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Cristóbal Aguilera Medina. Profesor de Derecho Constitucional. Universidad Finis terrae (Chile).


En tiempos como los actuales, en los que el poder público parece ampliar cada día más su ámbito o esfera de dominación, reduciendo, en consecuencia, el espacio de desenvolvimiento de la libre iniciativa social, conviene volver la mirada sobre un principio al que, por diversas razones, la doctrina iuspublicista española no le ha prestado mayor atención, a saber, el principio de subsidiariedad.

En lo que sigue abordaré dos asuntos relacionados con dicho principio. En primer lugar, explicaré el vínculo que existe entre la subsidiariedad y el principio del Estado Social. En contra de una opinión bastante extendida, intentaré demostrar el rol crucial que puede desempeñar la subsidiariedad en el desarrollo del Estado social, sobre todo si se considera la crisis en que éste se encuentra. En segundo lugar, y a partir del planteamiento anterior, me referiré brevemente al rol de la subsidiariedad en el ámbito de la enseñanza escolar y, particularmente, en relación con el ejercicio de los derechos educativos. Este último enfoque se deba a que, a mi juicio, es en la educación donde la importancia de la subsidiariedad se revela con mayor nitidez.

Subsidiariedad y Estado social

Pienso que la forma más clara de explicar el rol que puede desempeñar —y, hasta cierto punto, actualmente desempeña— el principio de subsidiariedad en el contexto de un Estado social es a la luz de la tensión que caracteriza a este modelo constitucional. Comienzo, entonces, con un breve repaso de tal tensión.

a) La tensión que subyace al Estado social

Como es de sobra sabido, el Estado social surge, en buena medida, como una reacción social, política y, al fin, jurídico-constitucional, frente a la crisis social y económica que el Estado de Derecho liberal experimentó durante el siglo XIX, la cual no fue capaz de solucionar a partir de sus propios principios. Dicha incapacidad trae causa, sobre todo, en el tipo de interacción que el Estado de Derecho liberal propugnó entre el Estado y la sociedad, caracterizada —al decir de Manuel García-Pelayo— por la distinción o, más aún, oposición entre ambos «sistemas». Lo que latía en el fondo de la demanda por un Estado social era un reclamo por la asignación de nuevas funciones y prerrogativas al poder público, con el propósito de que éste asumiera, en contraste con el rol abstencionista propio del orden liberal, la tarea de garantizar el bienestar de la población. 

A los efectos del argumento que aquí me interesa desarrollar, es de gran importancia considerar los supuestos sociológicos sobre los cuales se fundamentaron las nuevas funciones y prerrogativas «sociales» del Estado. Quizá la explicación más satisfactoria en este sentido es la que nos ha legado el destacado jurista alemán, Ernst Forsthoff, a partir de la distinción entre lo que denominó «espacio vital de dominio» y «espacio vital efectivo». En pocas palabras, el entonces profesor de Derecho Administrativo de la Universidad de Heidelberg sostuvo que la reorientación de los fines del Estado encuentra su explicación, ante todo, en la progresiva pérdida de la capacidad de los individuos para abastecerse por sí mismos de los bienes necesarios para su existencia. En efecto: aunque los cambios sociales provocados por el desarrollo industrial causaron una notable ampliación del espacio en el que los individuos efectivamente desarrollan su existencia (de la granja a la ciudad, podríamos decir), éstos también significaron la reducción de la autarquía individual. Ello produjo un estado generalizado de «menesterosidad social», esto es, un estado generalizado de dependencia respecto de prestaciones que no es posible satisfacer mediante el esfuerzo individual. De ahí que el Estado asumiera la responsabilidad por la «procura existencial».

