Hará apenas un par de años que Valentí Puig nos regaló la delicatessen epistolar de A la carta: cuando la correspondencia era un arte (Elba), y ahora nos presenta su último ensayo político bajo una forma de estirpe todavía más noble como es el diálogo. Ahí ya puede verse una declaración de intenciones: frente a la «trivialización» de la opinión, la conversación se alza como forma privilegiada de una sociabilidad intelectual ambiciosa, abierta y tolerante. Más complementarios que antitéticos, los ilustrados personajes del libro —llamados escuetamente A. y B.— encarnan así ese espíritu de diálogo que, según formula Puig en la declaración de intenciones del libro, «ha sido la médula de la vida pública española en sus mejores momentos de autocrítica».
Al propio Puig nadie le podrá reprochar que no haya hecho su parte para incentivar en nuestra vida pública una autocrítica ajena «al masoquismo del diagnóstico». Hablamos ya de una trayectoria larga como maître à penser en las tribunas periodísticas más selectas, con el extra que presta a estos efectos su condición de grande de la poesía catalana, su atención a la crítica literaria o su feliz acogida como diarista y narrador. De ceñirnos al ámbito de la reflexión moral y política y de la crítica cultural —«al hablar de sociedad […] terminamos hablando de moral»—, sus contribuciones han sido de peso en la última década, y Fatiga o descuido de España invita a compartir lectura con el retrato de la crisis de Los años irresponsables, la vertiente internacional cifrada en Por un futuro imperfecto o un volumen cuyo título —Moderantismo— es ya elocuente como un manifiesto. Incluso algunos de los motivos de Cuando sea rey aparecen, renovados, al tratar de la monarquía constitucional en este nuevo libro que tanto tiene de meditación hispánica.
Del papel ya citado de la Corona al patriotismo posible, de las virtudes públicas a los demonios del populismo, y del narcisismo de «la generación selfie» al estado de nuestra vida intelectual, el ritmo del diálogo aporta fluidez a la hondura de no pocos de los temas que definen esta hora de España. Siempre con la cita o el precedente histórico a punto, es propio de Puig —«un conservador de centro»— alejarse de la retórica de los nuevos politólogos para abordar la realidad política y social con el utillaje de nuestra experiencia democrática. De ahí que Fatiga o descuido de España busque ante todo afirmar unos modos, una aproximación a lo público, que bien puede hallar su resumen en el enunciado «España irá adelante si es moderada».
Uno de los principales rasgos distintivos del Puig analista pasa por soslayar todo fatalismo hispánico y «el vicio de creer en la excepcionalidad española»: «no tenemos el monopolio», escribe ya en el comienzo de la obra, «de la duda existencial». Por supuesto, el autor no es ajeno a lo que otrora se llamaban los males de la nación: es escéptico al preguntarse «qué aprendimos de la crisis», observa una «pérdida de energía» en las clases medias, un sistema educativo en precario, «una televisión para enanos, partidos políticos caducos […], empresarios que no emprenden», etc. Sin embargo, Puig sabe que «el derrotismo acaba siendo nocivo» y, al tiempo que se harta de «ver el pasado de la España moderna como una cuestión de buenos y malos, de vencedores y vencidos», se sorprende de «la desproporción entre la realidad histórica […] y la sobreabundancia de diagnósticos apocalípticos». «Cada vez que alguien dice que España es un país bananero», propone, «que explique bien por qué». Esa falta de autoestima, al entender de Puig, se cohonesta poco con la caducidad del mito del «perpetuo fracaso». Así, de un lado están los éxitos indudables de España en los últimos decenios; de otro, una desmemoria lesiva que impone su adecuada valoración: «no saber de dónde venimos no nos permite agradecer hasta dónde hemos llegado». La reivindicación de la Transición y de la Constitución será aquí, en consecuencia, tan recurrente como gratamente pedagógica. Y, ante un escenario poscrisis que todavía debe definirse como «Apocalipsis o Arcadia», Puig alerta de la tentación de reaccionar «con más inmadurez colectiva» tras «dejar atrás lo peor». Frente a ello, urge fundar nuevas «formas de ilusión compartida» y redescubrir, contra los populismos, «un centro que no es político, sino de encuentro». En definitiva, la citada España moderada.
No se puede acusar a Puig de dar una imagen en exceso risueña de nuestro momento, de una nación que «no cree en el destino y sin embargo tiene pulsiones fatalistas». Venimos de ser «un país de nuevos ricos», acusamos «un descontento hijo de cien padres», formamos «una sociedad cada vez más desvinculada» y sujeta a los bandazos emotivos de una política ya puesta «al servicio del canon mediático». Sin una «oxigenación» de la política, ¿cómo evitar la vigencia del populismo? Sin virtud pública, ¿cómo perdurarán la libertad y la confianza? La gravedad del diagnóstico, sin embargo, no oculta que la sociedad española tiene motivos para no sentirse ni derrotista ni derrotada tras haber vencido su peor crisis en décadas. Sí tiene motivos para la modestia que pide Puig como cauce viable para la política: lejos de lamentos noventayochistas, hay que aspirar a la madurez de esas sociedades que «desconfían pero no rompen la baraja». Y, lejos de las utopías populistas, hay que redimensionar nuestras esperanzas políticas: muchas veces, simplemente, de «lo que se trata es de que vaya bien lo que va muy mal». No es una perspectiva de megalomanía, pero sí de grandeza: esa «aproximación paulatina al ideal» está detrás de algunos de los momentos más brillantes de nuestra historia compartida, como muestra Puig, en todo lo que va de la Restauración canovista a la Transición. Y sigue siendo la clave moderada para la España posible.