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De tanto repetirse se ha convertido en un slogan más que en un novedoso diagnóstico de época, pero permítanme empezar estas breves reflexiones con una frase que, no por demasiadas veces empleada, deja de estar cargada de sentido: «Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo». Atribuida por igual a Fredric Jameson y a Slavoj Zizek, esta sentencia vendría a dibujar un doble diagnóstico de época: no solo el capitalismo carecería ya de alternativas, sino que su inevitabilidad parecería estar acompañada de una percepción de agotamiento o colapso que afectaría al futuro mismo del mundo. Si, efectivamente, podemos incluso imaginar el fin del mundo es, qué duda cabe, porque hemos quizá normalizado ya un cierto aire apocalíptico de los tiempos.

Este doble diagnóstico en forma de ausencia de alternativas y de presencia de la catástrofe está, claro, íntima y fatalmente relacionado, como si la imposibilidad de imaginar alternativas al capitalismo nos llevara a formas de pesimismo capaces de integrar la catástrofe en nuestras estructuras de sentimiento e imaginarios de futuro. Como si nos hubiésemos silenciosamente desplazado del optimismo del mejor de los mundos posibles al pesimismo de la inevitabilidad y la resignación. Claro que un mundo irreformable es, quizá, un mundo demasiado frágil y, por tanto, demasiado amenazado.

La ausencia de alternativas al capitalismo, de futuros más allá de su férrea necesidad, no ha favorecido, antes al contrario, a su legitimidad como sistema social

No pretendo rescatar en estas líneas la necesidad o bondad de un pensamiento anticapitalista, pero sí quizá subrayar que la  ausencia de alternativas al capitalismo, de futuros más allá de su férrea necesidad, no ha favorecido, antes al contrario, a su legitimidad como sistema social. ¿Por qué? Pues, de entrada, porque su triunfo sobre otras alternativas para imaginar el futuro es necesariamente paradójico: el régimen histórico que sitúa en el núcleo de su legitimidad a la competencia como forma necesaria de relación e innovación social, se ha quedado él mismo sin competencia. Lo que provoca, más allá de la paradoja, que cada vez esté más dificultado para pensar y actuar el futuro.

Si el capitalismo era indisociable de una idea de futuro abierto como continente ilusionante de múltiples posibilidades aún no realizadas, si esta apertura moderna de los horizontes de sentido –y de la libertad que prometían–, era parte indisociable de su propia gramática y de las formas de imaginación que desplegaba, hoy parece sin embargo operar más como un régimen sin tiempo, sin horizontes esperanzadores de transformación social, vale decir, sin un futuro que resuelva (porque permita imaginar superados) los conflictos, desigualdades o sufrimientos que sin duda genera en el presente. Un capitalismo sin capacidad para imaginar un futuro y sin el ambivalente impulso modernizador que siempre lo acompañó es, seguramente, un capitalismo debilitado o afectado por alguna forma de crisis.

Es bien posible, por tanto, que el futuro del capitalismo pase necesariamente por la capacidad que tengamos de imaginarle alternativas. Si no al capitalismo mismo, al menos a la forma naturalizada que ha adoptado hoy, indisociable de la crisis (o cancelación) del futuro abierto que prometía. Alternativas a eso que Mark Fisher, en la estela del propio Fredric Jameson, bautizó hace ya una década como realismo capitalista: «aquel en el que la propia política ha quedado ‘desaparecida’. Lo que el realismo capitalista consolida –nos sugiere Fisher– es la idea de que estamos en la era de la pospolítica: que los grandes conflictos ideológicos han terminado, y las cuestiones que persisten tienen que ver en gran medida con quién debe administrar el nuevo consenso. Por supuesto, no hay nada más ideológico que la idea de que hemos superado la ideología»1.

