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La televisión ha conocido un gran desarrollo en nuestro país, tanto en la esfera estatal como en la autonómica y local. A las tradicionales emisiones hertzianas terrestres se ha unido el cable y la televisión por satélite. En el sector conviven operadores públicos y privados. La normativa es compleja, dispersa e inestable, y sus modificaciones van al paso de las sucesivas leyes de acompañamiento. Se discute la función de las televisiones públicas e inseparablemente su sistema de financiación. No hay seguridad en la definición de las reglas específicas de la competencia en el sector ni en su aplicación. El control público está al respecto en entredicho permanente y es constante la apelación de tos interesados a autoridades reguladoras independientes. La incorporación de las nuevas tecnologías permite entrever cambios profundos en la televisión de tos próximos años. Datos todos ellos más que suficientes, sostiene José Carlos Laguna de Paz en este ensayo, para hacer visible el conflicto entre el modelo tradicional de televisión —al que en gran medida responde aún nuestra legislación—y la nueva televisión que, con otros condicionantes y exigencias de régimen jurídico, se aproxima más a la prensa escrita.

INSUFICIENCIAS DE LA NORMATIVA VIGENTE

Esta situación requiere una pronta y equilibrada respuesta del legislador. Aun aceptando que estamos en un momento de cambio, es preciso establecer un marco cierto, con vocación de estabilidad y —por eso mismo— flexible y reducido a garantizar lo indispensable, sin ceder a la tentación de planificar el desarrollo del sector, que es imprevisible. La autorregulación puede tener un carácter complementario, pero no sustitutorio de la regulación.

Al mismo tiempo, debe precederse a la reorganización de la televisión estatal, adaptando sus medios materiales y personales al contexto actual del sector y a las funciones que tiene encomendadas. La privatización puede ser la solución más conveniente para algunas televisiones autonómicas, en las que no es fácil descubrir una justificación para la iniciativa pública. Hay que establecer un adecuado sistema de financiación de las televisiones públicas, transparente y sujeto a control. A estos efectos, es preciso encontrar una solución definitiva para la deuda histórica que aquéllas arrastran. Finalmente, ha de devolverse la confianza en que el cumplimiento de las normas será exigido por la Administración, lo que hasta ahora no siempre ha ocurrido.

DIGITALIZACIÓN Y CONVERGENCIA

La digitalización está llamada a tener importantes repercusiones en la actividad de las televisiones. Pues con ello se conseguirán una mayor calidad de imagen, la reducción de costes de transmisión y la posibilidad de desarrollar servicios interactivos. En particular, la convergencia tecnológica hace que las infraestructuras de transporte dejen de estar vinculadas a la prestación de servicios concretos y pasen a tener carácter polivalente. Los operadores de televisión podrán servirse de medios de transmisión plurales, lo que liberará al sector de buena parte de las actuales restricciones técnicas, ligadas a los sistemas analógicos. Al mismo tiempo, los terminales tienden a convertirse en universales, con capacidad para recibir múltiples servicios electrónicos.

A resultas de ello, presumiblemente se producirá también una convergencia empresarial, que llevará a los operadores a la prestación de múltiples servicios electrónicos. De hecho, las empresas de televisión digital empiezan ya a ofrecer servicios variados (acceso a Internet, correo y comercio electrónicos, radio, telebanca, mensajes cortos, etc.).

Como advertíamos, esta nueva situación exige un cambio jurídico, cuyo alcance es objeto de permanente discusión. Se ha sostenido incluso que pierde su justificación la regulación específica de la radio, la televisión y las telecomunicaciones, que habría de ser sustituida por el régimen general de la competencia.

Este enfoque no ha prevalecido en la nueva normativa europea sobre comunicaciones electrónicas, que mantiene la regulación sectorial, hoy por hoy imprescindible. La nueva normativa europea crea un régimen jurídico común para todas las redes y servicios de transmisión —incluidas las de televisión—, pero deja fuera de su ámbito de aplicación los contenidos televisivos, así como los nuevos servicios de la sociedad de la información. Esto significa que, por el momento, la actividad que potencialmente pueden desarrollar los operadores digitales se somete a tres ámbitos de regulación claramente diferenciados: radio y televisión, comunicaciones electrónicas y comercio electrónico.

