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Que Wolfgang Amadeus Mozart viera en Vicente Martín y Soler (1754-1806) un competidor de su genio artístico, habla por sí mismo de la calidad del maestro valenciano. Pero su mérito llegó más lejos, porque el levantino, empujado por su raro destino hasta Rusia, encontró allí una segunda patria y contribuyó decisivamente a la creación de la ópera nacional de ese país. A modo de ensayo histérico-musical, Dmitri Loos analiza algunos detalles de la obra de este compositor, la celebración de cuyo centenario en su tierra natal, Valencia, se anuncia con un muy cuidado programa de eventos y de selectas grabaciones musicales.

A fínales del XVIII, la política cultural de Catalina la Grande convirtió el gélido imperio ruso en una especie de «tierra prometida» para los artistas europeos. La soberana rusa estaba convencida de que una sólida tradición cultural nacional operaría como garante de la gobernabilidad de un Estado, el más extenso del mundo. Para crear tal tradición había que «aprender» de las culturas ya consolidadas, y de ahí que la emperatriz no ahorrase esfuerzos ni dinero para promover una verdadera explosión artística a las orillas del Neva. San Petersburgo se vio dotada de salas de conciertos, teatros, bibliotecas y museos, que empezaron a acumular tesoros traídos desde Bagdad, Roma, Madrid, El Cairo, Londres, París y Viena, para completar las magníficas colecciones que han llegado hasta nuestros días.

Esta generosa inversión cultural atrajo a San Petersburgo a una nutrida colonia de artistas extranjeros. La mayoría de ellos procedía de Italia, un país por entonces «superpoblado» de brillantes creadores que deseaban ver realizadas sus ideas gracias al patrocinio de alguna de las cortes europeas. Entre ellos se contaban personalidades musicales de primer orden, como la de Baldassare Galuppi (1706-1784), Giuseppe Sarti (1729-1802), Giovanni Paisiello (1740-1816) o Domenico Cimarosa (1749-1801). Otros de los músicos llegados a la corte rusa fueron austríacos y alemanes (tributo a los orígenes germánicos de la familia imperial rusa), de los cuales el más famoso fue Hermann Raupach (1728-?). Los franceses no fueron tenidos en cuenta, salvo los cantantes, y las demás naciones apenas estaban representadas.

Por «mimetismo» con los italianos, probablemente, quiso el compositor valenciano Vicente Martín y Soler hacer su aparición en Rusia, después de haber cosechado los más prometedores éxitos operísticos en Italia y Austria. En la corte imperial fue conocido con el nombre italianizado de «Martini lo Spagnolo». Su labor musical en aquellas tierras merece una especial gratitud, ya que el esplendor decimonónico de la música rusa se debe en gran parte a los diecinueve años que Martín y Soler pasó al servicio de la corte de Catalina no sólo como compositor estrella sino también como un apasionado profesor, que se empeñó en formar a sus discípulos dentro de la más pura tradición clasicista italo-austriaca.

Habitualmente, los compositores extranjeros que llegaban a la corte imperial consideraban su trabajo en Rusia como un destino pasajero. Los contratos de estos músicos, al igual que el de Martín y Soler, preveían por ejemplo una paga extra de 500 rublos para cubrir los gastos del viaje de regreso. De hecho, todos los músicos contratados antes de Martín y Soler volvieron a Occidente, tras ser relevados de sus cargos de responsabilidad musical. Pero el caso del valenciano fue diferente, y mucho.

Después de la muerte de Catalina la Grande y Pablo I, cuando los kapelmeister extranjeros se vieron forzados a ceder sus puestos a los talentos nacionales, Martín y Soler sufrió desprecio, humillaciones y miseria pero se negó a abandonar el imperio que le acogió. Esta «fidelidad» de Martín y Soler al país de los zares no es un hecho fácilmente explicable. Su odisea rusa hubiese podido verse propiciada por el olvido de su obra en occidente. Pero este no era el caso, en particular no en su país natal, en el que La madrileña o El tutor burlado, La Sandrina o La labradora, La caprichosa corregida, Amor y Psique, La festa del villagio y Tancredo, entre otros títulos de óperas, zarzuelas y ballets, aparecían continuamente en los escenarios madrileños hasta 1799. Entre las partituras que se conservan en el Palacio Real de Madrid se encuentra un arreglo para cuarteto de cuerdas de la ópera de Martín Una cosa rara, lo que indica que formaba parte del repertorio que se escuchaba en los salones madrileños (recientemente, el Institut Valencia de la Música ha promovido la grabación y edición de este arreglo para cuarteto de cuerdas).