Lo que me interesa subrayar a partir de este brevísimo panorama es que, una vez superada la lógica que subyace a la interacción de Estado y sociedad que caracteriza al Estado de Derecho liberal, la responsabilidad por la procura de la existencia deja de ser un asunto que atañe únicamente a la sociedad. En este sentido, el modelo del Estado social supone la premisa de que el bienestar social es una tarea que compete y, por tanto, en la que tienen iniciativa, tanto el poder público como la sociedad. Tal falta de solución de continuidad entre las responsabilidades del Estado y la sociedad, cuyos beneficios de cara al aseguramiento del bienestar de la población no cabe poner en duda, nos sitúa, sin embargo, frente a una particular tensión que persiste hasta el día de hoy y que dice relación, grosso modo, con la antinomia entre los principios de libertad e igualdad. Dicha tensión puede sintetizarse en una pregunta que en su momento suscitó encendidos debates en España y Alemania —como ahora lo hace en países como Chile, con ocasión del proceso de cambio constitucional—, y que versa sobre la posibilidad de armonizar el Estado social y el Estado de Derecho liberal: ¿confía en algo imposible el ciudadano si espera del Estado libertad individual y seguridad social al mismo tiempo?

b) La pregunta que la subsidiariedad busca responder y sus fundamentos

En el marco de dicha tensión general, me interesa enfocar la mirada en un interrogante más específico, que se refiere, por así decirlo, a su dimensión jurídico-competencial. Tal interrogante puede formularse así: disuelto el dualismo de responsabilidades entre el Estado y la sociedad, ¿quién es responsable (Estado o sociedad) y de qué en relación con las diversas dimensiones de la procura existencial? Pues bien, tal es la pregunta que trata de responder la subsidiariedad. Dicha pregunta, además, demarca el campo de aplicación en el cual opera el principio en la actualidad. Esto último conviene que sea destacado, porque, en cierto modo, el establecimiento del Estado social configuró el supuesto que permite que la subsidiariedad entre en escena. En otras palabras, sólo en la medida en que la responsabilidad existencial concierne tanto al Estado como a la sociedad, que es lo que distingue precisamente al Estado social del Estado liberal, tiene sentido acudir a la subsidiariedad.

Ahora bien, ¿cuál es la respuesta que ofrece la subsidiariedad frente a la crucial pregunta de quién es responsable y de qué en relación con las diversas dimensiones de la procura existencial? Lo que la subsidiariedad ordena es la primacía de la acción social sobre la acción estatal. En efecto, la subsidiariedad exige que la sociedad posea prioritariamente —no exclusivamente— la responsabilidad de atender a las diversas dimensiones que implica la procura existencial. Al priorizar la acción de la sociedad, la subsidiariedad opera, concretamente, como un criterio de articulación de competencias. Es legítimo preguntarse, en todo caso, si, bajo este entendimiento, la subsidiariedad no supone volver, aunque sea sutilmente, a un régimen abstencionista-liberal. Y la respuesta es, desde luego, que no lo supone. Lo que principalmente ordena la subsidiariedad no es la abstención del Estado, sino su intervención, pero una intervención subsidiaria, lo cual significa que ha de dirigirse a habilitar —no sustituir— a la sociedad para que ésta sea capaz, real y efectivamente, de asumir las tareas que suponen la responsabilidad existencial.

No resulta difícil comprender la razón que subyace al principio de subsidiariedad. La filósofa francesa Chantal Delsol ha explicado que la fuente de su normatividad se encuentra en la idea de que los individuos tienen derecho a ser existencialmente autónomos, es decir, a asumir personalmente la responsabilidad por su propio bienestar. Esto se debe a que, como también ha sido destacado por John Finnis, sólo mediante la asunción de dicha responsabilidad las personas pueden florecer como tales. En otras palabras, lo que busca asegurar la subsidiariedad al ordenar la primacía de la acción social no es otra cosa que el libre desarrollo de la personalidad. Así pues —siguiendo a Paolo Carozza—, cabe afirmar que la subsidiariedad responde a una visión «personalista» (no individualista) de la vida social.