Como es normal, el proceso va acompañado de no pocas incertidumbres. Entre ellas, la calificación de actividades que se desarrollan dentro y fuera de Internet, como prensa, radio y televisión. Por otra parte, el desarrollo de la televisión digital puede ir acompañado de una gran capacidad de elección de los contenidos, a disposición del espectador. En una televisión a la carta, la protección de la infancia y la juventud no puede estar basada tanto en normas generales, cuanto en la necesidad de favorecer —o imponer— el desarrollo de tecnologías de filtrado y bloqueo de contenidos. Finalmente, ha quedado expresada al recelo de que la revolución digital favorezca la formación de grandes operadores, con amplio espectro de servicios, lo que —de hecho— podría dificultar la entrada de nuevas empresas en el sector.

En cualquier caso, no hay que olvidar que la digitalización está aún en una fase inicial. Los operadores de televisión digital no han acertado con el modelo de negocio: el operador nacional de televisión terrestre digital ha cerrado y las dos plataformas de televisión por satélite se han fusionado.

Por otra parte, el legislador ha previsto para las empresas que emiten en analógico —que son las que tienen mayor audiencia—, una lenta migración hacia la televisión digital, que se extiende hasta finales del 2012. Esto significa que, durante años, el sector se desenvolverá con los condicionantes actuales.

LIBERALIZACIÓN DE LA TELEVISIÓN

En los últimos tiempos se ha extendido un cierto relativismo jurídico, que resta importancia a las calificaciones y categorías de esta disciplina. Desde esta perspectiva, puede parecer un prurito academicista el hecho de reclamar para la televisión su calificación como actividad privada, no como servicio público, y su sujeción a autorización, no a concesión administrativa. Es evidente —se dice— que el régimen de la actividad es cada vez más plural y tiene poco que ver con la explotación de un servicio público económico. Sin embargo, lo cierto es que la difuminación de los conceptos es una vía peligrosa, por la que puede acabar negándose el derecho mismo. Las normas se insertan en un sistema compuesto de principios y categorías, que integran, completan y matizan los eventuales textos del legislador. Están en juego la coherencia del ordenamiento, la seguridad jurídica y la defensa de los derechos de todos, cuyo alcance no puede quedar sujeto al capricho del legislador.

No hay que olvidar que, en radio y televisión, el servicio público todavía hoy significa la titularidad pública de la actividad, que es prestada en régimen de gestión indirecta por los concesionarios privados («La radiodifusión y la televisión son servicios públicos esenciales cuya titularidad corresponde al Estado» : art. 1.2 ERTV 1980). En determinadas circunstancias, el servicio público es una técnica adecuada para garantizar a los ciudadanos prestaciones esenciales de carácter económico, pero no cuando tiene por objeto libertades públicas. Debe tenerse en cuenta que, en la lógica institucional del servicio público, la libertad tiene un carácter, hasta cierto punto, secundario, ya que lo que importa —antes que nada— es garantizar con medios públicos su prestación al conjunto de los ciudadanos. En cambio, en las actividades sujetas a la libre iniciativa lo que prima es la libertad, cuyo ejercicio —debidamente ordenado— , por sí mismo, debe satisfacer las exigencias de interés general.

En nuestros días, no hay ninguna razón para que la radio y televisión no sean consideradas actividades privadas, sometidas a la libre iniciativa (art. 38 CE y arts. 49 y ss. TCE). El ordenamiento jurídico debe reconocer a los ciudadanos el derecho a su realización, sin más restricciones que las derivadas del uso de recursos limitados, como el espectro radioeléctrico. Se trata de actividades con una indudable dimensión económica, que han de prestarse en régimen de competencia y —como es normal— aspirar a la consecución del máximo beneficio posible. Esto no es obstáculo para su sujeción a una regulación que garantice la salvaguardia de objetivos de interés general y, complementariamente, para la existencia de operadores públicos de televisión.