Todo esto prueba que el retorno del compositor a occidente no hubiese sido inviable. Entonces, ¿por qué prefirió seguir educando cantantes e instrumentistas en Rusia? ¿Sería tal vez consciente de estar trazando el camino de una tradición musical, a punto de emerger? Sea como fuere, Martín y Soler ocupa un lugar de honor en la historia de la música, por ser considerado uno de los precursores de la escuela nacional rusa. Sus días acaban en San Petersburgo y su tumba se halla en el monasterio de San Alejandro Nevski, junto a las de Glinka y Chaikovski, donde todavía puede visitarse.

Fijémonos ahora en la etapa rusa del maestro valenciano. Aunque se encontraba en San Petersburgo desde 1787 dirigiendo sus óperas, es en 1790 cuando se menciona por vez primera entre los miembros de la compañía operística italiana (registrado como «Martini», por supuesto), en el puesto de «kapelmeister escolar» con el sueldo de 3.500 rublos al año, más asignación de un piso y leña para calefacción gratis.

La designación del «Spagnolo» está sin embargo rodeada de polémica. Su predecesor, el famosísimo Domenico Cimarosa, no supo complacer a la emperatriz Catalina y fue destituido fulminantemente. La aureola de éxito cosechado por Martín en Viena con Una cosa rara o Bellezza ed onesta (1786) y L’arbore di Diana (1787) fue el factor decisivo para que la zarina pensara en él como posible sustituto del italiano. Las afirmaciones de Mozart sobre el músico valenciano, de carácter escandaloso y causadas por los celos que sentía a propósito del eclipsante éxito de Martín, brindaron al español una fama polémica pero también útil. Al fin y al cabo, el salzburgués acrecentó el «efecto Martín» citando una de las melodías de Una cosa rara en su Don Giovanni.

El contrato de kapelmeister escolar de la corte de 1790 suponía unas atribuciones muy amplias, a saber: «componer la música para las óperas rusas e italianas, así como las cantatas y coros para la corte e igualmente, para los conciertos y para las comidas; arreglar las óperas extranjeras para que éstas puedan ser interpretadas por cantantes rusos; dirigir todos los ensayos; ser el responsable único de la interpretación de la música y del canto; enseñar la música en la escuela de teatro».

La tensión originada en tan numerosas obligaciones fuera tal vez la causa de la dimisión de Martín, que presentó en 1794. Entonces, la ausencia de un trabajo fijo no suponía para él todavía un problema, porque los estrenos de sus óperas le reportaban ingresos más que suficientes.

Dos de ellas habían sido puestas en escena en Rusia antes de la llegada del valenciano al país. En 1777 fue interpretada en Moscú La festa del villagio, y posteriormente renovada, en 1798, en San Petersburgo. La música de Martín sonaba igualmente en las troupe francesas. En 1784 se presentó en San Petersburgo Henri IV ou la bataille d’Ivry, en francés por supuesto, que sería repuesta en Moscú dos años después.

Todavía en 1777, esta última ópera atrajo la atención de un aristócrata, que ordenó al célebre trompista checo Karl Lau que arreglara algunos fragmentos de Henri IV para un orquesta de cornos, tan típicamente rusa. La orquesta en cuestión estaba formada por los esclavos de dicho aristócrata, el conde K. G. Razumovsky, un apellido bien familiar para todos los melómanos (y digno de este paréntesis: la familia Razumovsky procedía de un muchacho cosaco-ucraniano llamado Rózum que, siendo adolescente, fue admitido al servicio de la corte como cantante. La emperatriz Elizaveta se enamoro del joven y, tras una apasionada relación amorosa, le otorgó el título de conde, cuatro mil esclavos y la posición de consejero privado. Desde entonces, a lo largo de ciento cincuenta años, los Razumovsky habían pagado tributo a la música —causa oficial de su ascenso— promoviendo numerosas empresas musicales. Recordamos en esta relación los cuartetos Razumovsky op. 59 de Beethoven, dedicados a uno de los descendientes de Rózum).

