Tiempo de lectura: 8 min.

Varias razones nos han movido a traducir y publicar Hamlet y don Quijote, de Iván Serguéievich Turguénev. Nos atraía, en primer lugar, el valor filosófico de un ensayo donde el novelista dilucida

unos rasgos de la vida humana, que entiende universales. El personaje de Shakespeare y el de Cervantes representan para Turguénev dos desarrollos posibles de la naturaleza humana. A cada uno asigna unas energías características, opuestas entre sí, que concluyen en dos polos antagónicos, dos tipos humanos excluyentes. La convicción y credulidad de los Quijotes se contrapone al análisis y la duda de los Hamlets; la acción que no vacila de los primeros y la fe que no se pregunta por las consecuencias de sus actos se contrapone a la inacción de los segundos, aquéllos perpetuamente atormentados por la cuestión de ser o no, incapaces de realizar con su vida alguna posibilidad limitada, no siempre consecuente y por eso humana; el altruismo de los primeros, en fin, que el pueblo comprende y sigue, contrasta según Turguénev con el egoísmo de los segundos, cuyas pasiones jamás alumbraron el entusiasmo de las clases bajas.

Queríamos que nuestro lector encontrase, pues, una distinción filosófica de largo alcance, que recuerda aquella otra entre Gesinnungsethik y Veranwortlichkeitsethik, entre Ética de la convicción y Ética de la responsabilidad, que estableciera Weber en 1920. No creo que sea peregrino traerla a colación. No se olvide que la polaridad típico-ideal desarrollada por Weber en sus conferencias sobre la acción humana als Beruf, como vocación, encuentra su origen en los escritos sociológicos del Tolstoi “convertido”, el posterior a 1880. Remito al lector interesado a los capítulos VI y XI de Mi religión (1884), al tercero de El Reino de Dios estd dentro de (1893), y al ensayo “¿Qué hacer?”, de 1904.

Podemos pensar en la dicotomía entre Hamlets y don Quijotes como origen indirecto, vía Tolstoi, de la distinción weberiana de tipos de comportamientos orientados por principios. De hecho, sabemos que Turguénev tuvo oportunidad de comentar con Tolstoi sus ideas referentes a Hamlet y don Quijote, dos años antes de hacerlas públicas, cuando ambos coincidieron en Dijon. Tolstoi alabó su idea: “Parece -le comentó- muy inteligente” (Leonard Shapiro, Turgueniev. His Life and Times, Oxford U. P., 1978, pág. 148).

Hamlet y don Quijote tiene pues algo de ensayo filosófico, pero ha si­do engendrado por la pluma de un novelista. Aquí encontrábamos una segunda curiosidad, digna de la atención de nuestros lectores. Hamlet y don Quijote son los dos arquetipos, los “primeros principios” literarios, por así decir, sobre los que descansa la narrativa de Turguénev. Invitamos a nuestros lectores a cotejar los rasgos que se describen en este ensayo con los que configuran la actuación, las pasiones y la vida de los caracteres principales de las novelas de esa misma época: En vísperas (1860) y Nido de hidalgos (1859). Allí encontraremos Quijotes de ambos sexos. Coteje además los caracteres concebidos en novelas anteriores: Rudin, un Hamlet en esencia, sin ataques de ácida bilis, y los caracteres abocetados de Diario de un cazador, don Quijotes y Hamlets mezclados con esa dulzura de quien conoce a un pueblo entre cuyas gentes se ha peregrinado. ¿Acaso podríamos olvidar el gusto y contragusto que nos dejó el Hamlet del distrito de Schigrovskiz? Si quiere usted, en fin, adivinar los caracteres de las novelas posteriores de Turguénev, recurra a los arquetipos del ensayo que ofrecemos a los lectores de NUEVA REVISTA: los nihilistas en Padres e hijos (1862), nuevos no-Quijotes educados en la austera escuela de la ciencia natural; y los caracteres inconsistentes -sinsustancias- que encontramos en las vidas volátiles de Humo (1867).

Favorecer un ajuste fino en la comprensión de la obra literaria de Turguénev, por tanto, nos movía también a publicar este ensayo. Pero había más. Ustedes conocen los términos de la polémica que dividió la vida cultural rusa de la segunda mitad del siglo XIX. Los “europeístas” sostenían que la madurez de su nación pasaba por la integración y plena asimilación en la cultura occidental, que marchaba con siglos de ventaja por delante de Rusia en progreso material, social y espiritual. Los eslavófilos, por su parte, no estaban de acuerdo en conculcar la entera historia de Rusia. Admitiendo que todo en la clase de la aristocracia había sido tomado en préstamo de Occidente, desde luego, no podían concebir que la gran masa del pueblo hubiese vivido en vano su existencia sacrificada, que hubiese peregrinado ciega, entoncecida y servil durante los largos años de su pasión y cautiverio. Por el contrario, los eslavófilos veían en la evolución espiritual popular, condicionada por su trabajo, su dolor y su cristiandad, la gran promesa de la identidad nacional.

