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«Podría comparar mi música con una luz blanca, en la que están contenidos todos los colores. Sólo un prisma puede disociar estos colores para hacerlos visibles; ese prisma podría ser el espíritu del que escucha».
Arvo Pärt

Pocos fenómenos como el de la (¿nula?) recepción Je la cultura báltica contemporánea en nuestro ámbito hispanohablante pueden hacerPnos reflexionar con tanta oportunidad sobre la vigencia de ios cánones territoriales, lingüísticos y geopolíticas en un sistema dominado por el consumo y la continua emisión de ruido aparentemente informativo. A la luz del devastador silencio que rodea la curiosidad sobre lo que pueda estar sucediendo en las artes y las letras estonias, letonas o lituanas de la frontera entre los siglos XX y XXI, tiene sentido suponer que se impone, como mínimo, un replanteamiento de los perfiles más débiles en la flamante mundializáción del conocimiento, por epidérmico que fuere.

IDENTIDAD E INDUSTRIA

El mercado de la cultura comparte con el resto de segmentos industriales unas prioridades, basadas en criterios Je rentabilidad y eficacia, que atribuyen al difuso concepto de globalización la responsabilidad de los olvidos, las obsesiones y las ruedas de molino con que se ve obligado a comulgar el receptor de los distintos productos culturales. En el caso del mercado editorial las raíces del fenómeno se hunden en atávicos regímenes de dependencia idiomática -cuando no estrictamente imperial, dado el carácter de algunas empresas culturales de tipo transnacional- que palian la incongruencia de parte de sus planteamientos (del tipo «lo que ha funcionado en Francia no puede dejar de hacerlo en España, con un 15% de error» o, peor aún, «si un libro ha de ser un éxito lo será de cualquier modo», quedando la producción degradada hasta extremos inenarrables y siempre en detrimento de la calidad e integridad del texto) con esporádicos tributos a la felicidad de lectores y espectadores. En este sentido, la traducción de las novelas de Jaan Kross por parte de Joaquín Jordá, en colaboración con Jüri Talvet, para la editorial Anagrama, es la más honrosa excepción a la regla que convierte las literaturas bálticas en invisibles al público español.

La injusticia inherente a esta clamorosa laguna en el panorama de expresiones de la diversidad cultural -no ya del planeta sino al menos de la vieja, mezclada y mencionadísima Europa- tiene, sin duda, su origen en las peculiares condiciones en que se han desarrollado estas tres literaturas «objetivamente minoritarias» tanto por su modesta condición numérica como por su compleja definición nacional dentro y fuera del marco político continental y de la herencia soviética.

Estonia, Letonia y Lituania han sido, por encima de sus diferencias sociales, culturales e históricas, las tres cabezas de una hidra que ha traído, a su vez, de cabeza a las dos potencias territoriales que la flanquean: Polonia y Rusia. Espejo, además, de una cultura regional que alimenta la identidad de sus vecinos de la orilla septentrional del mar Báltico, las tres pequeñas naciones llegan al siglo XXI con la recién estrenada (¡por primera vez en la historia!) perspectiva de una coexistencia civilizada en el concierto de los Estados europeos que además tienden, en un futuro relativamente cercano, a la unidad política y económica continental.

Es importante recordar también que las repúblicas bálticas han sido escenario privilegiado de cruces de culturas cuyo espectro permanece en el acervo cultural del siglo de forma palpable, tal como ha sucedido, por ejemplo, con los judíos, quienes incluso después de su último éxodo masivo hacia Israel en los años setenta, se mantienen críticos sobre las posibilidades de desarrollar una identidad nacional (estonia, letona o lituana) en el marco de la nueva Europa.

La investigadora y traductora lituana Dalia Epstein (Kaunas, 1937) alertaba a Yves Plasseraud en 1994 sobre el riesgo -común a los tres Estados bálticos surgidos de la desintegración de la URSS- de generar un aparato cultural artificial: «Soy pesimista porque temo que regresemos a una cultura artificial como en los tiempos de los soviéticos. Una cultura tan artificial como la de la Lituania actual, que en realidad carece de todo fundamento. No tendría sentido pretender integrarse en Europa vestidos de traje regional».