LA DEFINICIÓN ESTATAL DEL MODELO TELEVISIVO

La Constitución reserva al Estado la competencia para fijar las reglas básicas del modelo televisivo (art. 149.1.27ª CE), cualquiera que sea el nivel territorial en el que se desarrolle la actividad. Esto permite abordar la regulación del sector de manera unitaria. Por ello mismo, en la actualidad, las comunidades autónomas no pueden salirse del modelo de gestión pública de la televisión, pero si el Estado se decide a liberalizar la actividad, en el futuro, tampoco podrán excluirla de la libre iniciativa.

La normativa vigente califica a la televisión como servicio público de titularidad estatal, lo que convierte a las comunidades autónomas en simples concesionarios. Con ello, el Estado se excede de sus competencias, sin perjuicio de que la ley del tercer canal permita a las comunidades autónomas una gestión independiente de la televisión, sin interferencia alguna en su gobierno y programación. Entre otros aspectos, destaca la limitación —sólo efectiva sobre el papel— de las emisiones al territorio de la comunidad autónoma, así como la posibilidad de que a nivel regional se suscriban acuerdos de cooperación en materia de televisión.

Finalmente, es preciso dar una adecuada solución a la desafortunada regulación actual de la televisión local. Debe reconocerse a los municipios la competencia para otorgar los títulos administrativos habilitantes para ejercer la actividad en su ámbito territorial. Esta es la solución más conforme con la autonomía local, si bien no se oculta que, en muchos casos, puede resultar también la más problemática, habida cuenta de las insuficiencias de (capacidad de) gestión de buena parte de nuestros municipios. Con todo, el punto más vidrioso quizá sea el de las emisiones en cadena, cuya regulación exige encontrar un equilibrio, de manera que se mantenga el carácter local de la televisión, pero se permita la formación de empresas con la dimensión suficiente para ofrecer una programación de calidad.

TELEVISIÓN PÚBLICA: JUSTIFICACIÓN Y FUNCIONES

En Europa, la aparición de la televisión tiene una genealogía pública, lo que explica la fuerte presencia de empresas públicas en el sector. Sin embargo, desde la aparición de los operadores privados, en todos los países se discute el papel de los entes públicos de televisión, cuya existencia no hay que dar por supuesto. El art. 20.3 CE no debe interpretarse como un mandato de existencia de medios públicos de comunicación social; lo que él hace más bien es establecer una serie de reglas para el caso de que aquéllos existan (STC 86/1982). Una vez más, hay que recordar que la televisión pública no dispone de una legitimidad intrínseca, sino que —como cualquier otra prestación pública— ha de encontrar su justificación en la prosecución de objetivos de interés general, con medios exigidos, razonables y proporcionados.

Por otra parte, hay que aceptar que, en principio, la televisión privada es capaz de satisfacer todas las exigencias de interés general vinculadas al desarrollo de esta actividad, como sucede en la mayor parte de los sectores, sujetos a la libre iniciativa. El desarrollo tecnológico permite además combinar la programación generalista con canales minoritarios, que pueden llegar a todos los nichos del mercado («The BBC can no longer claim a monopoly on quality »). Cuestión distinta es si el panorama televisivo actual responde o no a dichas exigencias. En otros términos, si sigue justificada la existencia de la televisión pública

El sector está sometido a un dinamismo constante. Nadie puede decir si, a medio plazo, la televisión pública tendrá o no cabida. Lo único que puede afirmarse es que, hoy por hoy, hay un consenso bastante generalizado acerca de la conveniencia de su mantenimiento como vehículo de información y cohesión social, a condición, claro está, de que se corrijan sus desviaciones.

