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Chantal Delsol. Catedrática Emérita de Filosofía Política en la Universidad de París. Presidenta Emérita de la Academia de Ciencias Morales y Políticas de Francia.


El principio de subsidiariedad no se denominó como tal hasta el siglo XIX, pero existe como realidad desde los orígenes de las sociedades europeas. Aristóteles ya se refería a él cuando hablaba del entrelazamiento de las sociedades intermedias. En nuestra historia, el mayor teórico de la subsidiariedad fue Althusius en el siglo XVII, que conceptualizó el federalismo germánico. Podría decirse que la Iglesia católica empezó a hablar de subsidiariedad cuando los Estados del bienestar consideraron oportuno arrogarse, por razones de justicia e igualdad, las iniciativas de los grupos intermedios.

El principio de subsidiariedad no es un método técnico que pueda utilizarse como herramienta en cualquier sociedad. Se basa en una filosofía y, más concretamente, en una antropología específica, en una visión del hombre que depende de una creencia. En otras palabras, es cultural, no técnico. Ninguna cultura está obligada a suponer que el hombre es capaz, ni a pensar que la sociedad le debe lo que esencialmente necesita. Aplicar el principio de subsidiariedad supone aceptar varios presupuestos culturales, que me propongo describir.

La afirmación de la libertad personal

El principio de subsidiariedad se basa en una antropología singular (específicamente europea): el ser humano (hombre y mujer indistintamente) es sagrado y digno como tal, porque es amado por Dios; esta dignidad conlleva la conciencia personal y la libertad de contribuir al propio desarrollo; y esta libertad presupone la responsabilidad personal. Sentado esto, la sociabilidad y la incapacidad del individuo para satisfacer todas sus necesidades (materiales, culturales y espirituales) dan lugar a la creación de organismos intermedios.

Chanta Delsol: El estado subsidiario. Instituto de estudios de la sociedad, 2021

El hombre es juzgado como capaz, y únicamente sus actos enriquecen su existencia. Así, por ejemplo, los cantones suizos organizan su propia vida cultural, la cual no se confía al Estado federal. O también: cada familia elige la escuela de sus hijos. La capacidad se entiende como la aptitud para dirigir el propio destino y, por tanto, para conocer las condiciones de su propio bien. Esto supone descartar inmediatamente las teorías del gobernante omnicompetente, el que conoce el bien de sus súbditos mejor que ellos mismos, el déspota ilustrado —presente desde Platón— o el gobierno tecnocrático moderno. El hombre es adulto, razón por la que el gobernante no necesita convertirse, como lo describían los chinos, en «el padre y la madre del pueblo». Pero la capacidad, como cualquier aptitud, debe mantenerse o se atrofiará. Sólo puede mantenerse mediante la acción. La acción es la única forma de que los individuos desarrollen su potencial, lleguen a ser lo que son y, más aún, dejen su huella en el mundo. Privar a un individuo de la acción que podría realizar es disminuirlo. Instalado en la dependencia de tanto recibir, el heredero permanece empequeñecido. Una sociedad que proporciona demasiada asistencia deja a sus ciudadanos desprovistos. Cuando la asistencia está justificada, uno de sus objetivos es restablecer la autonomía de la persona a la que ayuda. Puede decirse que el individuo tiene derecho a su acción.

En una continuación coherente de la filosofía de la libertad personal, el hombre es visto aquí como el actor de su propia vida. Él es el autor, el actor y el creador, y no se le deben quitar sus iniciativas (fue en Occidente donde la educación basada en la iniciación, característica de todas las civilizaciones, fue sustituida por la educación basada en la iniciativa). En una democracia, es en principio la «personalidad creadora del ciudadano» (Juan Pablo II, Sollicitudo Rei Socialis, 15) la que nutre y mejora la sociedad. El Estado sólo acude en su auxilio y la complementa.