En esta tesitura, a la que no puede ser ajena la actividad cultural y en concreto la que se refiere a la produccción literaria, un factor de limitación numérica similar al que atenaza a los escritores vascos o catalanes toma cuerpo en el mercado editorial. En una entrevista a José Luis Barbería (El País, 28 de octubre de 2002), el reciente premio nacional de Narrativa Unai Elorriaga era claro en la descripción de los límites impuestos a la actividad literaria en condiciones de microgravedad: «Como dice Ramón Saizarbitoria, los que trabajamos para un mercado tan pequeño como el del euskera, de apenas 700.000 potenciales lectores, tenemos la ventaja de poder arriesgar porque no tenemos detrás un gran mercado ni una industria editorial obligada a conseguir grandes ventas. El que escribe en euskera cuenta con que no va a vivir de las 200.000 pesetas que puede obtener por una obra, por lo que podemos arriesgar, intentar innovar. No tenemos nada que perder».

Hecha la compación con el País Vasco -y salvadas todas las distancias susceptibles de ser tenidas en cuenta- no está de más recordar que incluso entre naciones emblemáticas de lo minoritario y específicamente distinguidas por su dificultad para mantener la identidad lingüística y las tradiciones literarias -valga el caso de los chukchi, cuyo universal Juri Rytchëu acaba de ser publicado en castellano (Unna, Espasa, traducción de Manuel Vega)- frente a un coloso plurinacional, se dan casos en los que una amplia difusión no afecta a su aislamiento general respecto al mosaico de la cultura internacional.

El trabajo desarrollado por los exiliados y las condiciones específicas de la diáspora báltica a lo largo de todo el siglo XX (con sus diferentes oleadas en función de los grandes acontecimientos políticos, particularmente durante las dos guerras mundiales y la independencia de la URSS) han tenido, por su parte, una influencia determinante en la atomización de ese corpus literario que ahora esquiva la curiosidad de la mirada exterior.

HACIA LA NORMALIZACIÓN CULTURAL

Después de muchos años en los que, según la frase de Epstein, «las librerías estaban vacías y todo el que podía marcharse se había marchado», los países bálticos intentan recuperar una normalidad cultural que conlleva el reflotamiento de la actividad editorial.

Los finlandeses, que desde mediados del siglo XIX observan la sana costumbre de traducir a su lengua una importante selección de obras literarias estonias, sostienen que la literatura estonia de los últimos diez o quince años representa un oasis de creatividad y dinamismo, en contraste con el desierto en el que han quedado sumidos los panoramas literarios de Lituania y Letonia. Evaluar la exactitud de esta afirmación está lejos de las posibilidades de cualquier especialista, incluidos los locales, pero obedece a una evidencia numérica y acaso anímica que se traducé en títulos, acontecimientos y efectos perfectamente visibles en la narrativa y en la lírica estonia actual.

La sólida y atractiva obra narrativa de Jaan Kross (Talin, 1920), bien conocido en España por El loco del zar (Keisri Hull, 1978) y La partida del profesor Martens (Professor Martensi Ärasoit, 1984), representa sin duda la gran apuesta báltica por la reivindicación de la cultura europea desde la grandeza del individuo como espejo y emblema de una sociedad que no se resigna a la miseria de la política ni a los accidentes de la historia. Firme candidato al Nobel desde hace varios años, Kross es el patriarca de una literatura que sabe sacarle el mejor partido a la experiencia del análisis histórico desde el ángulo de la ficción y, como muchos de sus coetáneos y discípulos, es autor de una obra poética con vida propia y veterano traductor de Shakespeare, Balzac o Zweig.

La coartada autobiográfica que domina buena parte de la obra de Kroos no le ha impedido desarrollar un territorio literario en el que los protagonistas, en expresión de Jean-Luc Moreau, «siempre son, de un modo u otro, hijos de esa Estonia» que cobra a través de la fantasía literaria la universalidad que seguramente le negaron las mezquindades de la historia real. De ahí también, evidentemente, parte de su tirón popular, puesto que su capacidad para fascinar al lector y mantenerlo entretenido de principio a fin de cada obra no le exime de su condición de sénior que a menudo practica una escritura de porte aristocrático, llena de la mejor sofisticación y con escasas concesiones a la banalidad.