Desde esta perspectiva, la televisión pública no debe limitarse a la exclusiva cobertura de la programación que no atiende la privada, lo que la convertiría en una televisión de minorías. Nada se opone a que se configure como una televisión generalista, con vocación de llegar a un espectro significativo de la población. Ahora bien, sus espacios han de marcar la diferencia en la atención prioritaria a la información, la educación y la cultura (regional, en el caso de las televisiones autonómicas). Ha de promover la producción de programas sobre la realidad histórica y actual del país, el debate intelectual, social y político, o la atención al mercado de habla hispana. Sus emisiones cinematográficas o sus programas de entretenimiento no deben incluir productos que resulten ofensivos para la sensibilidad del espectador medio. En la medida en que esto se consiga —y mientras sea necesario garantizarlo—, la televisión pública tendrá una función que cumplir.

Este es, además, el panorama que se refleja en el horizonte de todos los países europeos, en los que la televisión pública sigue teniendo gran importancia. En su favor se han manifestado no sólo el Consejo de Europa, sino también la Unión Europea, que admite que el sistema de radiodifusión pública «está directamente relacionado con las necesidades democráticas, sociales y culturales de cada sociedad y con la necesidad de preservar el pluralismo de los medios de comunicación» (Tratado de Ámsterdam). La ambigüedad de este Protocolo estriba en que, mientras en la rúbrica y en el considerando alude al «sistema de radiodifusión pública», lo que parece remitir a los entes públicos de televisión, después se refiere al «servicio público de radiodifusión» y a la «función de servicio público», apuntando a una delimitación objetiva del servicio, en la que también podrían entrar las empresas privadas. En cualquier caso, el Derecho comunitario no impone un modelo, sino que deja a los Estados un amplio margen para la articulación de un sistema de televisión que responda a las exigencias de interés general.

Por supuesto, no se trata sólo de definir las funciones de la televisión pública sobre el papel, lo que se ha intentado recientemente en nuestro ordenamiento jurídico, por exigencia comunitaria. Es una experiencia compartida en la mayor parte de países europeos que la televisión pública se ha visto arrastrada a una programación puramente comercial, en un intento de mantener las mayores cuotas posibles de audiencia. Con ello, pierde su legitimidad y se sitúa incluso fuera de la legalidad.

Finalmente, debe reaccionarse frente a cualquier intento de configurar televisiones de gestión mixta, que combinen accionariado público y privado. Es preciso distinguir claramente el papel que desempeñan las televisiones públicas y privadas, lo que no resulta posible si se confunde su accionariado.

TELEVISIÓN PRIVADA

La normativa vigente configura a los concesionarios como gestores indirectos del servicio público de televisión. Sin embargo, una vez que se proceda a la despublificación del sector, las empresas privadas de televisión habrán de ser consideradas operadores comerciales, que desarrollan una actividad en régimen de libertad de empresa.

Una cuestión delicada es si las empresas privadas de televisión deben estar sujetas a las mismas reglas que los entes públicos. A este respecto, debe tenerse en cuenta que estos últimos sólo se justifican en la medida en que cumplan las finalidades que normativamente tienen encomendadas (art. 103.1 CE), lo que les empuja a orientar positivamente su programación en función de dichos objetivos. En cambio, las empresas privadas, sencillamente, ejercitan su libertad de empresa en el desarrollo de una actividad económica (art. 38 CE), con componentes informativos, culturales y sobre todo de entretenimiento. No parece, por tanto, que la normativa deba competir con la misma intensidad a unas y otras en aspectos como el respeto al pluralismo o la oferta de una programación con componentes de interés general

Esto no es obstáculo para la existencia de una serie de principios, ligados a las libertades de expresión e información (art. 20 CE), que constituyen límites generales para el ejercicio de la actividad y que —en cuanto tales— vinculan a las empresas de televisión, públicas y privadas. En este sentido, los arts. 3 y 4 ERTV recogen una serie de reglas que parecen inescindibles de la actividad de radio y televisión: objetividad, veracidad e imparcialidad de las informaciones; su separación de las opiniones; y respeto a los derechos y valores reconocidos por la CE. Esto no significa que cada medio no pueda tener su propia tendencia, algo que —por lo demás— resulta inevitable. Se trata de asegurar que los medios de comunicación ofrezcan una visión equilibrada de la realidad, que responda a los deberes de diligencia periodística y no se conviertan en meros vehículos de propaganda, con informaciones tendenciosas o atentatorias a los valores sobre los que se asienta la convivencia colectiva.