Pues bien, Turguénev estuvo siempre de parte de los primeros, mientras que otros, Dostoievsky por ejemplo, se alineaban apasionadamente con los segundos. Un europeísta como el primero “tenía’’ que obtener sus grandes principios de la literatura occidental: Hamlet y don Quijote. Un eslavófilo como el segundo “tenía’’ que aceptar por modelo a un escritor ruso: Pushkin. A las ideas de Fiodor Mijáilovich en su artículo de 1861, publicado en Tiempo (esencialmente las que repetiría 19 años después, en su interveción pública en Moscú con ocasión del desvelamiento de una estatua del poeta); esas ideas cultural-literarias del eslavófilo Dostoievsky se contraponen a las del euroepísta Turguénev en Hamlet y don Quijote. Este ensayo, por tanto, es una tarjeta de presentación ideológica del novelista, la página web de Turguénev, y como tal queríamos ofrecerla a nuestros lectores.

Un último motivo nos ha animado a publicar la conferencia de Turguénev, y es la trascendencia que para la vida rusa -:para su literaturatiene el año en que fue publicada. Algunos autores retrotraen a 1848 la incubación de las ideas expuestas en Hamlet y don Quijote, cuando Turguénev presenció los movimientos revolucionarios de París (cfr. Henri Grandfard, !van Turgu.éniev, París 1966, págs. 255-6). Shapiro sostiene que en 1857 su autor había apalabrado el artículo para El contemporáneo. Pero fue el 10 de enero de 1960 cuando las ideas de Turguéniev alcanzaron al público, con ocasión de la conferencia organizada en beneficio de la Sociedad para Ayuda de Escritores y Científicos rusos, que el mismo fundó en París junto con otros notables compatriotas.

En ese mismo año -1860- publica Turgéniev En vísperas. La novela presenta una íntegra versión literaria -caracteres y acciones- de las ideas contenidas en Hamlet y don Quijote. Rusia, en efecto, se sabía “en vísperas” de un acontecimiento trascendental: el decreto de abolición de la servidumbre. Llegaría un año después, el 11 de febrero de 1861. Aquel paso suponía el final de una época centenaria de la historia de Rusia. Un nuevo capítulo empezaba con páginas en blanco en la vida nacional. La intelligentsia tenía por delante una misión única, de máxima envergadura: dar contenido a la nueva etapa, fijar los pilares de la civilización rusa del siguiente milenio. Turguénev afirmaba en Hamlet y don Quijote que la historia termina cuando los individuos dejan de creer en el deber, en una causa, cuando los ciudadanos pierden su fe. En vísperas del trascendental acontecimiento convenía decir, por tanto, que Rusia necesitaba nuevos Quijotes, que era inaplazable el descubrimento en las planicies continentales de nuevas Indias, de una convicción nacional que asegurara una larga travesía, vida longeva a la nueva sociedad.

Estas coordenadas nos permiten entender la responsabilidad que pesaba sobre la literatura. No es éste el lugar para señalar aquel cúmulo de circunstancias históricas que hicieron de la literatura rusa el refugio del pensamiento ético, social y filosófico de la nación. Anotemos solo que reprimidas durante más de treinta años la ciencia primera, las universidades y el debate público por el miedo y la violencia de los monarcas autócratas, la literatura y especialmente la novela se había convertido en arma de ofensiva social, en espacio de reflexión moral, en pórtico del templo desde donde proclamar vibrantes verdades proféticas. En vísperas del gran decreto de la libertad era inevitable preguntarse si la literatura contemporánea iba a estar a la altura de las circunstancias, si lograría transformarse en instrumento para forjar una nueva conciencia eslava.

