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Se me manda escribir sobre «El Descubrimiento o Encuentro de 1492». Que en mi vida me he visto en tal aprieto, aunque el mandato no provenga de Violante sino de Luis Miguel Enciso -cuya aversión por el autoritarismo es casi emblemática- ni sea un soneto la encomienda, lo cual, dicho sea de paso quizá me resultase más hacedero, habida cuenta que el soneto es el género poético con el que más fácil resulta fingir talento.

Pero no; ésa es tarea para historiadores. Jurista como soy. y por una contingencia histórica definitivamente liado a cuanto se refiere a la defensa de los derechos humanos (aspecto éste que ha hecho correr y gastar demasiada tinta con motivo de este Quinto Centenario), me veo en una encrucijada sin acertar con el camino a emprender porque como en el cuento, pareciera que los pájaros se han comido las migas de pan que prolijamente he ido tirando en el transcurso de mi historia.

¿Qué hacer entonces?… intentaré un artículo a partir de la fantasía y la aventura (que lo mejor que tenemos en la madurez es lo que nos queda de niños), que sirva de apoyatura a polémicas conclusiones políticas y toque, bien que tangencialmente, la cuestión de los derechos humanos. Dejemos pues en paz los infolios y los Archivos de indias y vaguemos un poco con la imaginación, a la manera en que lo hacía el peregrino de la estrella de Jack London, que encorsetado y en la cárcel recorría las galaxias.

Cuando caminé por primera vez la maravillosa tiena extremeña no fue, al menos en la primera impresión, el teatro romano ni el museo de Mérida lo que despertó mis emociones, sino el espíritu del descubrimiento y conquista, adherido cual la hiedra a los muros de sus edificios.

El Nuevo Mundo

Y digo deliberadamente para no jugar con las palabras; para no obviar la expresión justa porque puede herir cierta susceptibilidad exacerbada por un anticientífico nacionalismo, recurriendo a circunloquios con los que a la postre se quiere decir lo mismo.

Un nacionalismo torpe, que ha llevado a algunos a buscar con poca honestidad intelectual «nuestras raíces» o «el ser nacional», pretendiendo que los descendientes de europeos, negros, árabes y judíos para no citar sino unos pocos ancestros, en realidad descendemos de Caupolican o Moctezuma.

Con buenas razones afirmaba Toynbee que «nacionalismo es el agrio fermento del vino nuevo en los odres viejos del tribalismo».

Y así, se dice muy suelto de cuerpo que mal puede hablarse de descubrimiento, pues las comunidades aborígenes ya preexistían y no estaban escondidas o ignoradas. También los anillos de Saturno ya preexistían, pero estaban tan escondidos e ignorados -contrariamente a lo que con tanta ligereza se afirma- como las tierras y hombres que encontró Colón. Hasta que alguien los descubrió.

Las poblaciones de lo que se ha dado en llamar el Nuevo Mundo eran desconocidas, y su existencia ni siquiera sospechada para una comunidad social, cultural y jurídica cuyos orígenes se remontan a los de la humanidad, y que reconociendo tanto diversidades étnicas y lingüísticas cuanto sentimientos de pertenencia y extranjería, constituía el por entonces mundo conocido.

Y ese mundo conocido, polifacéticamente diverso descubrió -mal que les pese a los malabaristas del lenguaje- otro nuevo y otros hombres ignotos para la comunidad universal reconocida hasta ese momento.

Por cierto que este criterio no resulta aplicable a otras expediciones: Marco Polo no descubrió la Mongolia; si bien es cierto que era misteriosa no lo es menos que era conocida.

Que esto no justifique la conquista en sus aspectos más crueles es harina de otro costal. Pero no olvidemos que el repudio de la conquista es obra del pensamiento moderno: que mucha agua habría de correr bajo los puentes hasta llegar a la creación por las Naciones Unidas de un comité de descolonización.

Ello sentado yo me pregunto, ¿podemos juzgar una aventura emprendida en el siglo XV aplicando retroactivamente criterios elaborados en las postrimerías del XX? Tengo mis dudas.

El Descubrimiento es la culminación de la empresa más extraordinaria y heroica en la historia de la Humanidad. Noventa hombres, embarcados en tres precarias naves cuya pequeñez y fragilidad no eran ciertamente las calidades más indicadas para un viaje de largo aliento, se lanzan a la aventura, a lo desconocido, sin la menor garantía de éxito, ignorando con qué y con quiénes se encontrarían en caso de arribar a no sabían donde.