Sin embargo, los individuos y los grupos intermedios no se bastan a sí mismos, al menos en lo que respecta a las necesidades humanas que se consideran, según el lugar y la época, fundamentales. Además, las circunstancias particulares e históricas hacen que, dependiendo del momento y del lugar, los individuos sean más o menos capaces de procurarse por sí mismos lo que necesitan. En tiempos de guerra, por ejemplo, un cantón suizo puede no ser capaz de llevar a cabo una tarea cultural esencial, y el gobierno federal puede hacerse cargo. Es posible que ninguna escuela quiera instalarse en una determinada región, y que sea el Estado el que cree allí una escuela. Esta es la segunda parte del principio, que parece contraria a la primera pero que, en realidad, resulta complementaria: el hombre no es sólo una persona autónoma y responsable de sí misma, sino también un miembro de sus comunidades y de la sociedad en general. Y la sociedad civil no puede permitir que se prive a nadie de lo que se considera esencial para su desarrollo. Así pues, en términos generales, los problemas que plantea la aplicación del principio de subsidiariedad son los siguientes: ¿Dónde está el nivel de insuficiencia, y quién decide sobre ello? Y ¿qué es esencial, y quién decide sobre ello? O, si se prefiere: ¿dónde está el nivel del bien común? (En Alemania, en el periodo de entreguerras, hubo un debate sobre el tema: ¿debe considerarse que el deporte es esencial para el desarrollo de los jóvenes alemanes? Si es así, el Estado federal debe ayudar a los Länders cuando no puedan financiar el deporte). Esta cuestión de la determinación del bien común es esencial para comprender por qué, realmente, hoy no se aplica la subsidiariedad a escala europea, como veremos más adelante.

Los primeros textos pontificios sobre el tema de la subsidiariedad (Rerum Novarum, Quadragesimo Anno) advertían contra el peligro de que los Estados asumieran lo que podían hacer los organismos intermedios. Hoy, al mismo tiempo que el peso del Estado es más fuerte que nunca, la libertad personal pierde fuerza y se diluye.

Así, la instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la libertad de conciencia (Sobre la libertad cristiana y la liberación, 1986) subraya varios puntos que, en el momento actual, tienden a olvidarse:

1) En el Pentateuco, el hombre es creado como persona libre, y es esta tradición específica la que da origen a las políticas de libertad y a las sucesivas emancipaciones que se han producido en la historia de nuestro continente. El hecho de que éstas adopten a veces formas aberrantes no cambia en nada la herencia.

2) La libertad personal está directamente vinculada a la idea de verdad, porque sólo la verdad nos hace libres: la existencia de una verdad universal fuera de nosotros elimina el dominio de los poderes arbitrarios susceptibles de imponer el dogmatismo. La libertad consiste en no estar sometido más que a la universalidad de la verdad (que no está dada, sino que debemos buscar constantemente). En cambio, la época posmoderna, en la estela del totalitarismo, tiende a creer que la libertad consiste en inventar la verdad (o sea la realidad) según el capricho del individuo.

3) Al querer olvidar la responsabilidad, la libertad moderna ha dado lugar a los excesos de la tecnología y a un supuesto dominio absoluto sobre la naturaleza en todos los sentidos de la palabra. La libertad sólo puede abandonar el reino de la hybris reivindicando su responsabilidad. Esto niega su omnipotencia. Nuestros contemporáneos repiten como un mantra el lema de los revolucionarios franceses: «mi libertad acaba donde empieza la del otro», pero nosotros decimos más bien: «mi libertad acaba donde empieza mi responsabilidad».

La inviolabilidad de la conciencia personal merece ser enfatizada en este siglo de positivismo jurídico, que sigue operando solapadamente, incluso en las democracias, pues muchos ciudadanos tienden a creer que lo legal es moral, y a renunciar a ejercer su conciencia. De ahí los comentarios de Juan Pablo II al respecto (Gaudium et Spes, 14 y ss.).