Aparte de la figura del conde Razumovski, la cuestión de los cornos y de los esclavos que los tocaban, merecen una especial atención para entender el peculiar, a veces inconcebible, ambiente que rodeaba al compositor valenciano durante su etapa rusa. Porque a finales del XVIII, los terratenientes propietarios de esclavos no encontraban contradicción entre la condición de creador, musical o de cualquier otro tipo, y la de esclavo. Los príncipes más pudientes solían enviar a los esclavos que hallaban dotados de talento musical a Italia, a estudiar composición, con objeto de disponer, una vez se hubieran formado, de un compositor privado en sus propiedades rusas. Los esclavos disfrutaban en Italia de una vida libre pero, al volver a Rusia, se reincorporaban al régimen jerárquico feudal, recibiendo castigos físicos por las composiciones que no resultaban del agrado de sus dueños. El esclavo-compositor más famoso fue Mijail Matinski, propiedad del conde Yaguzhinski. Músico y poeta de gran talento, fue libretista de sus propias óperas (cosa poco habitual en aquella época). Su ópera La casa de comercio de San Petersburgo llegó a ser estrenada por la troupe del Teatro de la Corte.

Esta situación cambió paulatinamente a principios del XIX, cuando muchos de los esclavos-artistas y de los esclavos-empresarios se hicieron más ricos que sus señores. Viviendo ya en sus propios palacios en San Petersburgo, fueron capaces de abonar el precio de su libertad a sus dueños y se convirtieron de ese modo en ciudadanos libres.

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Volviendo al objeto de nuestro ensayo, la partitura del arreglo para cornos de la ópera Henri IV de Martín y Soler, realizado por Karl Lau, fue destruida durante la revolución bolchevique de 1917. Seguramente nunca podremos recuperar este tesoro musical que demostraría la afinidad de la música de Martín y Soler con los gustos musicales rusos. Únicamente disponemos de un pequeño fragmento compuesto por Karl Lau para servir de introducción a la música del maestro español, que nos permite hacer una idea sobre la enorme complejidad que suponía la interpretación de partituras como la que aquí arriba hemos reproducido.

En 1788, después de un año de estancia en Rusia, Martín y Soler asistió al estreno de su Boticario en Moscú y de Gli sposi in contrasto, ésta en San Petersburg. El año siguiente fue especialmente rico en estrenos martinianos en San Petersburgo. Aparte de las ya famosa Una cosa rara (también en Moscú, a partir de 1795) y L’arbore di Diana (en Moscú, a partir de 1792), se pusieron en escena dos nuevas óperas del valenciano compuestas durante su estancia en Rusia.

La primera de ellas fue representada el 17 de abril de 1789 en el Teatro de la Corte, situado en uno de los edificios adosados al Palacio Imperial (Palacio de Invierno) de San Petersburgo. Estos edificios, destinados a alojar las colecciones de arte de la corona rusa, se conocen bajo el nombre de El Hermitage. No hace falta decir que la aprobación personal de la emperatriz era obligatoria para llevar a cabo cualquier proyecto en el citado recinto. La propia soberana solía desplazarse a través de una larga fila de pasadizos paralelos al río Neva y atravesar el Canal de Invierno por una galería escondida dentro de la bóveda que enmarca su desembocadura en el Neva, para aparecer, a veces de incógnito, en las representaciones teatrales. (Los amantes de la ópera se situarán fácilmente en el lugar: debajo de la mencionada bóveda se suicida la joven condesa Liza de La dama de picas de Chaikovski, un drama que coincide en el tiempo con los años de Martín y Soler en San Petersburgo).

Para un sitio tan señalado, Martín y Soler compuso asimismo una ópera rusa llamada Gore bogatyr Kosometovich. El libreto, que escribió la propia Catalina la Grande, le aseguró una excelente acogida, aunque es muy probable que la escritora encontrara algún apoyo literario en su secretario particular, A. V. Jrapovitsky, dado que el idioma ruso de su majestad adolecía de ciertas carencias fundamentales. Gore bogatyr Kosometovich representó un nuevo fenómeno en la historia de las ediciones musicales rusas: fue la primera ópera que se editó en forma de Klavierauszug (arreglo para canto y piano), lo cual indica que debió de tener bastante influencia sobre los gustos musicales de los aficionados a las soirées musicales, tan de moda en los salones aristocráticos.

