocatoria en la última de sus iniciativas periodísticas, ya en plena madurez: el lanzamiento en 1990 de Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, que ha comenzado ya su vigésimo año de existencia. Dos días antes de morir, entre otras palabras, dijo: «Dejo esta vida sin tristezas ni pesares, y con la alegría de haber hecho algunas cosas». ¡Algunas cosas!

Teniendo en cuenta que aquí sólo se han referido y pormenorizado las relativas —y no todas en detalle— a su faceta periodística, juzgue el propio lector la calidad no sólo profesional sino también humana de quien ha sido, aunque él nunca quiso aparecer como tal, maestro de muchos profesionales y docentes de la comunicación.

Profesor de Historia del periodismo. Universidad de Navarra.