Valorar la autonomía

En una sociedad basada en la subsidiariedad, las tareas del «bien común» o interés general son responsabilidad de los ciudadanos. Podría decirse que el principio de subsidiariedad desestatiza el bien común. En otras palabras, se niega a estatalizar la política: todo ciudadano, toda persona jurídica, puede convertirse en actor del interés general. Por tanto, el papel del Estado consiste en fomentar las iniciativas orientadas al interés general; apoyarlas financieramente; velar por que utilicen con prudencia los fondos públicos; y, por último, en caso de insuficiencia demostrada, sustituirlas, pero siempre temporalmente, haciendo todo lo posible para restablecer la autonomía perdida. Esto implica que, en todos los ámbitos de interés general (educación, sanidad, cultura, asistencia, etc.), las personas jurídicas (asociaciones, fundaciones, instituciones privadas, etc.) o los organismos públicos no estatales llevan a cabo misiones de interés general con la ayuda negativa (exención fiscal) o positiva (subvenciones) del Estado.

En la tradición centralista o del Estado del bienestar, apenas se reconoce la iniciativa privada en el interés general, porque se supone que los ciudadanos particulares sólo se ocupan de sus asuntos privados. Se considera que, si los individuos o grupos privados se implican como tales en los asuntos comunes, pervierten el sentido de lo común. Aquí, por tanto, el interés general se confía únicamente al organismo público, y se inviste de esta responsabilidad a funcionarios especialmente formados, que se entiende que deben dejar sus intereses privados en el guardarropa, mientras que el ciudadano permanece confinado a sus propios asuntos. Esto es el legismo o legalismo histórico, ya sea chino o francés.

El Estado de bienestar confía en el carácter técnico y objetivo de las decisiones —«que gobiernen los que saben»— y cree que las decisiones tecnocráticas están libres de contingencias, son neutrales y desinteresadas. Por el contrario, el principio de subsidiariedad se basa en la prudencia más que en la competencia. La lógica de la subsidiariedad consiste en aceptar la contingencia de las decisiones tomadas por personas reales. Esta lógica se inscribe en la tradición aristotélica de la política como «arte», mientras que el Estado del bienestar se ajusta más a la tradición platónica de la política como «ciencia». Si la sociedad de la subsidiariedad permite actuar a los grupos, es porque confía en ellos y acepta la contingencia de las decisiones humanas, demasiado humanas. Valora la virtud de la prudencia por encima de la competencia, que representa un riesgo, y pide que los gobiernos se eduquen en la virtud tanto como en la técnica. Vemos que aquí la autonomía de los actores es más valiosa que la perfección del acto: quizás el consejo del pueblo instale las farolas peor de lo que lo habría hecho el alto funcionario de París, pero al menos serán sus decisiones, debatidas en común.

Esto significa valorar la autonomía por encima del bienestar material (por ejemplo, en Suiza, un país donde se aplica bien el principio de subsidiariedad, un cantón prefiere vivir más pobre a recibir más del Estado federal). El supuesto aquí —que constituye una creencia antropológica, no una afirmación científica— es que un individuo crece más gracias a sus propias acciones que a las prestaciones que recibe. A diferencia del Estado del bienestar, aquí aceptamos el riesgo de una vida material más modesta para salvar nuestra autonomía.

Urge reafirmar, pues, que el nivel inferior vale más que el superior, así como las razones de esta jerarquía. Se trata de dar respuesta al totalitarismo y, al mismo tiempo, a los Estados del bienestar que, sin utilizar la opresión, participan de la misma negación de los grupos intermedios.

Fue Juan Pablo II quien insistió en este punto, subrayando el papel tanto más decisivo del principio de subsidiariedad en el cambio de siglo, en la medida en que las sociedades estaban más agotadas.

Hay que recordar que, en un país como Polonia, el dominio del Estado totalitario dio paso, tras la caída del Muro, a las tentaciones del liberalismo duro. Y es precisamente un equilibrio en el papel del Estado lo que reclamaba el Papa, en la tradición de los ordo-liberales alemanes de mediados del siglo XX. El primer actor nunca es el Estado, que se apresura a esterilizarlo todo y a convertir a los ciudadanos en perezosos y esclavos sirviéndoles todo lo que necesitan. El primer actor siempre viene de abajo: el ciudadano y sus comunidades. Ahora bien, eso no significa que el Estado no sea bienvenido. Tiene una función sustitutoria en caso de insuficiencia, y debe cumplir esa función haciendo todo lo posible para restablecer la autonomía de los actores legítimos. Así pues, no basta con que el Estado quiera hacer el bien a sus ciudadanos para que su intervención esté justificada. El «Estado de bienestar» o «Estado de asistencia» es objeto de críticas demoledoras (Centesimus Annus, 48 y ss.).