Finalmente, hay que valorar si la normativa (europea) es adecuada a la hora de imponer determinadas limitaciones a las empresas privadas de televisión, como las cuotas de pantalla o las restricciones a la emisión de publicidad televisiva. Con carácter general, estos límites están siendo discutidos. El mercado interior de servicios podría alcanzarse en este ámbito sobre la base del reconocimiento mutuo de las diferentes legislaciones nacionales y no tanto sobre la armonización normativa. Debe tenerse en cuenta además que la existencia de empresas públicas de televisión ha de liberar a los operadores privados de condicionamientos de interés general como éstos.

FINANCIACIÓN DE LA TELEVISIÓN (PÚBLICA)

Las televisiones gestionadas por los poderes públicos cuentan con una financiación privilegiada, ya que —además de ingresos comerciales— disponen de asignaciones públicas. Desde hace años, esta situación resulta problemática desde la perspectiva del Derecho de la competencia.

A este respecto, la Comisión europea acepta que la televisión no es comparable a cualquier otro sector económico. El Protocolo anejo al TCE (Ámsterdam) garantiza la facultad de los Estados de financiar el servicio público de radiodifusión, eligiendo el sistema que entiendan más adecuado, incluida la combinación de subvenciones públicas e ingresos comerciales.

La financiación estatal de la televisión pública —cualquiera que sea la forma que adopte (canon, subvención, condonación de deuda)— normalmente constituye una ayuda estatal (art. 87.1 TCE), en principio, prohibida. No obstante, en relación con la televisión, dicha prohibición podría eludirse por dos vías.

En primer lugar, cabe considerar compatibles «las ayudas destinadas a promover la cultura» (art. 87.3.d TCE). El análisis hay que hacerlo caso por caso. Con todo, la Comisión advierte que esta excepción ha de ser interpretada de forma restrictiva y deslindada de objetivos sociales y democráticos. En consecuencia, difícilmente va a prestar cobertura al conjunto de la programación de una televisión pública.

En segundo lugar, las «empresas encargadas de servicios de interés económico general» se someten a las normas de la competencia sólo en la medida en que su aplicación no impida el cumplimiento de su misión específica, siempre que con ello los intercambios no se vean afectados de forma contraria al interés general (art. 86.2 TCE). En este caso, las ayudas estarían justificadas en tanto fueran necesarias y proporcionadas.

El presupuesto es, pues, que los Estados definan con precisión las tareas de interés general que encomiendan a las entidades públicas de televisión (art. 86.2 TCE). Un aspecto clave es que se admite que éstas puedan desarrollar programaciones generalistas, orientadas a la consecución de amplios niveles de audiencia, siempre bajo el prisma de la calidad.

La Comisión reconoce que su papel no es controlar la oportunidad, contenido o calidad de los programas. Esto es algo que han de hacer los Estados, a través de mecanismos suficientemente garantes. La Comisión se limita a sancionar «los errores manifiestos» en la definición de las tareas de interés general, cuando-razonablemente no pueda considerarse que satisfacen necesidades democráticas, sociales y culturales de una sociedad. Ahora bien, también advierte que, si no se dan condiciones de fiabilidad del sistema, no podría aceptar ayudas estatales.

Por otra parte, a efectos de valorar la proporcionalidad de las ayudas, la Comisión exige la clara distinción de los dos tipos de negocio que pueden llevar a cabo las televisiones públicas, seguida de la separación de cuentas y la contabilidad analítica. Con todo, en una programación generalista no es fácil discriminar entre actividades de servicio público y las que no tienen tal carácter. En realidad, todos los programas han de cubrir las exigencias de calidad que justifican la existencia de la televisión pública, por lo que —inevitablemente— el sistema de financiación debe referirse al conjunto de la programación. Además, esta calificación puede depender también de otros factores, como la cobertura universal o el carácter abierto de las emisiones. Frente a ello, el control jurídico —aunque posible— resulta inseguro, ya que ha de basarse en criterios valorativos apoyados en las distintas realidades nacionales.