Al respecto, es sumamente interesante hacer notar que este mismo fundamento normativo es el que se halla en el fondo del establecimiento del Estado de Derecho. Al estudiar los orígenes de tal concepto, Ernst-Wolfgang Böckenförde afirma que su gran novedad reside en el hecho de que su punto de partida y referencia obligada es el individuo autodeterminado, por lo que la tarea del poder público no ha de ser sino garantizar el desarrollo individual del ciudadano, pero subrayando que dicho desarrollo es «desde sí mismo». Tal énfasis en la autonomía del desarrollo individual es lo que el profesor Elías Díaz García ha denominado, precisamente, el carácter «personalista» del Estado de Derecho. Por lo demás, qué duda cabe que tal carácter personalista se encuentra incorporado como un elemento nuclear en los textos constitucionales contemporáneos, como lo muestra, muy especialmente, la consagración del libre desarrollo de la personalidad como principio o derecho constitucional. Es por ello que resulta muy acertada la afirmación de Josef Isensee de que el principio de subsidiariedad es, en puridad, inherente al Estado de Derecho.

c) La subsidiariedad como «clave de bóveda» para la vigencia del personalismo del Estado de Derecho en el Estado social

Antes he señalado que el Estado social fue una reacción al Estado de Derecho liberal. Conviene ahora hacer una precisión al respecto; y es que dicha reacción no supuso una renuncia al fundamento normativo del Estado de Derecho. En puridad, ambos, Estado liberal y Estado social, son manifestaciones, adaptaciones o tipos históricos del Estado de Derecho. En este sentido, el Estado social tiene el enorme mérito de complementar al Estado liberal en una dimensión que éste no había considerado, que es la dimensión material de procura existencial. Pero, en la realización de dicha dimensión, no rechaza la justificación axiológica del Estado de Derecho. Como dice el profesor Manuel Aragón Reyes, las tareas del Estado social no sustituyen a las anteriores, sino que se superponen y las complementan. Esto significa que el Estado social no sólo no milita en contra del libre despliegue de la personalidad, sino que su propósito consiste en la universalización de dicho principio.

Pues bien, a la vista de lo que he dicho hasta aquí, la tesis que quisiera proponer es que la subsidiariedad constituye la clave de bóveda de la armonización entre los principios de libertad e igualdad y, a fin de cuentas, la clave de bóveda de la estructura misma del Estado social que, en cuanto que manifestación del Estado de Derecho, tiene por desafío precisamente dicha armonización. Al ordenar la primacía de la acción de la sociedad, lo que la subsidiariedad procura evitar es que el Estado, en el cumplimiento de sus tareas sociales, usurpe, obstaculice o debilite la responsabilidad que prioritariamente corresponde a los individuos de asumir, sobre todo mediante el esfuerzo asociativo, las tareas que implican la procura existencial. El motivo por el cual la subsidiariedad se resiste a tal usurpación es, como ya sostuve, que ello impediría el libre desarrollo de la personalidad, lo cual supondría echar por tierra los supuestos personalistas del Estado de Derecho.

Lo anterior no implica, en contra de lo que quizá podría pensarse, un rechazo a la asunción por parte del Estado de tareas sociales; ni siquiera implica negar que el Estado tenga, in abstracto, una responsabilidad potencialmente ilimitada en tal ámbito, operando como garante final de la procura existencial. Sin embargo, sí supone que la acción estatal ha de estar limitada por la primacía de la acción de la sociedad. La subsidiariedad, como señalé, constituye un criterio de articulación de competencias: establece un orden de prelación o preferencia en el cumplimiento de las tareas sociales. Que se respete tal orden de preferencia es lo que, a la postre, procura resguardar el principio de subsidiariedad. En otras palabras, su tarea consiste en asegurar la vigencia del carácter personalista del Estado de Derecho en el contexto de un Estado social.

Quisiera apuntar por último, incidentalmente, que la Comisión Europea para la Democracia por el Derecho (Comisión de Venecia) se ha pronunciado en este mismo sentido en un reciente informe. En efecto, con ocasión del debate constitucional chileno, ha señalado que la subsidiariedad puede servir como «una herramienta legítima y eficaz para realizar los objetivos sociales más amplios [que exige el Estado social] sin dejar de respetar los derechos, libertades y deberes» de los ciudadanos. Así pues, en la medida en que los principios de igualdad y libertad han de ser armonizados, un Estado social y democrático de Derecho es, necesariamente, un Estado social subsidiario.

