Tiempo de lectura: 4 min.

Más de la mitad de la fecunda existencia de Antonio Fontán ha transcurrido fuera de su región natal; gran parte de este tiempo se deslizó en el septentrión y en el centro del país. Ello provocó que algunos de los rasgos caracterizadores de su patria chica —muy en primer término, el inconfundible acento sevillano— desapareciesen de su comportamiento, sin que tan irremediable circunstancia afectase a su idiosincrasia, fuertemente impregnada por la actitud y el talante de lo andaluz. Poco o nada inserto en la corriente más generalizada y algo tópica del sevillanismo, la historia y los personajes de la trayectoria contemporánea de su lugar de nacimiento le imantan con particular vigor. Si, a pesar de su curiosidad universal, nada de la fiesta y del deporte nacionales suscita en su ánimo un interés singular, los grandes astros del toreo e incluso algunos de los héroes balompéditos de la ciudad del Betis, tanto del presente como, sobre todo, del pasado, despiertan en él simpatía y atracción, como expresión, en ciertos casos, de un espíritu telúrico que Fontán, escéptico como buen andaluz, está, sin embargo, muy lejos de negar.

Con mayor intensidad, empero, le encandilan las figuras y episodios más notables hispalenses, de manera específica aquellos que forman parte de su biografía. Los cardenales Ilundáin y Segura, sor Angela de la Cruz, el infante don Carlos, don Manuel Giménez Fernández, don Francisco Murillo, don José Vallejo, el maestro de reverdecido recuerdo y permanente gratitud…; y al lado de ellos, una colmena de gentes sin nombre en los anales de la capital bética, pero sí en la envidiable memoria y recurrente evocación de uno de los humanistas más genuinos de la España del siglo XX. Apremiado de urgencias, la morosidad se apodera de su conversación cuando reconstruye episodios de su infancia sevillana —la Plaza Nueva, los jesuítas, los viajes a Guadalcanal de la Sierra…— e infunde vida a sombras elíseas que dieron sustancia a los sueños de mocedad y juventud. Entre ellas, ninguna quizá de más feliz recordación y vivida presencia que la de un nacido en la Sierra de Aracena, del que conocimiento y amistad fueron decisivos en la andadura de la personalidad cuya entrada en una roborante senectud conmemoramos en las páginas de una de las muchas empresas de alto gálibo intelectual le han tenido como patrono y timonel. Florentino Pérez Embid, pues de él se trata, fue, en efecto, no sólo uno de los hombres más vinculados a las fechas y decisiones claves en la trayectoria de Antonio Fontán, sino primordialmente su constante referencia, en el exilio, a la Sevilla del buen recuerdo, objeto de añoranza indesligable. Quizá nunca la traza serena y algo hierática —«el sevillano, fino y frío», dijo, con acertado escalpelo, aquel gran catador de paisajes humanos llamado don Miguel de Unamuno— del eximio latinista nunca se remeciera tanto que al calor de la charla inimitable y torrencial de Florentino, en pugilato permanente de verdadero sevillanismo con el maestro indisputado en los restantes —y, para él, a la verdad, algo ociosos— saberes, que, por conocerlo todo, «hablaba bien hasta el alemán», cifra y compendio de todos los arcanos lingüísticos, vedados a alguien tan castizo como fuera el gran manager del pensamiento conservador español de mediados del novecientos.

Mas el eco inalterable en el ánimo de Antonio Fontán de sucesos y biografías sevillanas en nada ha impedido el sentimiento y el hondo latir de la patria española, en conjugación armónica y natural, descrita en mil ocasiones por su pluma y palabra de forma tan precisa como enjundiosa. Patriotismo nacional que no es, sin embargo, en su creencia, más que el primer e insoslayable escalón para el acceso a otro de naturaleza y raigambre europeas, peldaño, a su vez, de otro de índole auténticamente cosmopolita, avecindado hodierno en la menos irrealista de las utopías. Establecido definitivamente en Madrid al emprender, platonianamente, la «segunda navegación» de su existencia, uno de sus trabajos más privilegiadamente atendidos estriba en recordar sin desmayo el carácter plural de nuestra nación, una de las cuatro o cinco forjadoras de una cultura universal, configurada, en ancha medida, por la relación fecunda de pulsiones centrífugas y centrípetas, de unidad y diversidad, de periferia —no sólo peninsular, sino también, y muy primordialmente, insular— y centro. Cuando en su itinerario por el ayer remoto y próximo, los españoles se enfrentaron a desafíos y quiebras de su identidad plural, la sabiduría de la historia halló siempre, en clave de transacción inteligente, una respuesta superadora de tractos y envites. Y la partearon por igual catalanes y vascos, gallegos y leoneses, canarios y extremeños.

La lección sigue siendo actual. Fontán la ha explicado en todas las tribunas y foros, con abundantes pruebas ad calcem extraídas de una panoplia cultural de rara equiparación en nuestro país, abastada de noticias y datos de las fuentes históricas y literarias más preciadas y diversas, contrastadas al mismo tiempo —y aquí reside una de las peculiaridades del esfuerzo de Fontán-— con una dilatada experiencia en los asuntos públicos y en la política activa. Por desventura, en un país inundado hoy por la basura memorialística, no ha escrito aún sus recuerdos el humanista sevillano. De hacerlo, probablemente será éste uno de los mensajes más importantes desprendidos de su escritura y existencia.

Gozador de las muchas alegrías del vivir madrileño, con plena conciencia de la grave responsabilidad que atañe a sus habitantes en la construcción de un patriotismo español a la altura del tiempo, y engolfado en multitud de empresas ennortadas por el afianzamiento democrático y de las instituciones y símbolos que funden nova et vetera, Antonio Fontán no ha visto hasta el momento recompensado su esfuerzo en el seno de las grandes corporaciones culturales de la nación. Se halla, desde luego, en buena y nutrida compañía, como basta para comprobarlo la mención de Ortega —renunció antes de ingresar a su plaza en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas—. Pero aun así, el que ninguna de las Reales Academias radicadas en la Villa y Corte se enriquezca con su presencia y la contribución de sus muchos saberes, es una prueba más —aunque de mayor tamaño de lo común— del largo camino que ha de recorrerse para hacer de España un lugar habitable para los hombres de buena voluntad, afanosos de concordia lúcida y acompañados de trabajos incesables en pro de las buenas causas.

José Manuel Cuenca Toribio (Sevilla, 1939) fue docente en las Universidades de Barcelona y Valencia (1966-1975), y, posteriormente, en la de Córdoba. Logró el Premio Nacional de Historia, colectivo, en 1981 e, individualmente, en 1982 por su libro "Andalucía. Historia de un pueblo". Es autor de libros tan notables como "Historia de la Segunda Guerra Mundial" (1989), "Historia General de Andalucía" (2005), "Teorías de Andalucía" (2009) y "Amada Cataluña. Reflexiones de un historiador" (2015), entre otros muchos.