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Cada tiempo es un tiempo nuevo, con sus nuevas formas sociales que no son mecánicamente deducibles de las precedentes. Por eso pudo decir Schopenhauer que la Historia no es una ciencia, sino un saber. Aun así, si tuviéramos los españoles que extender la partida de nacimiento de nuestro tiempo, deberíamos poner­ le la fecha del 98. Muy probablemente, el año inaugural de una circunstancia en la que, en algún sentido, todavía vivimos, como vive el preso en su celda.

Naturalmente, han pasado muchas cosas —y muy notables— en los últimos cien años porque la historia es la partera perpetua de novedades; pero lo que no ha pasado aún es la superación de una España cuyos más esenciales se parecen demasiado a los argumentos antropológicos, sentimentales y políticos, incluso, de nuestra actualidad, entendida en su sentido amplio; es decir, como aquello que actúa en la conciencia del presente. 1998 fue sólo un año, como otros; pero diferente de otros porque metafóricamente refiere o un principio o un final, o ambas cosas, en la medida en que todo principio supone un final y viceversa. El final de un optimismo sin fundamento y el principio subsiguiente de una resaca de pesimismo, de inteligencia airada, de quejumbre, de urgencia  reformista  convertida en literatura. La humillación de la derrota en 1898 obligó a los españoles a un examen de conciencia narcisista y obsesivo que se preanuncia en el Unamuno de En torno al casticismo y en el Ganivet de ldearium Español, obras fundacionales que consagran en España el ensayo como género literario característico del siglo XX. Son la modulación literaria de discursos anteriores más directamente políticos como Los males de la patria de Lucas Mallada o El problema nacional de Ricardo Macías Picavea; emblemas del regeneracionismo que se convierte entonces en un anhelo recurrente e inoxidable ante el transcurso del tiempo.

La profunda reflexión, más ética que política, sobre la esencia de España fundamenta el espíritu del 98 y deja planteada la cuestión que recogerá la siguiente generación de Ortega o Azaña. Se trata de un debate que siguió abierto para Menéndez Pidal, Américo Castro, Sánchez Albornoz, Madariaga, Laín o Marías. Todos ellos han creído en la existencia histórica de una identidad española, si bien ese dato —difícilmente controvertible y, sin embargo, controvertido— no nos convierte en rehenes del pasado o en pasivos legatarios de nuestros muertos, porque en toda identidad nacional hay un componen­ te voluntarista, contractual o, como diría Renan, en fórmula tantas veces repetida, plebiscitario. Como ha escrito Caro Baraja, « toda identidad nacional es por definición una identidad abierta, variante, dinámica». No podía ser de otro modo, en la medida en que no hay identidad que no se incardine en la Historia, que es el territorio de la eclosión novedosa.

El  98,  MOMENTO  FUNDACIONAL

Así pues, el primero de los significados del 98 es el de lo augural, de lo incipiente: el significado de un nuevo comienzo. Es interesante, a la luz de la bulimia de publicaciones que han escoltado este centenario, ver cómo los españoles de hogaño vemos aquellos acontecimientos. Pues bien, creo que el común denominador de quienes han evocado el Desastre y sus periferias es la impresión de momento fundacional de nuestro presente, de origen de nuestra actualidad. La primera piedra, pues, de una nueva creación histórica que ya no puede mirar al sepulcro del Cid o al esplendor del Imperio, sino a la conquista de la modernidad.
Tanto las fases de creación como las fases de descomposición de una civilización son inexplicables. En Atenas, en los siglos VI y V antes de Cristo se crea la democracia, comparecen los grandes poetas trágicos y una pléyade de otras creaciones extraordinarias. En el siglo IV todo está ya mortecino o amortizado, y no hay ya ni un solo gran poeta. Ciertamente, la guerra del Peloponeso y la derrota de Atenas podrían acudir en auxilio de una explicación; pero la derrota de Atenas no basta para explicar su decadencia. Por lo tanto, seguimos sin saber por qué las sociedades, como los individuos, pierden su capacidad creativa. Cánovas se pasó cuatro años en el archivo de Simancas buscando respuesta a esa pregunta. Tal vez lo único que podemos afirmar sobre esos procesos de explicación compleja no sea mucho más de lo que Lewis Carroll (que murió, por cierto, en 1898) decía de la lógica: «Si así fue, así pudo ser, si así fuera, así podría ser; pero como no es, no es. Eso es la lógica». Y algo parecido a eso debe de ser la Historia.