Subsidiariedad y derechos educativos en la Constitución española

Paso ahora a referirme brevemente al rol de la subsidiariedad en la educación y, específicamente, en la enseñanza escolar. Los motivos por los que me parece que éste es el ámbito donde la subsidiariedad adquiere mayor importancia pueden sintetizarse en dos. De un lado, porque es en la educación donde la disolución del dualismo de competencias entre Estado y sociedad ha operado con mayor intensidad, lo cual explica que la tensión entre igualdad y libertad ha sido particularmente aguda en dicho ámbito, como lo demuestra el desarrollo legislativo de la enseñanza desde la entrada en vigor de la Constitución hasta las últimas reformas. De otro, porque lo que está en juego en la educación no es únicamente la capacidad de la sociedad para asumir las propias responsabilidades existenciales, sino también la concreción de diversas visiones de mundo que, en respeto al principio de neutralidad, no han de ser uniformadas por el Estado.

a) La tensión entre la dimensión de libertad y prestación del derecho a la educación

El correlato de la tensión entre igualdad y libertad (entre Estado de Derecho liberal y Estado social) en el ámbito de la enseñanza es la tensión entre la dimensión de libertad y de prestación del derecho a la educación. La dimensión de libertad procura resguardar esferas de autonomía en las decisiones educativas, mientras que la dimensión de prestación tiene por fin asegurar a todos el derecho a la educación. Frente a ello, la pregunta que cabe plantear es básicamente la misma que antes he formulado: ¿confía en algo imposible el ciudadano si espera del Estado libertad de enseñanza y derecho a la educación al mismo tiempo?

Al igual que el art. 1 de la Constitución consagra el Estado social y el Estado de Derecho en una misma cláusula, el artículo 27 establece la dimensión de libertad y de prestación en un mismo apartado. La Constitución se inclina, entonces, por una perspectiva armonizadora. Ahora bien, el éxito de tal propósito armonizador depende, según lo que he planteado, de la subsidiariedad. La primacía que ordena la subsidiariedad se concreta, en este ámbito, en el reconocimiento y respeto de las libertades educativas. En general, como sostiene Eberhard Schmidt-Assmann, «la subsidiariedad se encuentra suficientemente garantizada mediante la protección constitucional, en sede de derechos fundamentales, de la esfera de actuación del individuo y la salvaguarda de la esfera competencia de instituciones no públicas». En la lógica de lo expuesto anteriormente, puede decirse que, al consagrar las libertades educativas, la Constitución establece una auténtica distribución de competencias y, por tanto, ofrece una respuesta a la pregunta de quién es responsable y de qué en el ámbito de la enseñanza. Por lo que aquí importa, con dicha respuesta el constituyente determinó que la competencia para definir el tipo de educación que conviene a los menores corresponde, en términos generales, a la sociedad (no al Estado). Concretamente, ello atañe, por un lado, a los padres, en cuanto que tienen derecho a escoger el centro docente para sus hijos y determinar la educación moral y religiosa en que éstos han de formarse; por otro, a los centros docentes de iniciativa social, en la medida en que tienen derecho a establecer un ideario educativo y organizarse autónomamente.

Lo recién dicho no niega, desde luego, que el Estado se encuentre habilitado para intervenir en el campo de la enseñanza. Es más, la Constitución exige dicha intervención, para lo cual otorga a los poderes públicos diversos instrumentos de planificación, prestación y promoción. Tal intervención se hace particularmente necesaria en nuestros tiempos, debido a la reducción del espacio vital de dominio al que antes me he referido. Así, por ejemplo, es muy difícil en la actualidad que los padres puedan educar a sus hijos sin el apoyo de las escuelas, las cuales, a su vez, tienen grandes dificultades para poder subsistir sin la ayuda económica del Estado. El punto que merece subrayarse es que dicha intervención estatal no ha de usurpar las esferas de responsabilidades que la Constitución ha definido en favor de padres y centros docentes, sino que ha de procurar que éstos puedan, real y efectivamente, cumplir con dichas responsabilidades.

b) Breve esbozo del panorama constitucional actual y los riesgos para las libertades educativas

A partir de lo dicho, no resulta exagerado señalar que la distribución de competencias educativas hecha por el constituyente responde a la lógica del principio de subsidiariedad. El Estado es el garante final del derecho a la educación, pero eso no lo habilita a usurpar las competencias decisorias que han sido atribuidas a actores no estatales (padres y centros docentes). En la actualidad, sin embargo, tal esquema se encuentra seriamente comprometido, lo cual explica que diversos sectores de la doctrina se hayan referido a una verdadera ruptura del celebrado consenso alcanzado en los debates constituyentes.