Nacido en 1941, Jaan Kaplinski no es solamente uno de los grandes poetas de la segunda mitad del XX sino el paradigma de intelectual destinado a restituirle a la curiosidad la dignidad que nunca debió perder como motor de la inteligencia. Gran heraldo de la omnipresente universidad de Tartu en la historia del reciente pensamiento eslavo occidental, Kaplinski -cuya figura e influencia son comparables para muchos con las del mítico lingüista Yuri Lotman- fue uno de los pioneros en la reivindicación del diálogo entre el hombre y el medio natural, anticipándose ya en los años setenta a los primeros defensores de la ecología, las milenarias formas orientales de espiritualidad o la revisión de los valores occidentales como metas previas a la.restitución de un patrimonio ético para el hombre europeo del siglo XX. Con independencia de sus posicionamientos políticos, en Kaplinski se ponen de manifiesto muchas de las bases de la verdadera modernidad intelectual en la Estonia de nuestra era.

Entre los más jóvenes, Emil Tode (Talin, 1962) constituye una garantía de continuidad en la aventura de la literatura estonia. Traductor y periodista, Tode dibuja una interpretación desgarrada de la sociedad contemporánea a través de ficciones en las que la cultura y el desencuentro entre lenguas y diferentes legados contribuyen a elucidar las claves del hombre de hoy. Estado fronterizo (Tusquets, 1998; traducción de Ruth Lías y A L. Tinaut) supuso su consagración como joven talento de las letras bálticas.

Vinculado a Sajudis y autor de una veintena de obras de las cuales algunas han sido traducidas al sueco, alemán e inglés, Sigitas Geda (Pateriai, 1943) se perfila como uno de los pesos pesados de la literatura lituana actual. Como en el caso de Kornelijus Platelis (Siauliai, 1951), Geda es también traductor de poesía y autor de una obra ensayística que avanza las inquietudes sociales y culturales de un encuentro entre los siglos XX y XXI, a cuya renovación acuden las voces de jóvenes autores como Judita Vaiciunaite, Eugenyus Alisanka o Antanas Jonynas.

La producción editorial de Letonia, con algo menos de tres millones de habitantes, genera apenas dos centenares de novedades anuales de narrativa, de las cuales una parte considerable es, además, traducida. Con una tirada que rara vez supera los 3.000 ejemplares, es fácil imaginar la situación de autores que como Ilze Purmaliete o Uldis Berzins utilizan la poesía o el relato como culminación de una apuesta por la combinación de disciplinas creativas, desde la traducción hasta las ciencias pasando por la política y las bellas artes.

Cabe, en conclusión, atribuir a las modernas literaturas bálticas un factor cohesionador que supera la fragmentación idiomática, territorial (en su más acusado sentido nacionalista) y estilística y que se manifiesta en el carácter esencialmente intelectual y decididamente lírico de sus obras en tanto que conjuntos autorales. Es cierto que cualquier atribución poética y de pensamiento crítico podría, en principio, servir a cualquier generalización sobre literaturas, escuelas o generaciones, pero no lo es menos el hecho de que la práctica totalidad de escritores estonios, letones y lituanos vivos de cierta relevancia se caracteriza por su manifiesta intencionalidad lírica -desde la configuración de una obra poética propia y desde la traducción de poetas ajenos- y por la casi general simultaneidad de disciplinas artísticas y científicas -lingüística, antropología, cine-, sin olvidar la importancia que la praxis política ha tenido desde el inicio de la década de los noventa -en muchos casos, como Kaplinski, diputado del parlamento estonio, la política forma parte esencial de su actividad- y, como ya se ha mencionado, la poderosa influencia de Tartu como escuela lingüística que influye en una reflexión global sobre la creación. Dicho de otro modo, sería muy difícil encontrar entre los valores más sólidos de estas tres literaturas escritores plegados al patrón -tan frecuente en mercados literarios como el español o el francés, no digamos ya el anglosajón- de narrador especializado en el ejercicio, puro y duro, de un discurso estrictamente novelesco y ajeno al decurso histórico, ético y lírico de su cultura.

No parece, en fin, que el futuro inmediato de las literaturas minoritarias emergentes al sur del mar Báltico reserven una gran expectativa a los cultivadores especializados en un género y de monolingüismo radical; todo indica que el éxito se reserva, más que nunca, a los pocos creadores dinámicos capaces de enunciar la complejidad y la magnitud de ese vasto experimento de intercambio que se esconde tras la cultura aun en sus más modestos ámbitos. El libro, escribió Edmond Jabés, desafía toda creencia; la singularidad, también lo recuerda el gran escritor egipcio, es subversiva. El espíritu del lector, como el prisma al que se refiere Párt en relación a la música de la modernidad, hará el resto.

Guionista, productor de cine y televisión, traductor.