En lo que respecta al 98, la historia de España tiene mucho que ver con la curva de Moebius, que se pliega recurrentemente sobre sí misma. Aunque han sido muchos los vaivenes de nuestra vida pública, en el fondo de la estratigrafía histórica se han depositado algunos materiales pesados insolubles en los nuevos avatares. Probablemente la causa de esta simetría tiene que ver con la larga sombra de aquella gente del 98, que ha sido la más influyente de la Historia de España. El pesimismo y el resentimiento siguen formando parte, hoy como hace un siglo, de nuestra mentalidad.  Sin mucho fuste no sólo hoy, sino entonces, al menos en términos comparativos. Inglaterra no llegó al sufragio universal hasta 1918, o sea, veintiocho años después de implantarse en España. El profesor Artola recuerda, además, que toda la historia electoral inglesa es rígidamente censitaria. Tampoco es muy lucida la historia parlamentaria francesa que no empieza hasta 1875, con la salvedad de la Convención (por otra parte, y tal vez entre paréntesis, quiero recordar aquí que Braudel, en La identidad de Francia, afirma que en un Estado tan centralista y jacobino como el francés no hubo verdadera economía nacional hasta 1945). En Alemania, los votos dependían de la riqueza: los más ricos, un tercio; los más pobres, otro tercio, al igual que los del medio. Y, además, la Corona  hurtaba al Parlamento decisiones varias. Sin embargo, no floreció tanto en esos países la amargura y la melancolía, cuyos compañeros habituales son el temor y la tristeza, y que se define como una parálisis que sobreviene a un pensamiento excesivo.

Afectado de tedios y de nostalgias sin objeto, el melancólico se pierde en proyectos irrealizables y se extravía en comparaciones entre la realidad y el ideal, comparación en la que la realidad tiene todas las de perder. Es la rendición de una generación que renuncia a lo que podría alcanzar porque no ha podido alcanzar lo que esperaba. La decepción como destino, por tanto. La melancolía es en la ortodoxia freudiana una patología narcisista: Narciso con­ sumido por su propio fuego interior que lo devora. El fuego no del presente, sino de la reminiscencia. Necrofagia terrible que se refugia en el culto a un espectro antes de aceptar las contrariedades de la realidad. Por no aceptar el infortunio común, los individuos y los pueblos acaban en la miseria histérica.

LA  MENTALIDAD PESIMISTA

Efectivamente, es lícito postular que los ecos del 98 no sólo no se extinguen en el 36, sino que llegan a nuestros días pasando por Ortega, Aranguren y Marías, y desembocando en tantos y tantos publicistas de hoy en día que encajan como la mano en el guante en aquello que Unamuno escribió de Ganivet, a saber: que «no se cuidó tanto de formarse un concepto del universo, cuanto un  sentimiento  de la vida». Difícil comprender la España actual sin revisitar las claves del 98 y del regeneracionismo, que es al tiempo su presupuesto y su consecuencia, de la misma manera que el funciona­ miento del ADN celular presupone la existencia de los productos de su funcionamiento. Subraya Amando de Miguel en un libro reciente, escrito en colaboración con Luciano Barbeito, la recurrencia de dos argumentos característicos de la mentalidad pesimista, tanto de aquél como de este 98: primero, la arraigada impresión de que los que mandan son incompetentes; segundo, la de que los de abajo antes vivían mejor. Ambas supersticiones son el germen del desaliento intelectual y del rechazo de la sociedad abierta o compleja por causa de una mezcla de fatalismo y desconfianza. Lo curio­ so del caso es que tanto 1898 como 1998 coinciden con sendos ciclos de bonanza en la coyuntura económica. Hay, ya digo, poderosas fuerzas subhistóricas o, mejor dicho, poderosas corrientes subterráneas de la Historia que nos autorizan algunos paralelismos más de antropología social que propia­ mente históricos.
Cualquier otro parecido es mera coincidencia. En 1898, había 4.500 pueblos sin comunicación, de un total de 9.266. La quinta parte de la población estaba aislada. La población no pasaba de 18millones y la tasa de mor­ talidad duplicaba la media europea. Las discrepancias religioso-ideológicas que alumbraron el marbete de «las dos Españas» están ya amortizadas. Las desigualdades sociales que resultaron a la postre explosivas se han atemperado bastante. La invertebración de España es algo del pasado. Las provincias, que fueron la única realidad diferencial durante siglos, son hoy circunstancias administrativas que acogen conciencias intercambiables. «La anomalía, el dolor y el fracaso de España» son más un apunte histórico que una vigencia irritante. En este fin de siglo, España es un país plenamente moderno con la novena economía de mercado del mundo en términos de PIB, con una tasa de crecimiento económico en las tres últimas décadas sólo superada por Japón entre los países de la OCDE. La modernización de su estructura social es incuestionable y sorprendente. El modelo demográfico español ha pasado de un perfil de sociedad semitradicional a una población estabilizada y madura que se diferencia aún de sus vecinos europeos por su mayor proporción de jóvenes (que, sin embargo, se reduce de forma cada vez más intensa). La España que tenían in mente nuestros intelectuales de la amargura poco tiene que ver con la España que hoy disfrutamos, cuyo dato más relevante podría ser este: nuestro PIB se ha multiplicado por cuatro en términos reales desde 1960. Tras largos años de aislamiento, España se ha vuelto a presentar en sociedad como nación democrática, moderna, próspera y estable y, con sus más y sus menos, capaz de exorcizar los demonios de su historia. Alguna perspicacia tuvo Ortega cuando enunciaba la siguiente ecuación: «Regeneracionismo es el deseo. Europeísmo es el medio de satisfacerlo. Es decir, España es el problema; Europa, la solución».

