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¿Cómo ha llegado a ocurrir que el miembro más izquierdista del Senado de los Estados Unidos de América haya sido elegido presidente en un país en el que el 34% de los votantes se definen como conservadores —misma cifra que en 2004— en el que se consideran moderados un 44% —uno por ciento menos que hace cuatro años y socialdemócratas un 22%— uno más? El triunfo de Obama ha sido arrollador en términos absolutos: es ya el más votado de la historia de su país, superando en dos millones de votos a George W. Bush, hasta ahora titular de la plusmarca. Pero su resultado en el colegio electoral fue mucho más modesto. De los presidentes del último medio siglo, mejoró la marca de Kennedy, Johnson, el primer Nixon y Bush hijo. Mas quedó por detrás de Bill Clinton y muy por detrás de Bush padre y Johnson y el segundo Nixon. Y muy, muy por detrás de Ronald Reagan, titular desde 1984 de la más abrumadora victoria de la historia del país.

Obama se alzó con la victoria irrumpiendo en el escenario en el que los norteamericanos buscaban algo totalmente nuevo. Es decir, algo que no era ni McCain, ni Hillary Clinton. McCain tenía toda la legitimidad para decir que él era algo totalmente diferente del presidente Bush. Pero nuevo, lo que se dice nuevo, no era. Y así, la incuestionable novedad se vio arropada por un orador cautivador, capaz de comprometerse a confrontar los muchos retos que amenazan al país, pero que sabía también cómo transmitir ese mensaje sin comprometerse a nada.

Copiando las campañas ejecutadas por Karl Rove para George Bush en 2000 y 2004, el equipo de Obama encabezado por David Plouffe y David Axelrod, construyó una nueva mayoría sobre la base de la persuasión empleada con dos objetivos. Hay candidatos que viven de los votos que tiene su partido y hay candidatos especialmente dotados para conquistar votos por méritos propios. Es evidente que Obama está en la segunda categoría. Y el que conquista votos propios, puede pescar en dos caladeros. El de los que no votan habitualmente y el de los que votan al partido rival. El equipo de Obama hizo un enorme esfuerzo por registrar votantes nuevos y logró millones de ellos en Estados que sus estrategas consideraban cruciales. Estados en los que había muchos negros que nunca se habían registrado. Las estadísticas decían que en los últimos 28 años sólo ha votado —de media— el 55% de los norteamericanos. Su objetivo fue el otro 45. Los nuevos registros de votantes en Estados como Virginia, Indiana, Colorado y Nevada hicieron saltar las alarmas en el equipo de McCain. Ya sólo podían estar a la defensiva para no perder en Estados que partían como suyos y estaban amenazados. Las campañas a la defensiva son las que con más frecuencia se pierden. Este caso no fue una excepción.

En cuanto a robar votos al rival, lo más importante es recordar que por cada voto que le quitas, en realidad te llevas dos. Tu voto y el que él pierde. Las siempre inexactas encuestas a pie de urna indicaban —tamizadas por la sabiduría de Karl Rove— que Obama consiguió un 10% más de votos de personas que acuden a la iglesia de los que logró John Kerry; cinco puntos más que Kerry y ocho más que Gore entre los que se declaran independientes e incluso hizo avances entre los poseedores de armas. Todos ellos votantes naturales de los republicanos. Con una cosecha así se entiende la ecuación final del poder y que Obama lograse cuatro puntos porcentuales más que John Kerry y 2,5 puntos más que Al Gore.

Pero para cautivar a esos votantes, el senador más izquierdista de la hora presente tuvo que dulcificar su discurso. Con sacarina. El aborto o la posesión de armas, dos de los asuntos que mayor división generan, fueron cuidadosamente ignorados. Y qué decir del matrimonio homosexual, que Obama favorece, pero sin hacerlo notar. Basta con pensar lo que representa que en el mismo día de la elección presidencial tres Estados celebraron referendos para prohibir los matrimonios homosexuales y en los tres triunfó la prohibición. Incluyendo California. El disimulo incluyó otras áreas como dejar de hablar de Irak —después de anticipar la derrota, parece que se ha dado cuenta de que puede ser presidente en la hora de la victoria— o empezar a pedir mayor firmeza en Afganistán o amenazar a aliados como Pakistán.

Cuando el Partido Demócrata, de la mano de Barack Obama, afronta el reto de pasar de las musas al teatro, en el bando republicano se plantean el reto de cómo salir del hoyo en el que han caído. Muchos se han apresurado a enterrar el posreaganismo. Y eso puede ser cierto, pero quizá no en el sentido en que lo auguran. El posreaganismo muerto puede implicar la vuelta a los principios reaganianos que dieron gloria al partido. No dejaría de ser irónico que la fracasada campaña de McCain, un hombre que se dedicó a la política activa por su admiración de Ronald Reagan, implicara la vuelta a los fundamentos del Old Gipper, Ronald Reagan.

Barack Obama tiene ante sí el inmenso reto de satisfacer unas expectativas desmesuradas. Es una tarea casi imposible. El pasado 4 de noviembre zarpaba de Chicago un gran transatlántico repleto de deseos. Es una carga ligera de peso, pero endiabladamente difícil de transportar. Esperemos que no encalle.

Periodista, director adjunto de ABC