La defensa de los cuerpos intermedios autónomos incluye la valorización de la familia, que es el cuerpo intermedio natural y esencial. Cabe señalar que la familia fue socavada por el totalitarismo, y que también lo es por la posmodernidad. Se disuelve en el individualismo que va de la mano del materialismo. El pensamiento de la subsidiariedad da prioridad a los vínculos antes que al establecimiento de la igualdad por parte del Estado.

Visión de la igualdad

El principio de subsidiariedad implica una visión de la igualdad que se parece poco a la del providencialismo estatal. Podría decirse que algunos de los objetivos son los mismos en ambos lados, pero los medios para alcanzarlos son tan diferentes que la imagen social se transforma por completo. El Estado subsidiario, al igual que el Estado del bienestar, pretende proporcionar a todos los ciudadanos lo necesario para su bienestar. Pero el «bienestar» no se define de la misma manera aquí y allí.

En el Estado del Bienestar, el «bienestar» es puramente material, y todos los ciudadanos son «clientelizados», sin consideración de su capacidad o incapacidad para obtener por sí mismos los bienes y servicios que necesitan. Todo el mundo tiene derecho, por ejemplo, a una educación universitaria gratuita, necesite o no la asistencia económica. La redistribución se organiza de tal forma que se ignora la noción de deudor y acreedor: la asistencia social se distribuye a través de los impuestos y los funcionarios del Estado, que garantizan el anonimato.

En el Estado subsidiario, en cambio, la autonomía es parte integrante del bienestar: aquí, el Estado suple las carencias sólo en la medida en que se producen. Esto significa que acepta la visibilidad de la diferencia entre los que se proporcionan a sí mismos lo que necesitan (y que, con sus donaciones de dinero o tiempo, incrementan todavía más el capital común), y los que deben recibir porque no han sido capaces de proporcionarse a sí mismos lo necesario. La universidad sólo será gratuita para quienes la necesiten. Creemos que esta diferencia estimulará la autonomía y la responsabilidad de los que aún son ineficaces, porque creemos que el individuo puede desarrollar sus capacidades si la situación le anima a ello. No tememos traer aquí a colación la figura del acreedor (mecenazgo), porque creemos que la riqueza del mecenas no es una injusticia, sino un resultado de la autonomía desplegada.

La crítica al Estado del bienestar se centra en la solidaridad que desarrolla, reducida a una árida contabilidad, fruto del materialismo. En efecto, el Estado del bienestar redistribuye los bienes por medio del funcionario anónimo y del dinero; rechaza la donación de persona a persona, desechando la caridad en favor de la justicia. Teme la necesidad de reconocimiento, la necesidad de dar gracias, que se establece en el acto de caridad. La doctrina social de la Iglesia rechaza semejante justicia sin amor (Benedicto XVI, Caritas in veritate), que sólo busca la igualdad estricta y omnímoda, y reivindica, en cambio, la relación de persona a persona que establece el don. En este sentido, la doctrina social entiende la solidaridad menos como el restablecimiento de la igualdad material que como un aspecto de esa «solidaridad de los estremecidos» de la que habla Patocka en sus Ensayos heréticos: la redistribución social traduce intrínsecamente el encuentro de las preocupaciones humanas. Debemos recordar siempre que el verbo «compartir» puede ser sinónimo de trocear la materia en partes individuales que se separan (como se trocea un pastel); o puede significar poner en común (como se comparten las convicciones). Para nosotros, la justicia social no consiste tanto en partir una tarta como en poner en común las dificultades existenciales.