Pero el caso es que la conciencia de los pueblos, la imagen que se forman de su propio pasado y de su porvenir, la intrahistoria, la antropología, el imaginario simbólico, forman parte también de la realidad de los pueblos. Y tal vez el pesimismo de aquel 98, heredado en este otro 98, explica muchas de nuestras dificultades para que nuestra Constitución haga realidad lo que postula. Sin sentido de pertenencia, de reciprocidad y de confianza, actitudes éstas que descansan más en la costumbre que en el cálculo racional, no es fácil acabar con «el desaliento, la amargura o la aspereza» que era como tipificaba Giner de los Ríos la circunstancia que le tocó vivir. De una España caracterizada por el estancamiento agrario, el fracaso industrial, la debilidad de la burguesía, la ausencia de clase media, la ineficiencia del Estado como creador de la nación, hemos pasado a una España completamente homologable con los países más prósperos del mundo. Pero hemos aprendido de la Historia que todo lo que se ha logrado se puede perder. La historia de las sociedades, como el manto de Penélope, ha sido siempre una multiplicidad de comienzos, consumaciones y malogros. Sólo nos consuela saber que la Historia no es el azar, sino que suele ser un producto de las acciones de los hombres. Sólo tiene sentido reflexionar en 1998 sobre 1898 si es para sacar algunas lecciones de utilidad. Si la ciencia, si el estudio, si el saber no nos sirven para preservamos del riesgo y mejorar nuestra circunstancia son cachivaches suntuarios y acaso prescindibles. Jules Michelet, en su Introducción a la historia universal, postula una filosofía de la historia que viene al caso: «Con el mundo ha comenzado una guerra que debe acabar con el mundo y no antes: la del hombre contra la naturaleza, la del espíritu contra la materia, de la libertad contra la fatalidad. La historia no es otra cosa que la narración de esta lucha interminable».

Cien años después de 1898, España y los españoles hemos avanzado mucho en esa lucha. Pero no lo bastante. Si la acumulación de capital producida en los sesenta por las remesas de emigrantes y los ingresos del turismo permitieron cierta recuperación y poner la primera piedra del Estado de Bienestar, a la manera paternalista de Lord Beveridge o Bismarck, y si los sucesivos gobiernos de la democracia avanzaron mucho en la cohesión social y la modernización de la sociedad y de la Administración, hemos asistido al tiempo al rebrote de la venalidad política, a reediciones si no aumentadas sí corregidas del «puerto de Arrebatacapas», a la contestación del estatuto nacional de España. La renta de los españoles es inferior todavía a la media de la Unión Europea y el desempleo supone, además de un drama social, un despilfarro en términos sociales y económicos. Estratégicamente preocupante es nuestro retraso en materia de innovación, de ciencia, de J+D, de capital humano, que va camino de ser el activo estratégico funda­ mental de un país. La convergencia nominal es un hecho gozoso y psicológicamente importante, pero el camino hacia la convergencia real está aún sembrado de minusvalías que obstaculizan la solución de una ecuación imprescindible: generar mayor volumen de servicios y productos con calidad creciente, a menor coste final.

Catedrático emérito de Geografía Humana y presidente de la Universidad Internacional de La Rioja (UNIR).