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También en 1789 estrenó Martín y Soler en San Petersburgo La capricciosa corretta, en la que pudo entregarse de nuevo al estilo italiano.

Mientras tanto, su producción operística rusa ganaba cada vez más adeptos, incluso fuera del escenario de la corte. Así ocurrió con la segunda ópera rusa martiniana, Fedul y sus hijos, que contó con la colaboración tanto augusta como la del compositor ruso Vasili Fáshkevich. El argumento pregona los inconmovibles principios morales de la sociedad feudal. El viudo campesino Fedul se enamora de una dama noble y, al mismo tiempo, su hija Duñasha recibe la oferta matrimonial de parte de un joven cortesano. La virtuosa esclava, Duñasha, declara a su amante que los dos deben casarse con personas iguales y, ante tanta rectitud, el padre también cambia de planes y vuelve a su vida de siempre. No cabe duda de que con este argumento Catalina expresaba su opinión sobre los matrimonios morganáticos de la aristocracia rusa. El caso más escandaloso lo constituyo la boda del conde Nikolái Sheremetiev con su esclava, la famosísima actriz shakespeariana Praskovia Kovaleva-Zhemchugova.

Fedul fue estrenado en San Petersburgo, para la corte, el día 17 de enero de 1791, en el Teatro de El Hermitage; y para el pueblo, el día 19 de febrero del mismo año, esta vez en el Teatro de Piedra, donde fue repetida hasta cuatro veces. Una vez estrenada en Moscú el 27 de diciembre de 1795, se representó allí, hasta el año 1799, un total de diecisiete veces. Todo un éxito para aquella época, sin duda. En esta ópera el compositor intenta de nuevo intuir lo que será la esencia de la incipiente música cuita rusa. A veces, se percibe en su escritura una peculiar cojera armónica que, salvando las distancias, parece adelantar los barbarismos del grupo de los cinco.

Aún más importante es que, para esta ópera, Martín creó la primera canción rusa conocida, que sobrevivió tanto a él como a su ópera. Análoga a la lied alemana y a la chanson francesa, la canción rusa (russkaiapesn) cultiva el espíritu musical nacional y, como tal, augura la llegada de los nacionalismos musicales europeos.

Martín y Soler había detectado un gradual afrancesamiento de los gustos musicales RISOS durante la última década del siglo XVIIL A la larga, este proceso, muy negativo para un compositor considerado italiano, conduciría a la pérdida de todos los privilegios adquiridos, incluido el puesto honorífico del consejero de la corte que ostentaba desde 1790. Consciente del peligro, Martín trató de promover la puesta en escena de sus no muy abundantes obras de estilo francés. El ballet trágico Didon abandonée fue estrenado en 1792 (Teatro de la Corte) y posteriormente la ópera Annette et Lubin se presentó en el Teatro Francés de San Petersburgo, en 1800. Posiblemente, esta ópera fue representada antes en Moscú, traducida a la lengua rusa, pues desde 1788 hasta 1792 figura en el repertorio un espectáculo llamado en ruso Añuta y Liubish, sin indicación del autor de la música. Por desgracia, no podemos comprobar esta hipótesis debido a que los materiales de orquesta fueron destruidos en un incendio.

Siguiendo la indicación de la emperatriz, estas traducciones al ruso ocupan un lugar cada vez mayor en el repertorio de los teatros imperiales. La popularidad de Martín ganó con el reestreno en el Teatro de la Corte, en 1798, de II barbero di buen core, traducido al ruso por el poeta V. Maikov.

También ha dejado su huella el compositor español en el campo de la música sacra. Así, el 17 de junio de 1800, durante la consagración de la nueva iglesia católica de la orden de Malta, se estrenó una cantata suya compuesta para la ocasión.