En definitiva, el Derecho comunitario permite realizar un control efectivo de las ayudas estatales, en defensa de la igualdad de trato y la libre competencia. Sin embargo, en materia de televisión pública hay una responsabilidad política y social ineludible que corresponde a cada Estado miembro.

DEFENSA DE LA COMPETENCIA

Desde hace años, se discute la oportunidad del mantenimiento de reglas específicas de defensa y promoción de la concurrencia en el sector de la televisión, función que —se dice— podrían cumplir las normas generales. Sin embargo, éstas pueden resultar insuficientes para la protección del pluralismo informativo. De hecho, todos los Estados mantienen normas sectoriales en materia de televisión. Estas normas deben estar sometidas a permanente revisión, como ocurre justamente en estos días, en los que se arrumban algunas limitaciones, pero se establecen otras. Esto es inevitable. El legislador ha de atender a las que en cada momento se entienden como exigencias del interés general. Con todo, la libre iniciativa no puede prosperar sin estabilidad normativa y sin la adecuada protección de las situaciones jurídicas nacidas al amparo de la normativa vigente en cada momento.

Una de las cuestiones más delicadas es la concentración empresarial, cuya regulación se basa siempre sobre un difícil equilibrio. La tutela del pluralismo y de la libre competencia no debe obstaculizar la dirección de la empresa, ni impedir un adecuado grado de concentración, necesario tanto para que los operadores puedan cualificar sus servicios, como para la formación de sólidos grupos de comunicación.

La Ley de televisión privada impide que las empresas sean titulares de más de una concesión. Por su parte, la Ley de acompañamiento acaba de introducir una nueva limitación, que impide la participación accionarial de una empresa en más de dos sociedades concesionarias, cualquiera que sea el nivel territorial de las emisiones, lo que tiene una particular incidencia en la estrategia empresarial de algunos grupos, con presencia en la televisión nacional y local. En cambio, desaparecen los porcentajes máximos de participación accionarial de cada operador en la empresa que establecía la Ley de televisión privada. Finalmente, la normativa no establece restricción alguna a la concentración multimedia, lo que parece una seria carencia, ya que la propiedad conjunta de cadenas de televisión, radio y prensa puede afectar al pluralismo informativo.

El desarrollo de la televisión digital de pago depende en gran medida de una serie de servicios asociados (acceso condicional, interfaces de aplicación de programas y guías electrónicas digitales). Importa que su control empresarial no distorsione las condiciones de la competencia, por lo que han de ser ofrecidos y aplicados en condiciones razonables y no discriminatorias.

Los derechos exclusivos de emisión constituyen una práctica comercial lícita, de particular relevancia en la actividad de televisión. Con todo, estos acuerdos se sujetan a algunos límites. Primero, se consideran contrarios a la libre competencia aquellos que, por su duración, alcance o contexto puedan bloquear el mercado, limitar el acceso a terceros durante un periodo demasiado largo de tiempo o falsear la concurrencia, incluida la potencial. En segundo lugar, la normativa prevé el establecimiento de listas de acontecimientos de gran relevancia social (entre los que se incluyen las retransmisiones deportivas), que han de ser emitidos en abierto. En tercer lugar, se reconoce el derecho de los operadores de televisión a emitir un resumen informativo en relación con los acontecimientos de relevancia pública sujetos a derechos exclusivos (acompañado del derecho de acceso a los estadios y recintos informativos, sin contraprestación económica).

¿AUTORIDADES ADMINISTRATIVAS INDEPENDIENTES?