Quizá la polarización (política, social, incluso cultural) que hoy recorre nuestras sociedades no sea sino un síntoma de la imposible superación técnica de la política que este realismo capitalista procuró realizar

Como si la crisis ecológica que reflejan las imágenes apocalípticas del fin del mundo, y que amenaza en el presente la diversidad natural o medioambiental, se acompañara también de una crisis cultural que pone en riesgo otra forma de diversidad: la de los ecosistemas culturales, ideológicos y políticos2. Esos,  precisamente, que se disputaban el futuro al tiempo que lo imaginaban y anticipaban, que lo hacían por tanto no solo posible, sino necesariamente diferente de la mera reproducción de un presente agónico. Quizá la polarización (política, social, incluso cultural) que hoy recorre nuestras sociedades no sea sino un síntoma de la imposible superación técnica de la política que este realismo capitalista procuró realizar. Es bien posible que el capitalismo no tenga futuro sin la disputa cultural e ideológica, que las alternativas al capitalismo han sido, paradójicamente, el ecosistema del que necesariamente se alimentaba. La pregunta no es menor: ¿qué le pasa al capitalismo, y qué nos pasa, cuándo deja de tener un espejo invertido en el que mirarse y decirse?

PENSAR MÁS ALLÁ DEL CAPITALISMO

Superar el realismo capitalista como una suerte de resignación ante la falta de alternativas (al capitalismo o a las formas que adopta en la actualidad) o, dicho si se prefiere al revés, volver a situar la disputa ideológica en el centro de nuestros órdenes sociales, se vuelve seguramente una necesidad tanto para la supervivencia del capitalismo como para los que siempre hemos creído en la posibilidad (acaso la necesidad) de pensar más allá de él.

Si, además y haciendo uso de la célebre expresión de Max  Weber, el capitalismo necesita de alguna forma de «espíritu» que le dote de legitimidad y dinamismo, y si acordamos que ha  entrado en una profunda crisis de legitimidad, eso que los sociólogos Eve Chiapello y Luc Boltanski identificaron como el «nuevo espíritu del capitalismo» tras los distintos mayos del 68 que acompañaron a la crisis de la socialdemocracia y los  consensos sociales tras la segunda Guerra Mundial3, podemos seguramente afirmar que el futuro del capitalismo pasa hoy por reavivar la ambivalente presencia de alguna forma de alteridad o negación de sí mismo. Pensar alternativas antagonistas a, y por tanto superadoras de, el capitalismo es, quizá y paradójicamente, aquello en que deberíamos estar de acuerdo capitalistas, anti-capitalistas y altercapitalistas. Alternativas de las que, con toda probabilidad y como ha sucedido hasta la fecha, pueda alimentarse para sobrevivir.

Tengo serias dudas y escasa confianza en que podamos delimitar o anticipar hoy los contornos y contenidos de lo que pueda acabar configurando un nuevo espíritu del capitalismo, pero sí me parece posible señalar los objetos de debate, los dilemas fundamentales, que tendrá que afrontar. Tienen todos ellos, además, algo en común: el tiempo en sus distintas formas de estructurarse socialmente. El tiempo, sí, porque si algo puede definir al capitalismo es, y sin una mínima definición de lo que entendemos por capitalismo poco podemos seguramente avanzar,  precisamente, una forma históricamente inédita de articular el tiempo de los sujetos con el tiempo de la historia.

SEPARACIÓN ENTRE EL TRABAJO Y LA FUERZA DE TRABAJO

Para dar con esta mínima definición de lo que pueda ser el capitalismo podemos empezar por una separación, la que permite la libertad moderna y el dinamismo histórico que inaugura. Una separación mediante la que se rompe toda forma de unidad o vinculación necesaria entre el sujeto, el conjunto de sujetos, y el orden social. Si los modernos habríamos dejado de ocupar un lugar necesario o predeterminado en el orden de la sociedad (como clara diferencia con el mundo premoderno, en el que el lugar y destino de las poblaciones quedaban predeterminados, definidos de una vez por todas antes incluso de su nacimiento); si somos en ese sentido libres porque separados de toda forma de comunidad obligatoria, entonces podemos entender o definir el capitalismo como ese orden socio histórico que libera a los sujetos de toda determinación histórica, al tiempo que, claro, establece una nueva forma de su vinculación, esta vez contingente, con el orden social: el trabajo asalariado bajo un régimen de producción de mercancías.