En vano se ha intentado desvalorizar la gesta, arguyendo que a aquéllos aventureros tan sólo les guiaba el afán de riqueza, como si esto pudiera menoscabar la grandiosidad de la empresa.

Por cierto que la búsqueda de fortuna era un acicate para la aventura, pero ello no le quita un ápice a su carácter de tal, que implicaba el afrontar el riesgo del emprendimiento con la posible pérdida del bien más preciado: la propia vida. Y de esto sólo son capaces algunos hombres excepcionales.

Ya el propio Fray Bartolomé de las Casas, en su monumental Historia de las Indias reconoce esa circunstancia, cuando al relatar las gestiones previas de Colón en la Villa de Palos, refiriéndose a los Pinzones, a quienes califica como «marineros y personas principales», nos cuenta que:

«con el principal, Martín Alonso Pinzón, comenzó Cristóbal Colón su plática, rogándole que fuese con él a aquel viaje y llevase a sus hermanos y parientes y amigos, y sin duda es de creer que les debía prometer algo porque nadie se mueve sino es por su interés y utilidad…».

Esto nos demuestra, además, que había hombres de fortuna que afrontaron el emprendimiento. ¿Qué los movía entonces si las riquezas ya las tenían? ¿Acaso tal vez sólo acrecentarlas?

No parece irrazonable afirmar que el motivo determinante residía principalmente en el lance, en el riesgo, y por añadidura en el dinero. Lo mismo puede afirmarse con relación a los partícipes desposeídos, tan pronto como se acepte que un muy hipotético eventual enriquecimiento no podía constituir la razón suficiente para emprender un viaje a lo desconocido.

Aventura romántica

Y aquí me voy a apropiar de una idea ajena: con el espíritu aventurero ocurre algo muy parecido a lo que despierta la pasión por el juego. El jugador no juega para ganar dinero, aunque obviamente no quiera perderlo, sino compelido por una emoción incontrolable cuyo pretexto o vehículo lo constituye el dinero; si gana mejor, pero si pierde no dejara por ello de jugar. El ejemplo no es mío; se lo debo a Ernesto Sábato que me lo dio en una charla, como perteneciente a uno de sus escritos nunca publicados y luego consumido por el fuego como muchos otros. Pero no por ajeno resulta menos válido.

Hoy el hombre viaja a la luna, pero sabe con la más absoluta certeza adonde va a llegar, y cuenta con la seguridad de que cualquier desperfecto en su aeronave será detectado desde una base en la tierra. El comandante de un módulo espacial, a diferencia del almirante de la mar océano, es televisado y televisa; puede preguntar a su mujer cómo están los niños y si van o no a la escuela; para él las estrellas no son puntos de referencia que en ocasiones pueden no verse. En lugar de un sextante tiene un ordenador.

Y en una emergencia cuenta con la posibilidad de que una expedición de socorro, que sabe exactamente dónde se encuentra, sea despachada para auxiliarlo. Esas seguridades no las tenía el Almirante de 1492, que sólo confiaba en Dios y en sus propias fuerzas.

El avance de la ciencia y la tecnología nos ha hecho perder la capacidad de asombro. Cuando a principios de siglo alguien se elevaba cien metros en un aeroplano despertaba mucha más inquietud que cuando vimos, cómodamente sentados frente a las pantallas de nuestros televisores, el descenso de Armstrong en la Luna.

Por ello, la hazaña de Colón y sus hombres supera en osadía a las modernas aventuras. Si es que se puede en puridad calificar estas últimas como tales, ya que la seguridad y la certeza excluyen el riesgo. Los comandantes lo son únicamente porque mandan.

Hoy la guerra nos muestra comandantes de escritorio, que pueden colocar, ordenador mediante, un misil a través de una ventana de un determinado edificio sin riesgo personal, y masacran poblaciones civiles en nombre de la libertad y la democracia. Si la guerra de conquista es un hecho atroz y reprobable, en estas condiciones resulta, por añadidura, despreciable.

Pero esto no parece espantar a ciertos «historiadores», que prefieren enderezar sus diatribas a las crueldades de la conquista -que huelga señalar ha sido una constante en la historia y no algo que ocurrió exclusivamente en América- y absolver, en cambio, a los modernos comandantes, que en la guerra de conquista actual, parafraseando a Francisco I, después de Pavía, podrían escribir con toda razón: «Madre, todo está ganado menos el honor».