Confianza

Además de una antropología que valora la acción autónoma, nos encontramos ante una ética social específica que presupone la confianza en los individuos y los grupos intermedios para trabajar por el bien común. El Estado del bienestar se define por la desconfianza: se cree el único actor posible del bien común (sólo el funcionario del Estado sería competente y estaría desvinculado de su interés particular). El totalitarismo fue el aplastamiento de la sociedad civil por razones claramente ideológicas. El Estado de bienestar posmoderno descarta la sociedad civil por desconfianza en su capacidad para proporcionar bienestar material.

La creencia en la importancia de la autonomía personal y la confianza que inspira en las decisiones tomadas por los individuos y los grupos intermedios, conduce a una visión de la democracia como la plena participación de todos en la vida social. Es lo que Jean-Baptiste Vico llamaba «el crecimiento del hombre bajo la atenta mirada de Dios». Esto requiere el despliegue de responsabilidades cívicas y la participación de todos en las decisiones relativas al bien común. Estamos muy lejos de ello, en una época en que el conocimiento del bien común se entiende como un saber técnico, adquirido en las grandes escuelas.

La relación entre el bien y el derecho

La idea de subsidiariedad exige una reconsideración permanente del contenido de los derechos prestacionales. Aquí, la desconcentración de competencias y la devolución de ayudas deben hacer posible la coincidencia entre el maximum de autonomía posible y el maximum de bienestar material. Las personas y los grupos «insuficientes» no son siempre los mismos. Por tanto, es necesario poder renegociar los derechos (los suizos pueden poner en tela de juicio el estatuto de la función pública) a la luz de las nuevas exigencias y las nuevas posibilidades del momento actual.

Por otra parte, en un Estado del bienestar, los derechos sociales —prestaciones otorgadas en un momento de la historia para satisfacer necesidades o remediar injusticias— tienden a permanecer inalterados. Sus titulares se aferran a ellos aunque haya desaparecido su necesidad, y los derechos se superponen en capas sucesivas, dando lugar, en última instancia, a crueles desigualdades.

La idea de subsidiariedad define el derecho a partir del bien, mientras que el Estado del bienestar define el bien a partir del derecho.

Subsidiariedad y democracia

Existe una profunda diferencia entre subsidiariedad y democracia o, si se prefiere, entre una sociedad subsidiaria y una sociedad democrática. Aunque ambos conceptos derivan de principios cristianos, están tan alejados que muchas sociedades respetan uno, pero no el otro.

Naturalmente, no tienen el mismo status conceptual. La subsidiariedad es un principio organizativo, mientras que la democracia es un sistema político. Sin embargo, en la raíz de ambos se halla el respeto por la dignidad y la integridad de los individuos y los grupos sociales, una integridad que se expresa de diferentes maneras. La subsidiariedad y la democracia tienen su origen en Occidente, donde nació el respeto por el individuo (en Aristóteles la subsidiariedad, en Grecia la democracia antigua, y en los monasterios del siglo VI la democracia moderna). Sin embargo, los países no occidentales se ven a veces en la necesidad de aplicarlos, por razones pragmáticas (Singapur, por ejemplo), lo que nos lleva a pensar (¿esperar?) que puede haber algo universal en estos principios.

El principio de subsidiariedad se basa en la confianza en las propias capacidades y acciones de las personas, al nivel más pequeño. Afirma que «todos los adultos son adultos». ¿Tautología? No. En sociedades despóticas como China, la literatura política siempre ha dado por sentado que los adultos, cuando proceden del pueblo y no de la élite, son niños. Aquí, por el contrario, se mantiene la creencia de que el individuo más simple es capaz de un cierto grado de autonomía, aunque necesite la solidaridad y la ayuda de arriba para satisfacer sus demandas. Insisto en que se trata de una creencia: esta capacidad de autonomía no es un hecho racional ni una evidencia antropológica universal. Los asiáticos no creen en ella, y lo dicen. Nosotros creemos en ella. Y también creemos que la autonomía individual es cultivada y enriquecida (también puede ser destruida) por los regímenes políticos que la fomentan o la restringen.

