Es evidente que los humanos sentimos una curiosidad y agudeza especial por el mundo en torno. Pero también es cierto que somos, ante todo, seres que tomamos decisiones y llevamos a cabo obras, no meros entes contemplativos. En una primera aproximación, podemos aceptar que nuestro quehacer se desenvuelve en dos ámbitos: el técnico y el político (o moral); y con gran frecuencia en ambos a la vez, es decir, cuando la técnica y la moral caminan mirándose de reojo. El obrar técnico (tekhne) es todo aquello que modifica o interfiere con la naturaleza (physis). Tekhne iatriké llamaban los griegos al saber de los médicos, esto es, ars medica o "arte médico". Por el contrario, cuando el hombre se propone un espacio común para la convivencia y la cooperación con otros integrantes de su especie, su actuar se denomina político o moral.
Aunque las obras técnicas y morales, como acabamos de ver, pertenecen a diferentes esferas, y es fácil diseccionarlas tanto en el plano teórico como práctico, tienen, sin embrago, una «propiedad común: ambas pueden absorber completamente las energías del hombre singular y de los grupos humanos». Entonces aparecen, apunta el autor, dos deformaciones grotescas: la politización y la obsesión tecnológica.
Desde los tiempos de nuestro ancestro el H. habilis, la tecnología -al principio fue un sencillo bifaz, más tarde la pintura rupestre, y luego todo lo demás— no ha dejado de acompañar al hombre. Día a día, la técnica nos hace más fácil y cómoda la vida (por ejemplo, los transportes), nos deja hacer cosas que serían inimaginables sin ella (por ejemplo; evaluar los daños del último incendio mediante una fotografía tomada, naturalmente, desde un satélite) y además nos permite alumbrar seres hasta ahora inéditos en la naturaleza (ahí tenemos a la oveja Dolly). ¿Significa todo esto avance? Seguro que sí. ¿Nos hallamos ante una rosa sin espinas? Seguro que no. Para el hombre antiguo, la técnica comenzó siendo imitación de la naturaleza; el hombre moderno trató de gobernarla y, por último, el hombre contemporáneo se ha sorprendido a sí mismo creando naturaleza.
Este afán por gobernar la naturaleza que, desde hace ya tres siglos, alienta en el hombre, nadie lo ha expresado de forma más palatina que Descartes, en su Discurso del método: «…es posible encontrar una [filosofía] práctica, por medio de la cual, conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del agua, del aire, de los astros, de los cielos y de todos los demás cuerpos que nos rodean… hacernos como dueños y poseedores de la naturaleza». Más tarde, ya bien entrados los años setenta, Hans Jonas nos recordaría que la frontera entre el Estado (polis) y la naturaleza (physis) ha quedado abolida y, por tanto, la buscada naturalidad en lo humano se ve impedida por la omnipresente tecnología que todo lo tiñe. No puede extrañar que algunos ecologistas vean en lo tecnológico a su verdadera bestia negra.
Hemos llegado, pues, a un estadio donde, por un lado, el hombre está lleno de optimismo por el vasto elenco de soluciones que la tecnología pone a su disposición y, por otro, la sociedad está instalada en la «cultura de la irrealidad» (capítulo cinco), que es el resultado de una fe ciega en la tecnología y en los canales de transmisión de datos, y una elevada dosis de conformismo y credulidad; cuyo santo y seña es la falta de interés por los fundamentos y las referencias. Con todo, a los más atentos todos los días la ciencia les da una lección de humildad, al comprobar, como por ejemplo nos enseñó el Principio de indeterminación de Heisenberg, que la verdad «objetiva» tiene que quedarse en una sencilla verdad «probabilística». Estos puntos luminosos, sin embargo, no bastan para contrarrestar el florecimiento de la «neoignorancia masiva», de la que forman legión aquéllos que no han reparado en que la información y el saber no son términos sinónimos, «porque el saber se dice de un sujeto, mientras que la información se dice de aquello que puede comprender un sujeto», como nos recuerda González Quirós.
Esta nefasta pero arraigada confusión tan característica del momento presente afecta, cómo no, al mismo conocimiento de la verdad. El saber es, en esencia, un saber de porqués sobre cosas, y esta capacidad para bucear en los porqués es un requisito para conocer la verdad. Aunque la información se ha dejado agavillar y, por tanto, ha perdido -en gran medida- su carácter disperso e inabarcable, no se puede caer en la tentación de olvidar que su verdadero valor radica en poderla referir (o enfrentar) a algo distinto que ella misma. La información no es otra cosa que un elemento nuclear del complejo proceso de la intelección. Cuando se pierde esta perspectiva, la vastedad de la información puede acabar arramblando con nuestra capacidad para saber, o sencillamente anestesiándola, y colocarnos a un paso de «la caverna de Platón».