El encono que despierta el Descubrimiento y Conquista de América constituye un fenómeno único, carece de serios fundamentos históricos y no puede explicarse frente a la falta de impugnación, en los mismos o siquiera parecidos términos, que debieron merecer otros episodios de las mismas o más graves características ocurridos en todo el mundo, coetáneamente y también en la más remota antigüedad.

La «Patraña Negra»

La leyenda negra, según la cual España sería una nación compuesta principalmente por gentes perversas, no es otra cosa que una manipulación -ésta sí auténticamente perversa- de la «Brevísima relación de la destrucción de las Indias» de Fray Bartolomé de las Casas, hecha por los enemigos de España, en primer lugar los holandeses, para justificar su propia expansión imperialista.

Lo que se silencia es que el propio fraile dominico, si bien condena el proceso en sus aspectos más crueles e inhumanos, no lo atribuye a la perversión del alma española, preocupándose en destacar que los hechos no hubieran ocurrido de otro modo de haber correspondido a otros países la Conquista.

A esta altura yo me pregunto si ¿es peor o más grave el servicio personal de los aborígenes -no institucionalizado sino arrancado por la fuerza al mismo Colón y abolido por las leyes nuevas en 1542- o la venta de seres humanos como mercancía y el castigo en la forma más aberrante por mínimas infracciones?

¿Es más justo, a la luz de las pautas culturales de hoy día, la eliminación a disparos de Remington de las poblaciones aborígenes luego del proceso independentista, la marginación y la deliberada eliminación cultural. que la solución de conflictos culturales como consecuencia de la Conquista por medios que ocurrieron ineluctablemente en todo el mundo?

¿Es lícito ignorar que procesos similares de conquista y colonización, tuvieron lugar con las mismas características y la misma crueldad entre las poblaciones autóctonas antes de la llegada de los descubridores? Terminemos, pues, con la «patraña negra». No hay naciones perversas sino algunos hombres perversos. Estigmatizar un proceso histórico quitándolo de su contexto, con la finalidad de cohonestar dudosas reivindicaciones políticas no es lícito, y merece ser enérgicamente denunciado como una maniobra. No conozco españoles que se quejan de la conquista de la Península por los fenicios, cartagineses, romanos y árabes, para no citar sino a unos pocos invasores, que abominen de las crueldades de los conquistadores, que lloren por las mutaciones culturales producto de la ocupación, o busquen sus «raíces» en los pueblos celtíberos. Antes bien, reivindican ese intercambio cultural como incorporado a su patrimonio.

Si a esta actitud, necesariamente posterior a la conquista, que aún está por realizarse en nuestra América, se la quiere llamar «encuentro» no me opongo.

Y este encuentro, que si bien es cierto tiene que comenzar por el rescate de los valores culturales de los aborígenes, no lo es menos que debe transitar por una doble vía reconociendo también los valores recibidos, y admitiendo también, que mal que les pese a los nacionalistas, somos un producto híbrido de europeos y naturales de estas tierras, en donde el mestizaje nunca fue repudiado por los conquistadores.

Es una obligación moral reconocer que la empresa no fue en sí misma perversa, y para ello bastan muy pocos ejemplos. Me detendré en uno solo, pues como dije al comienzo no era mi intención hacer historia. Empero, no puede prescindir de ella cuando se trata de bucear en las motivaciones que guiaron a los descubridores y en la actitud de la metrópoli, para emitir un juicio valedero acerca de la perversidad o altruismo que se les pueda atribuir.

Examinemos, entonces, las instrucciones que dieron los Reyes a Colón en el año 1497, redactada como sigue: «primeramente, que como seáis en las dichas Indias. Dios queriendo, proveeréis con toda diligencia de animar e atraer a los naturales de las dichas Indias a toda paz e quietud, e que nos vayan a servir y estar so nuestro señorío e sujeción benignamente. E principalmente que se conviertan a nuestra sancta fe católica y que a ellos y a los que han de ir a esas tierras en las dichas Indias, sean administrados los sanaos sacramentos por los religiosos y clérigos que allá están y fueren, por manera que Dios, nuestro Señor, sea servido y sus conciencias se seguren».

Pareciera claro que el tenor de tales instrucciones no se compadece con la puesta en marcha de una planificación malvada, ni era el que más convenía para dirigirse a hombres de tal naturaleza.

Un detallado estudio de la legislación de Indias excedería con mucho la confesada finalidad polémica de este trabajo, garrapateado a vuelapluma y, además, ya otros se han encargado de hacerlo con mayor autoridad que la mía.