La democracia es muy diferente. Presupone la tolerancia de las convicciones de cada cual. El origen de la democracia moderna está en la incertidumbre sobre la verdad (Claude Lefort insiste mucho en ello): no sabemos exactamente dónde está el bien común (si hay que hacer la guerra o esperar, si hay que acoger a los inmigrantes o no, etc.). La verdad sobre el bien común es fluida, por lo que surgirá de un debate entre convicciones divergentes. La democracia presupone la creencia en el sentido común universal, que es el sello distintivo de la toma de decisiones políticas: el individuo más simple es capaz de saber si hay que hacer la guerra o cooperar, si hay que gastar dinero en educación o en ecología, etcétera.

Así pues, por un lado, la subsidiariedad respeta la diversidad de acciones y la dignidad del individuo, que crece a través de sus propias acciones. Por otro lado, la democracia respeta la diversidad de opiniones y la dignidad del individuo más sencillo, que es tan capaz de pensar en el bien común como un erudito.

Así, vemos países que respetan la subsidiariedad pero no son democráticos: la antigua sociedad germánica descrita por Althusius, o la sociedad singapurense de Lee Kuan Yew. Y sociedades que son democráticas pero no respetan el principio de subsidiariedad: Francia, por ejemplo, ahora y siempre. En el primer caso, los ciudadanos actúan por sí mismos y son responsables de sus actos, pero no tienen voz en la definición del bien común (un habitante de la ciudad de Althusius no puede ser ateo). En el segundo caso, los ciudadanos eligen a sus gobernantes con programas para definir el bien común, pero tienen muy poco derecho a actuar por sí mismos, y su vida cotidiana permanece dentro de los límites de las burocracias.

Para concluir, unas palabras sobre una cuestión que nos concierne a todos: ¿cómo han desvirtuado las instituciones europeas el principio de subsidiariedad? En los años 90, Jacques Delors quería que Europa se basara en el principio de subsidiariedad. Pero en los años 90, los funcionarios europeos se apropiaron rápidamente del principio y lo convirtieron en un principio jacobino (he visto este fenómeno de primera mano). ¿Cómo lo hicieron?

Volvamos a los principios descritos anteriormente: para aplicar el principio de subsidiariedad, necesitamos saber qué nivel de bien común se requiere, porque la autoridad superior sólo puede intervenir si el bien común requerido es insuficiente (en la Alemania de los años 30: si el deporte es esencial para todo joven alemán, y si el deporte es insuficiente, el Estado federal debe intervenir en este ámbito). Si las autoridades europeas decretan que todos los Estados miembros deben tener el mismo nivel ecológico que Dinamarca, entonces Europa debe intervenir en los asuntos ecológicos de todos los Estados. La Europa política ha conseguido desvirtuar el principio de subsidiariedad mediante el aumento vertiginoso, en todos los sentidos, del nivel exigido al bien común. Tanto es así que, en 1998, en su discurso en la catedral de Estrasburgo, Jacques Delors describió Europa como «una construcción de aspecto tecnocrático, que progresa bajo la égida de una especie de despotismo suave e ilustrado».

Como vemos, nos queda mucho trabajo por hacer para devolver su puesto de honor al insigne valor de la autonomía.


Filósofa e historiadora de las ideas políticas, la profesora Chantal Delsol cuenta con una amplia y traducida bibliografía, entre cuyas obras se encuentra el libro: L’État subsidiaire (Presses Universitaires de France, 1992; Kareline, 2010, L’Harmattan, 2010; Cerf, 2015; trad. esp. El Estado subsidiario, IES, 2021). Con este texto, ella fue la encarga de abrir la Jornada Internacional Dimensiones de la Subsidiariedad, celebrada en la Universidad de Navarra el 24 de noviembre de 2023. El programa de dicha sesión se puede consultar aquí.


Foto de Lalesh Aldarwish en la galería de www.pexels.com

Filósofa e historiadora de las ideas políticas, es catedrática emérita de Filosofía Política en la Universidad de París y presidenta emérita de la Academia de Ciencias Morales y Políticas de Francia.