LIBRES Y SOMETIDOS

Marx nombra este proceso como la separación entre el trabajo y la fuerza de trabajo, es decir, una separación por la que somos y nos hacemos en la medida en que podemos encontrar y ocupar un espacio social –un trabajo– que ya nos pertenece ni, menos aún, nos define por completo y para siempre. Libres, sí, pero arrojados a la necesidad azarosa de encontrar, y someternos por ello tanto a este encuentro azaroso como a sus lógicas sociales y temporales. Libres y sometidos a la necesidad de encontrar un lugar en el orden social.

Esta separación es, así lo entiendo al menos, lo propio de la modernidad capitalista, que además no solo nos permite seguir la pista de una forma posible y a la vez negada de libertad, sino de un hecho no menos fundamental: que los dos polos constitutivos de esa relación, las actividades productivas y las poblaciones, evolucionan y se transforman de forma autónoma, inaugurando una nueva dinámica temporal caracterizada por una aceleración inédita del tiempo histórico. Una revolución permanente de la sociedad y de los sujetos por la que, decía Marx, todo lo sólido acaba desvaneciéndose necesariamente en el aire. Incluso, podríamos añadir nosotros, el propio ecosistema en el que vivimos.

Un aumento sin precedentes de la productividad, de la riqueza, del saber y la innovación, también de la formación y los saberes de las poblaciones, de la apertura de sus itinerarios y horizontes de vida que, no podemos olvidarlo, actúa en paralelo a una constante inseguridad y miedo, a una amenaza sin tregua de desestabilización de las identidades sociales conquistadas, amén de una profunda desigualdad de los itinerarios de vida alcanzados y de los entornos sociales y naturales que hemos construido. Quizá los distintos espíritus del capitalismo que se han sucedido históricamente no sean sino formas de dar respuesta a esta relación inestable entre sujetos y espacios sociales, a las formas de vincular (mediante la ética del trabajo primero, el estado social después y, en la actualidad, bajo esta suerte de sacrificio personal constante que supone la valorización neoliberal) de eso que ha quedado definitivamente separado.

Cabe pensar que su futuro pase necesariamente por dar una nueva respuesta a la forma que pueda adoptar en las próximas décadas esa vinculación contingente entre espacios sociales y tiempos de vida

Tras esta síntesis extrema de lo que podría definirse como capitalismo, cabe pensar que su futuro pase necesariamente por dar una nueva respuesta a la forma que pueda adoptar en las próximas décadas esa vinculación contingente entre espacios sociales y tiempos de vida. Y creo que ha de hacerlo bajo, al menos, cuatro constataciones ineludibles:

  • En primer lugar, una crisis irreversible del trabajo, tanto de su progresiva automatización e informatización (y por tanto escasez) como de su dificultad creciente para dar sentido a las poblaciones, para proporcionar goznes firmes en los que apoyar los relatos (o identidades) que todos nos hacemos de nosotros mismos. Esta crisis, y la forma en la que la abordemos, esto es, el debate de cómo pensemos el tiempo de vida en su relación con un tiempo de trabajo cada vez más escaso e incapaz de darnos seguridad e identidad, será una disputa ideológica fundamental. ¿Es el capitalismo compatible con una sociedad donde el tiempo liberado del trabajo sea el que nos diga y ordene socialmente, el que genere nuevas formas de reconocimiento, de identidad y construcción de las trayectorias de vida? ¿No debemos asumir que el consumo se está convirtiendo en un espacio social demasiado estrecho para ocupar esta función esencial? La incapacidad del trabajo para seguir operando como vínculo social general es, creo, un destino inevitable ante el que carecemos hoy de perspectivas suficientes. El futuro del capitalismo dependerá en buena medida de cómo responda a este dilema.
  • En segundo lugar, y estrechamente relacionada con esta crisis del trabajo asalariado que vengo de señalar, nos encontramos con otra forma de desestabilización en la ordenación del tiempo social, la del equilibrio forzoso –o forzado– que ha acompañado a los diferentes espíritus del capitalismo, y que establecía una frontera estable entre el tiempo de la producción y el de la reproducción social, vale decir, entre el tiempo del trabajo y el tiempo del cuidado. Una frontera que, claro, se correspondía con una forma binaria de ordenar la sociedad, la del sistema sexo-género. Nombrándonos como hombres y mujeres antes que como cualquier otra forma de identidad o pertenencia, el orden social moderno o capitalista tendía así a encontrar un equilibrio entre sus necesidades de producción y las de producir a los sujetos encargados de asegurarla. Una distribución entre producción y reproducción, entre hombres y mujeres que lleva tiempo saltando por los aires sin que, sin embargo, hayamos encontrado otras formas de reparto del tiempo social, así como de nombrarnos más allá de un dualismo de género resultado de esta equivalencia forzada. De nuevo, cabe hacerse no pocas preguntas, que resumiré en una, ¿es compatible el capitalismo, sus formas de reparto del tiempo y de ordenación de las poblaciones entre los espacios productivos y reproductivos, con una igualdad real de las poblaciones, empezando por la que surgiría tras superar la dualidad que divide a la población en dos?
  •  En tercer lugar, otra crisis del tiempo, esta vez la ecológica y que lleva, claro, a la pregunta por el futuro mismo del planeta, por la continuidad del mundo tal y como lo conocemos, y por la lógica prometeica que define en el capitalismo la productividad sin límites, la idea de un futuro como extensión infinita de las posibilidades presentes. ¿No está hoy en cuestión la posibilidad misma de que el capitalismo asegure en el futuro las mismas o similares libertades de las que hoy gozamos en el presente? Si pretendemos que las generaciones futuras dispongan de las mismas libertades que hemos disfrutado nosotros (del mismo uso de la naturaleza, del mismo acceso al agua, al aire, a los recursos naturales), ¿no estamos obligados hoy a renunciar a elementos centrales de nuestro modo de vida y, por tanto, a un ejercicio de auto obligación, a una limitación ecológica de nuestras propias libertades? Pero, ¿cómo hacer compatible el capitalismo, y la democracia en la que se asienta, con las libertades de las futuras generaciones? ¿No obliga la crisis ecológica a una profunda transformación de la relación que habíamos conocido hasta la fecha entre capitalismo, libertad y democracia? ¿Qué capitalismo surgirá de esta transformación?
  •  En cuarto lugar, hay una lección que, si bien conocíamos desde largo tiempo, la pandemia de la Covid-19 ha vuelto ineludible: un mundo desincronizado, atravesado por distintas temporalidades en las formas de desarrollo económico y social, es decir, un mundo profundamente de- sigual, no es solo que puede ser moralmente rechazable, sino que se vuelve fuente de amenazas, inseguridades y miedos incompatibles con el propio futuro del capitalismo, o con la posibilidad de que el capitalismo proporcione un futuro confiable. Sabemos ya, sin lugar a la menor duda, que si no se vacuna toda la población mundial el riesgo de convertir esta pandemia –y las que vengan– en una fuente constante de desestabilización económica, social y sanitaria, también anímica o psicológica, es incompatible con el equilibro que habíamos alcanzado entre nuestros sistemas democráticos y nuestras economías capitalistas. Sabemos, sí, que la desincronización que define el sistema mundo globalizado en el que vivimos, que las distintas temporalidades que lo recorre con una profunda desigualdad interna, es incompatible con los propios horizontes de confianza y seguridad deseables, y seguramente también necesarios, para países del norte rico como el nuestro. Pero, de nuevo, aparecen la sospecha de incompatibilidad, ¿puede el capitalismo seguir asentándose en una diferencia estructural entre territorios y poblaciones en un mundo no solo interconectado, sino profundamente amenazado por esta interconexión entre espacios y tiempos desiguales? No lo creo.

Cómo respondamos a estos cuatro dilemas, y sin duda a muchos otros que no puedo enumerar aquí, definirá no solo el futuro del capitalismo, sino algo aún más inquietante, si el capitalismo tiene o no futuro.

NOTAS

1 Fisher, Mark and Gilbert, Jeremy: “Capitalist Realism and Neoliberal Hegemony: A Dialogue”, en New formations: a journal of culture/theory/politics, Lawrence & Wishart, Volumen 80-81, 2013, p. 90.

2 Cano, Germán: “Mark Fisher como modernista popular: la política cultural bajo el realismo capitalista” (texto inédito).

3 Boltanski, Luc, Chiapello, Eve: “El nuevo espíritu del capitalismo”, Madrid, Akal, 2002.

Sociólogo. Profesor en la Universidad Carlos III de Madrid.