Espíritu generoso

Empero, creo que los estudios serios y desapasionados permiten afirmar, casi con el carácter de un juicio apodfctico, que fue la más progresista y humanitaria para su época; a punto tal que muchas de sus instituciones continuaron vigentes como herencia luego del proceso emancipador.

La circunstancia de que en muchos casos no se cumplieran, o se las violara abiertamente, no constituye un demérito. Antes bien, sirve para demostrar la falacia de atribuir la maldad a la España toda y a la empresa, en lugar de a algunos infractores, fueran pocos o muchos.

Es cierto que también luego heredamos las ordenanzas de Carlos ti l para el juzgamiento de los militares al amparo de fueros personales, que en algunos casos pervivieron hasta nuestros días; pero en fin. seamos generosos y concedamos que en algo pudieron equivocarse.

Y por si esto fuera poco, la misma generosidad legislativa, correlato de espíritu que animó la colonización, se advierte con posterioridad, en el período de la independencia.

Producida la invasión napoleónica a la Península, se promulga la reaccionaria constitución de 1808 en Bayona, según la cual «la Corona de las Españas y de las Indias», tal como reza el artículo 2, pasan a ser patrimonio hereditario de la dinastía bonapartista».

En contraposición, los libertarios constituyentes gaditanos de 1812, se pronuncian en un texto que establece que «la nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios», con igualdad de representación para los peninsulares y los americanos.

Creo que mayor desprendimiento de parte de una potencia colonial no puede pedirse. No olvidemos que el apartheid, atroz manifestación de un colonialismo imperialista que curiosamente no despierta los mismos rencores que la colonización de América, pervive hasta nuestros días.

Nunca hubo en América kelpers ni ciudadanos de segunda.

A esta altura cabe preguntarse -a la luz de la historia verdadera y documentada ¿qué queda de las impugnaciones a un hecho que ha venido repitiéndose desde que el mundo es mundo, y cuáles son las reales motivaciones de la diatriba que lleva hasta a negarse a llamar las cosas por su nombre?

En mi opinión no queda nada. Sólo un trasnochado indigenismo, cuya preocupación no es, ciertamente, la suerte y el derecho de las poblaciones indígenas a sus justas reivindicaciones, sino alentar los enfrentarmentos para encubrir subalternas pretensiones políticas. He ahí el peligro de la búsqueda de raíces inexistentes.

Colonización y crueldad son conceptos que han marchado de la mano en la historia de la humanidad. Hoy, que ello parece superado por el moderno derecho internacional. se coloniza a Latinoamérica por otros medios; se nos convence de que debemos entrar a) primer mundo, pero no se nos permite salir del tercero. Sin embargo, se siguen cantando loas a la madre tierra como si estuviéramos en el 1400 identificando, en cambio, la explotación del 1900 con el progreso. Francamente, me quedo con los aventureros del siglo XV.

Como hombre del siglo XX y ciudadano de un estado que no puede admitir ataques a su integridad. no estoy dispuesto a asumir las cuipas de lo que pudieron haber hecho los conquistadores en estas tierras. No soy un heredero del patrimonio bien o mal habido por ellos, que esté obligado a hacer frente con sus bienes a hipotéticos despojos. Tan sólo he heredado un patrimonio cultural, que no es nada despreciable.

En cambio, debo asumir mi cuota de responsabilidad política por el atraso y la marginación de las minorías indígenas que habitan mi país, por el avasallamiento de su cultura, por el desconocimiento de su idioma y religión y por el abandono sanitario, que lleva hoy a que padezcan enfermedades medievales como el cólera. En fin, por el desconocimiento de que se trata de ciudadanos argentinos, iguales en dignidad a todos los habitantes de la república, aunque bien entendido, sin constituir otro Estado dentro del Estado.

Si a la actitud de estar dispuesto a corregir estos males se la quiere llamar hoy «encuentro», repito que no tengo inconveniente ninguno en aceptarlo.

Pero para ello no es necesario buscar culpables en el siglo XV. ni abjurar de la grandiosidad de una empresa que no ha tenido parangón en la Historia: los únicos responsables somos nosotros, los hombres de hoy.

Quiero concluir formulando una expresión de deseos: como sé que muy a pesar mío no podré participar de los festejos del sexto centenario, espero muy pronto volver a mi amada Extremadura, para sentarme a la sombra de uno de sus adustos alcornoques y navegar con la imaginación, a la ventura con los descubridores.