Por otro lado, no es nada original afirmar que estamos en manos de los comunicadores de masas y que nuestros designios se moldean con las nuevas técnicas creadas por estos emergentes obreros del sofisma. Sin embargo, no por ello, ha dejado el autor de mostrarnos la otra cara de esta moneda llamada «tecnofilia». Y echa mano, con tal propósito, del magnífico retrato que nos dejó impreso, hace ya más de tres décadas, Guy Debord en su obra Société du Spectacle. Lo que verdaderamente caracteriza a la «sociedad del espectáculo» es un uso desmesurado de la información, cuya consecuencia última es convertir la imagen en un omnipotente «becerro de oro», que convierte a la fama en la llave que abre la puerta del prestigio, y al dinero en el único símbolo respetado en todas las culturas. Ya nos había prevenido Jaspers sobre estos nuevos muñidores de las industrias de la conciencia, que reducen la argumentación al sueño de Goebbels: «La génesis de una nueva clase política, con ética propia, que ejercita, de hecho, el predominio espiritual del mundo, es el signo de nuestro tiempo».
En la obra que comento, aunque la referencia siempre está implícita (y, en ocasiones, explícita), apenas se mientan los MB, la web, o el crecimiento exponencial que han experimentado, por ejemplo, las ventas de modems en los últimos años. El porvenir de la razón en la era digital nos habla y reflexiona sobre otras cosas, en general, menos manidas. Se adentra precisamente en aquellos temas que no suelen encontrarse en los libros al uso sobre el mundo digital. Además, felizmente, el autor ha evitado ese tinte apocalíptico (ludditas) o ciegamente entregado (tecnófilos) que, por el contrario, es tan habitual en este tipo de publicaciones. Así, lo que aquí se pretende es diferenciar la prestidigitación de la realidad y, de camino, echar abajo algún que otro antifaz semántico, pues como ha señalado Arthur G. Clarke, cualquier tecnología suficientemente desarrollada se torna indiscernible de la magia. Esta afirmación tiene hechura suficiente para dar cabida a este «ábrete Sésamo» de la mente en el que -en gran medida- se ha convertido el tándem tecnología información. Por eso el autor, filósofo de profesión (en este caso no es un «demérito» ser de Letras, todo lo contrario), sale al paso de ciertas controversias y malentendidos, que van configurando los cinco capítulos de los que consta el libro.
Los capítulos primero y segundo se titulan, respectivamente, «El concepto de tecnología» y «Tecnología digital». En ellos, el autor, además de preguntarse por el significado último de la tecnología, escudriña el mundo digital desde sus implicaciones filosóficas y metafísicas. Sus reflexiones nos hacen caer en la cuenta de que -junto a otras cosas, algo he señalado más arriba- nos puede ocurrir como a don Quijote: que al salir de nuestra «aldea» al mundo descubramos que éste no se parece a lo que hemos creído ver reflejado en nuestras lecturas o, en el caso que nos ocupa, en la «pantalla».
En el tercer capítulo, «Tecnología y verdad», se analizan las relaciones entre la tecnología, el saber y la conciencia. Éste es quizá el capítulo más original e importante del libro, pues asumiendo la descomunal inflación del concepto de información, el autor denuncia y explica el porqué de la extendida confusión entre saber e información, y nos recuerda en qué consiste el acto de la intelección. El cuarto capítulo, «Ciberfilosofía», se ocupa de revisar las ideas de los «ciberpensadores» para mostrar cómo se apoyan, en gran medida, en la tradición antirracionalista de este siglo y en la ya vieja retórica antihumanista. Hace falta, apunta el autor, además de acceso a la información, sobre todo, pensar, tener ideas y convencernos de que la realidad contiene elementos contrapuestos: las máquinas podrán hacer de todo, menos relevarnos de pensar. En el último capítulo, que lleva por título «Una sociedad de lo irreal», se nos recuerda cómo en el mundo actual, junto a logros estimables, no dejan de estar instaladas ciertas variedades de necedad, por ejemplo, la «sociedad del espectáculo» y la «cultura de la irrealidad». A ellas me he referido también más arriba. En definitiva, en este libro se ponen encima del tapete, que no del pulpito, viejos problemas filosóficos que siguen presentes en el nuevo «planeta digital».
En el acto de observar, de leer, en el pensar mismo, nunca deja de estar implícita la posibilidad de comparar aquello que, por ejemplo, leemos con aquello a lo que se refiere (el texto), que siempre nos sorprende por ser algo distinto. Cuando la realidad es rehén de la información que recogemos (o nos ofrecen) sobre ella, se está negando la realidad objetiva (la que existe al margen de nuestras indagaciones y creencias) y se cae en el convencimiento de que la totalidad de lo que hay se reduce a lo que se reconoce. Para los «tecnófilos», la realidad puede quedar constreñida a una manera (estereotipada) de pensar, porque su existencia pivota sobre una forma (singular) de codificar y acceder a la información. Cáigase o no en la cuenta, la ausencia de una referencia última -frente al convencimiento de que fuera de nuestras creencias hay cosas que se deben respetar o tener en consideración- significa renunciar a la libertad y asomarse al abismo del totalitarismo, como nos describe muy bien G. Orwell en el relato de un mundo totalitario que hace en 1984. Winston, su protagonista, lo dejó muy claro: «la libertad es poder decir libremente que dos y dos son cuatro. Si se concede esto, todo lo demás vendrá por sus pasos contados».