Sabemos qué produjo la literatura rusa los veinte años que siguieron al entierro de la servidumbre. Vieron la luz las grandes novelas de Tolstoi. Guerra y paz, gran épica histórica de las guerras napoleónicas, renuncia -¿sorprendente?- a las cuestiones contemporáneas. Los personajes de Ana Karenína, por su parte, sí representarán a individuos de la época, por más que la novela trate solamente de la vida y pasiones típicos de un círculo social, el de la vieja aristocracia. Ellos, en efecto, en absoluto podían considerarse protagonistas del crucial momento histórico. Así se lo hizo ver Dostoievsky a Lev Nikoláievich desde las páginas del Diario de un escritor. Por razones cuyo análisis nos llevaría muy lejos, Tolstoi renunció a la literatura poco después. Desde confesión, ya en la década de los ochenta, el conde, que confiesa haber sufrido una transformación interior, encuentra en la reflexión filosófica, en la moral racional y en la ciencia social instrumentos adecuados para la manifestación de sus ideas. Creerá su deber encauzar la vida rusa por unos derroteros de mayor conciencia y civilización, ideales tan elevados y -me tienta decirlo- tan germánico-kantianos, que excedían la potencialidad de la literatura, al menos aquélla de la que él mismo era capaz. El concepto, no la ficción, sería desde entonces su aliado principal.

Esto le reprochó siempre Turguénev a Lev Nikoláievich, que abandonara su oficio de novelista. Iván Sergéievich siempre le consideró un mal filósofo. Tenía, por ejemplo, las reflexiones metahistóricas de Guerra y paz por las partes más flojas de la novela. Estaba autorizado para decirlo, pues su formación filosófica adelantaba a la de Tolstoi, merced a sus afi.os de formación en el idealismo alemán en la universidad de Berlín.

Pero el problema “literario” de Turguénev, desde 1860, no iba a ser de naturaleza distinta a la del autor de Resurrección. También él se iba a mostrar incapaz de transformar cabalmente en caracteres sus convicciones filosóficas. Desde su posición “europeísta”, Turguénev avanzó un paso al frente y devino eslavófobo. Recuérdese Humo, y se comprenderá el asombro de sus contemporáneos, no tanto ya por su contenido (pues la profesión de fe europeísta era moneda corriente), sino más bien por los medios de expresión que emplea o, mejor aún, por los que no emplea. Algunas partes de la novela son simplemente panfletos; la reflexión -la dialéctica- sustituye a la representación; en lugar de vida, argumentos sobre la vida. Turguénev parece estar sufriendo el “síndrome Gógol’’. Como éste en Almas muertas, muestra lván Sergueiévich insuficiente talento para transformar las opiniones, las reflexiones, las intuiciones, las propias hipótesis sobre las cuestiones del día en linfa literaria: en caracteres, en relaciones, en drama.

Por lo demás, insiste Turguénev en ser cantor de su clase social, la misma a la que perteneció Tolstoi hasta su muerte. Fue el penúltimo pregonero de su decadencia. Aún tenía que venir Chejov y cerrar el ciclo de los hombres superfluos, para que luego otros arrojaran el cadáver de los ociosos hombres crueles, de los grandes sensuales, a las alcantarillas de la nueva civilización. Esposas frívolas, de Von Stroheim, ¿recuerdan el final?

Otras, no de aristócratas, tenían que ser las preocupaciones de una literatura que se asentara con pie firme en la nueva encrucijada. Hacía falta una concepción nueva que, como el mensaje de los viejos profetas israelitas, recorriera a golpe de emoción y escalofrío todas las clases sociales, desde el monarca hasta los individuos que trabajan con las manos, transmitiendo una nueva fe, la conciencia de un deber sagrado sobre el que asentar la nueva cultura de la libertad. Solo la literatura de Dostoievsky estuvo a la altura de las circunstancias. Solo ella supo concebir, durante más de veinte años, nuevos Quijotes, ingenuos alumbradores del futuro de Rusia: Sonias, Príncipes Mishkins, Alioshas Karamazovs, mujeres y hombres cuya fe tenía que probarse en singular combate contra los Hamlets terratenientes de viejo cuño, contra los más nuevosHamlets, analíticos de la ciencia -los Raskolnikovs, los lvanes Karamazovs- y también, finalmente, contra los novísimos europeístas que eran los socialistas.

***

Conocíamos dos traducciones de Hamlet y don Quijote. La Revista contempordnea, dirigida por don Francisco de Asís Pacheco, vertió al castellano la versión francesa y la publicó en el número de septiembre-octubre de 1879. Por su parte, hace también más de un siglo, el editor Antonio López publicó una serie de traducciones de obras de “Tourgueneff”, a cargo de Torcuato Tasso Serra, a partir de las traducciones francesas, entre las que se incluía nuestro ensayo. Pensábamos que Hamlet y don Quijote se merecía algo más que una traducción de segunda mano, por lo demás ya algo trasnochada. El trabajo de Víctor Gallego ha hecho justicia a las ideas del novelista ruso. Se abre el turno de nuestros lectores, a ellos les toca entrar en juego.

Filósofo. Profesor Titular de Periodismo. Universidad Complutense de Madrid. Director de Nueva Revista entre 2000 y 2005