En el Derecho comparado es frecuente que las potestades públicas sobre la televisión no se atribuyan al Gobierno, sino a corporaciones públicas de composición plural o a autoridades independientes. Su asepsia política trata de conseguirse con el estatus blindado de sus miembros, que además son elegidos por amplias mayorías parlamentarias, por una acción combinada de los principales poderes públicos o por las fuerzas sociales más representativas.

En relación con la televisión, se barajan dos argumentos en favor de este tipo de administraciones. En primer lugar, el objetivo de la independencia política de la televisión. La necesaria intervención de la Administración —ligada al componente tecnológico y a los valores implicados en esta actividad—, no debe ser ocasión para que el poder político despliegue una influencia partidista sobre ella. Luego, la defensa de la libre competencia. Uno de los principios básicos de las actividades que se abren al mercado es la separación entre las funciones de regulación y de explotación. Con ello, trata de garantizarse la imparcialidad de las decisiones de las autoridades responsables del sector.

Atendiendo a estas razones, podría valorarse la conveniencia de la extensión y fortalecimiento de las administraciones independientes en el sector de la televisión. En particular, se ha propuesto la creación de una entidad que supervise los contenidos televisivos. Desde posturas más exigentes, también se ha barajado la posibilidad de trasladar a estas administraciones funciones de otorgamiento de los títulos administrativos para ejercer la actividad, su vigilancia y control.

Con todo, no debe olvidarse que este tipo de administraciones encuentra su marco natural en el modelo administrativo abierto propio del mundo anglosajón, no en nuestro sistema, en el que los órganos administrativos están constitucionalmente vinculados al servicio objetivo de los intereses generales (art. 103 CE). De ahí que deban hacerse algunas consideraciones que resultan pertinentes antes de decidir acerca de su posible extensión.

En primer lugar, en la práctica, no resulta fácil delimitar funciones enteramente neutrales, que no comporten uno u otro grado de indirizzo. En relación con el gobierno de los asuntos públicos, ni existe una plena asepsia técnica o científica ni tampoco un orden axiológico completo, que todos compartan en toda su extensión y jerarquía. Más allá de unos principios generales acerca del papel que debe desempeñar la televisión (pública), en los que la mayoría estará de acuerdo, de inmediato, se destapará la discrepancia acerca de la oportunidad de la concreta programación, cuya valoración depende no sólo de la propia comprensión de la realidad, sino también de intereses concretos, de los que resulta muy difícil distanciarse enteramente. Además, no es infrecuente que estas entidades, una vez constituidas, se sientan llamadas a desarrollar una política propia. Con ello, se camina en el filo de su legitimidad constitucional, ya que —más allá de las excepciones expresamente previstas en la Constitución— es al Gobierno a quien corresponde la dirección de la función ejecutiva (art. 97 CE) y la responsabilidad de su ejercicio, siempre difuminada cuando intervienen estas entidades. En segundo lugar, la experiencia demuestra que las administraciones independientes son un instrumento organizativo más, no la panacea de todos los males. Las garantías técnico-jurídicas que la legislación construye para garantizar la independencia de estas entidades —aunque admiten grados—, tienen una virtualidad relativa. Al final, la clave para el eficaz funcionamiento de las administraciones independientes radica en algo tan difícil de construir y quebradizo como su prestigio institucional. A la larga, sólo eso puede mantenerles a resguardo de cualquier intromisión política o de intereses particulares. Así lo pone de manifiesto el funcionamiento del consejo de administración del ente público RTVE, cuyas (parciales) garantías institucionales no consiguen alejar el fantasma de su completa politización. En tercer lugar, los argumentos en favor de la existencia de estas administraciones, respecto de la televisión privada, perderían fuerza con una adecuada ordenación de la actividad. La afirmación de la libertad de televisión, por sí misma, reduciría los riesgos del protagonismo público en este sector. Por otra parte, la definición por parte del legislador de un modelo preciso de televisión pública eliminaría puntos de colisión con los operadores privados y, en consecuencia, la necesidad de buscar un árbitro neutral fuera de la Administración gubernativa.