Fue precisamente en 1800 cuando, tras unos años de trabajo «por cuenta propia», el compositor volvió a ocupar un cargo oficial. Ahora era el inspector de la compañía operística italiana. Pero en 1804 esta compañía fue sustituida por la francesa y el compositor, que pese a sus esfuerzos seguía siendo considerado especialista en el estilo italiano, fue destituido definitivamente. En el mismo año perdió su puesto de profesor de la Escuela de Teatro en el Instituto la Sociedad de las Señoritas Nobles. Durante los dos últimos años de su vida vivió dando clases particulares y murió en San Petersburgo el 19 de febrero de 1806. El drama personal del empobrecido compositor se agrava por la total ausencia de sus óperas en el repertorio de los teatros imperiales desde 1801.

La historia de las óperas de Martín en Rusia acaba con la puesta en escena de su Buen Lucas o Este es mi día, en diciembre de 1809. En 1893 Fedul y sus hijos fue reeditado para conmemorar el centenario (con dos años de retraso) de una de las primeras óperas rusas. A partir de entonces el nombre de Vicente Martín y Soler sólo aparece en los tratados históricos.

Un hecho aparte constituye la ya mencionada «canción rusa» En el pueblo de Pokrovskoe. Doscientos años después de su aparición, esta nostálgica melodía, compuesta por el kapelmeister español de la corte de San Petersburgo, continúa formando parte del folklore más «auténtico», aquel que sólo se escucha en las recónditas aldeas rusas, alejadas de la civilización.

Los «cornos de tortura»

A diferencia de los «cornos rusos», las «trompas naturales» (occidentales) podían tocar pequeños fragmentos melódicos, especialmente en el registro agudo. De esta forma, teniendo varios instrumentos afinados en distintos tonos, se cubría la escala cromática completa. En cambio, los cornos rusos solo emitían un (!) único sonido. Para Completar las cuatro octavas y media que tenían las orquestas de cornos se utilizaban varias decenas de instrumentos (los de registro medio tenían un sonido tan débil que se empleaban dos instrumentos tocando la misma nota). Por eso, los músicos debían demostrar una disciplina extraordinaria para entrar con su «única» nota en el momento preciso. Esto explica por qué las orquestas de cornos florecieron en la Rusia dieciochesca, cuando la esclavitud apenas se veía amenazada por las primeras insurrecciones campesinas. El miedo al castigo (látigo) por no entrar a tiempo estaba omnipresente a la hora de interpretar la música y así se conseguía la exactitud en los rápidos pasajes de semicorcheas del fragmento que hemos citado en este mismo ensayo.

Por su parte, la afinación constituía también un gran obstáculo para el perfecto funcionamiento de este tipo de conjuntos. Las distorsiones se debían tanto a las causas objetivas (por ejemplo, la temperatura) como a las circunstancias psicofísicas del propio instrumentista. En un instrumento cromático moderno, el intérprete es capaz de controlar este conjunto de factores y conseguir que el instrumento esté bien temperado; pero cuando los músicos tocan un único sonido, es más difícil unificar el criterio y la orquesta puede llegar a sonar desafinadamente, dado que las alteraciones individuales no están correlacionadas entre sí.

En sus orígenes, los cornos eran de metal y fue, precisamente, el mencionado Karl Lau quien propuso hacer los instrumentos de madera barnizada por dentro y cubierta de piel por fuera. Estos cornos ya no tenían un timbre tan fuerte ni, a veces, tan estridente como los metálicos y no servían para acompañar las reuniones al aire libre. En cambio, se podían utilizar para hacer exóticos acompañamientos de las piezas teatrales. Así, el conjunto adquirió el suficiente grado de refinamiento y de sonoridad camerística para convertirse en una de las joyas del arte ruso. El colorido que se conseguía era muy llamativo: solamente los sonidos naturales adornados por una «columna» de armónicos, muy favorecidos por la propia estructura del corno, totalmente recta, sin curvaturas.

Estas orquestas alcanzaron su mayor difusión a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII. En San Petersburgo existieron durante ese periodo al menos nueve orquestas de cornos, en las que podían participar entre 90 y 115 músicos. Los terratenientes de las provincias también deseaban poseer este símbolo de lujo y poder, pero se tenían que limitar a conjuntos más modestos, de entre 30 a 40 músicos.

La tradición se extingue a lo largo del primer cuarto del siglo XIX, reflejando el declive generalizado de la esclavitud y de las prácticas y formas culturales relacionadas con ella.

Director de orquesta. Doctor en música