Tal vez lo más preocupante hoy en día sea el hecho de que el Tribunal Constitucional, con la excusa de garantizar la libertad de configuración del legislador, haya legitimado la alteración del orden de prelación que la subsidiariedad procura resguardar. Y, aunque dicha tendencia jurisprudencial puede apreciarse desde el año 2010, los últimos pronunciamientos del máximo intérprete de la Constitución, con ocasión del enjuiciamiento de la constitucionalidad de la LOMLOE, parecen situar a los padres, centros docentes y poderes públicos en una misma posición jurídica, permitiendo que éstos últimos se inmiscuyan, incluso, en asuntos relativos a la definición de modelos pedagógicos o de la educación en valores. Urge hoy, particularmente, no perder de vista los riesgos que se corren cuando se transgrede la primacía que la subsidiariedad ordena y la Constitución protege. Para evidenciar dichos riesgos, podemos acudir a dos autores que analizaron con especial atención los efectos de la expansión del poder estatal sobre la vida social.

De un lado, Alexis de Tocqueville advirtió el riesgo que supone para la democracia lo que denominó, con gran acierto, «despotismo suave». Tal despotismo se caracteriza por absorber la libertad en la igualdad, socavando la primacía que la subsidiariedad demanda. Un ejemplo inequívoco de despotismo suave es el hecho de que la ayuda económica que los poderes públicos han de brindar a los centros docentes por mandato de la Constitución comporte una suerte de publificación de las escuelas beneficiadas, al utilizarse dicha ayuda como herramienta para la uniformidad ideológica o pedagógica según las opciones de las mayorías políticas. Es en este punto donde se revela con particular nitidez la importancia de la subsidiariedad, pues la ayuda estatal que ésta demanda no supone una pérdida de autonomía de la iniciativa social. Como también decía Tocqueville, en realidad, no hay correlación entre ayuda y obediencia; la ayuda estatal no debe implicar la expansión del principio de estatalidad. Subsidiar es habilitar a los titulares de las libertades educativas, no condicionar el ejercicio que de ellas hacen a la adopción de ciertas determinaciones fijadas desde arriba, lo cual, a la postre, significa tratar a los padres como súbditos y a los centros docentes como satélites del Estado.  

De otro lado, Ernst Forsthoff fue también consciente del peligro que implica confundir las tareas sociales del Estado con su poder de dominación. De hecho, aunque fue uno de los teóricos que realizó mayores contribuciones al propósito de concretar, en el plano del Derecho administrativo, la idea de la procura existencial, defendió —aunque sin mencionarlo— el principio de subsidiariedad. En esta línea, denunció el riesgo de convertir las funciones sociales del Estado en instrumentos de dominación. Es más, señaló que, en el momento en que eso ocurriera, el Estado social devendría Estado total.  Y, en el ámbito educativo, Estado total significa un Estado que absorbe la dimensión de libertad en la dimensión de prestación, es decir, que no sólo garantiza educación para todos, sino que define su contenido centralizando todos los ámbitos de decisión en una sola fuente de poder. Pues bien, que el Estado social no degenere en Estado total y conserve, de este modo, su fisonomía de Estado de Derecho, es precisamente el rol de la subsidiariedad. En conclusión, conviene no perder de vista la relevancia que tal principio posee para la convivencia política y la vigencia del Estado social y democrático de Derecho.


Este trabajo sintetiza algunas de las ideas que su autor desarrolla en una exhaustiva investigación en curso, en estado muy avanzado, sobre los derechos educativos de los padres en el Estado social y democrático de Derecho consagrado por la Constitución española. Formó parte de la Jornada Internacional Dimensiones de la Subsidiariedad, celebrada en el Parlamento de Navarra el 24 de noviembre de 2023. El programa de dicha sesión se puede consultar aquí.

Profesor de Derecho Constitucional en la Universidad Finis terrae (Chile).