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No diga verano, diga vacación. Dejando a un lado a esos actores secundarios que son los trabajadores del sector turístico, el estío es la temporada del sujeto vacacional: él ejerce como protagonista de un hormigueo global que hará las delicias de los analistas de datos masivos en el sótano correspondiente. Es en el verano cuando nos preguntamos unos a otros por el destino de nuestro asueto, asumiendo la necesidad universal de «cambiar el chip», como dicen los españoles en frase gastada pero reveladora. Reveladora, quiere decirse, de una mentalidad con arreglo a la cual los paréntesis vacacionales tienen como función aliviarnos la carga del trabajo -aunque con ello carguemos de trabajo a otros – para así poder seguir contribuyendo a la factoría de la modernidad. Y es que hasta los soviéticos tenían su dacha.

 Vaya por delante que hemos avanzado mucho desde que Monsieur Hulot paseara por las playas norteñas de Francia sembrando el caos burgués. Naturalmente, todavía hay familias que se suben al coche y conducen sin pausa hasta el apartamento de la playa, abuela incluida. También allí quedan restos de la batalla cultural, suavizada por la lujuria y el deseo de ganancia de los aborígenes, que retratara Luis García Berlanga en ¡Vivan los novios! Pero la panoplia de posibilidades vacacionales se ha estirado hasta lo indecible, como efecto de la hiperdiferenciación del capitalismo en el lado de la oferta y la individualización expresiva en el lado de la demanda: queremos cosas distintas y el mercado las ofrece, sin que podamos descartar que queramos cosas distintas por ofrecerlas el mercado.

 De manera que nos encontramos con el resort playero tradicional y la ruralidad con encanto, las aventuras selváticas y las junglas urbanas, el aislamiento waldeniano y el turismo de Holocausto, el desenfreno ibicenco y el campamento infantil, a ferragosteños y septembrinos. ¡A cada cual, lo suyo! Pero todos -o casi todos- en movimiento. Aquellas líneas de Radio Futura: «Es el fin del invierno, iré cerca del mar / Vestiré como un dandi, daré largos paseos / Pensaré en los detalles de mi próximo plan». Aunque el plan a trazar hoy sea, justamente, el de las vacaciones. Si uno espera al mes de junio, lo encuentra todo reservado: hay quienes organizan sus vacaciones en plenitud romántica y están separados a la hora en que despega el avión.

 Este panorama sirve asimismo para subrayar la importancia que los reclamos estimulares tienen en el capitalismo tardomoderno. Frente a la manida tesis de Guy Débord sobre la sociedad del espectáculo, aquella que introduce una falsa conciencia en nuestra subjetividad y nos hace vivir como esclavos felices, habría que enfatizar la medida en que el capitalismo contemporáneo persigue eficazmente el gozo del individuo: un puro disfrute de alto contenido «sensacional» que ofrece múltiples rendimientos temporales: la anticipación del gozo, el gozo mismo, el recuerdo del gozo. Por eso dice Colin Campbell que el consumo de masas es de raigambre más romántica que protestante: más hedonista que severa. Si el viejo capitalismo industrial se asentaba en la explotación alienante, el contemporáneo busca el efecto contrario. O acaso lo encuentra sin buscarlo, ya que estas figuras retóricas («el capitalismo quiere») no acaban de tener sentido para referirse a sistemas emergentes y complejos que no tienen a nadie al mando. Aunque nos consuele pensar lo contrario.

Sea como fuere, esta dimensión afectiva de las vacaciones organizadas -porque organizadas son todas las vacaciones que no consistan en echarse al monte sin mapa ni brújula- plantea la necesidad de cuestionarse el lugar común de la sociología que las presenta como continuidad soterrada del trabajo. Es algo que ya hacía Norbert Elías en algunos de sus ensayos de finales de los años 60, donde el gran sociólogo del proceso civilizatorio -entendido como paulatino refinamiento de las sociedades humanas- se preguntaba por las funciones del ocio y el deporte en el marco de ese largo proceso histórico. A su juicio, la búsqueda de la emoción en el ocio obedece precisamente a su exclusión de otras esferas de la vida donde su expresión pública se ha codificado como inapropiada: «El miedo y la alegría, el odio y el amor grandes no deben traspasar en modo alguno la apariencia exterior». Al racionalizarse bajo el comando del Estado Moderno, las sociedades aumentan el nivel de control social y autocontrol sobre las propias emociones. Por ello, sostenía Elías, un buen número de las actividades del tiempo de ocio dan salida a la necesidad de hacer desbordar las emociones fuertes en público sin poner en peligro el relativo orden de la vida social. Nuestro sociólogo se aproxima aquí a la famosa tesis de Batjin sobre el carnaval medieval: un día de excesos para sostener un año de represiones.

Desde que Elías escribiera esto, sin embargo, ha sucedido algo peculiar. Y es que las emociones cultivadas en el ocio han ido ganando parte del terreno perdido en otras esferas vitales, donde han recobrado parte de su legitimidad perdida. Basta pensar en las bodas civiles: si Elías podía escribir hace cinco décadas que esta clase de ritos y ceremonias sociales «a duras penas propician ya (…) claras expresiones de emoción», un vistazo a su modo dominante en la actualidad revela lo contrario. A saber, un expresivismo afectivo desbordante que se manifiesta ya en su forma ceremonial: desalojado el sacerdote que gozaba del monopolio de la palabra, su lugar es ocupado por una sucesión de discursos y montajes en vídeo que combinan a partes iguales la cursilería y el humor. Si antes se daba por hecho que las personas que se casaban albergaban sentimientos recíprocos, ahora no se ahorra apenas detalle sobre el origen, naturaleza e intensidad de los mismos: cada ceremonia es una loa de lo explícito. Pero también en esferas como el trabajo, el recurso a la emoción se ha convertido en algo más aceptable. Y lo mismo podemos decir del estilo reinante en las producciones culturales de masas y de la incesante programación pública de actividades multitudinarias: la sobriedad ha dado paso a la exaltación. Hemos pasado a padecer un día de represiones en un año de excesos.

Ni que decir tiene que esta evolución es especialmente visible en la comunicación digital, cuyas redes sociales han abierto las puertas al emotivismo personalizado. No se trata de condenar las redes, pues éstas ofrecen también múltiples posibilidades performativas al individuo conectado: conocemos a más personas en contextos distintos y podemos jugar con nuestra identidad más libremente. Pero eso no quita para que reconozcamos que las redes poseen un fuerte componente afectivo que les es inherente. Su generalización ha hecho saltar por los aires una tapadera que nunca estuvo del todo bien cerrada. Y como efecto del desbordamiento resultante, el autocontrol de las emociones al que se refería Elías se ha hecho más débil. En su mezcla de infantilismo y visualidad, el emoticono bien podría ser uno de los signos más representativos de nuestro tiempo.

 De ahí que el verano difícilmente pueda verse ya como un período excepcional, interrupción hedonista de una vida franciscana, sino como un momento álgido del libertarismo emocional contemporáneo: la confluencia, por razones de calendario escolar y política empresarial, de una mayoría vacacionante. Incluso las movilizaciones políticas, ellas también dotadas de un considerable componente afectivo, se dan un respiro: astucia definitiva de la especie. Menos mal que tenemos las redes sociales para no desconectar del todo y contarnos qué tal nos va.

Catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Con títulos publicados como «Antropoceno. La política en la era humana» o «La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI», su obra más reciente es «Abecedario democrático» (Turner, 2021).