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Stephen Koch. Autor de trabajos muy diversos: novelas, libros de arte o sobre la historia cultural y política del siglo XX (nazismo, estalinismo), un ensayo sobre la obra de Andy Warhol o un manual para escritores. Ha enseñado en las universidades de Columbia y Princeton.


Avance

Stephen Koch analiza un episodio que ha caracterizado buena parte de la historia del siglo XX: la manipulación de los intelectuales por el comunismo. Concretamente, en la primera mitad del siglo, por el régimen estalinista, que contó con la extraordinaria ayuda de un personaje tan crucial como poco conocido del gran público: Willi Münzenberg, un comunista alemán, miembro fundador del Komintern, un genio de la propaganda con un talento especial para el trabajo secreto. Münzenberg, el santo patrono de los simpatizantes, puso en pie una red de propagandistas, ligada a los servicios secretos (propaganda y espionaje eran dos caras de la misma moneda) que, con el apoyo de destacados intelectuales, desarrolló campañas antifascistas que, en el fondo, favorecían la causa de la Unión Soviética de Stalin. El libro Koch analiza esas campañas, las trampas que escondían y el ambiguo papel jugado en ellas por los intelectuales occidentales, los inocentes del título. Campañas como la emprendida contra el nazismo recién llegado al poder, a propósito del incendio del Reichstag; o la más ambiciosa del antifascismo y los frentes populares. Incluso la penetración en el mundo de Hollywood. La trampa, además del apoyo implícito al estalinismo que conllevaban, estaba en que, mientras se desarrollaban, ocultaban, de una parte, el entendimiento oculto entre Hitler y Stalin, y de otra, el terror desatado por el segundo.

Stephen Koch: «El fin de la inocencia. Los intelectuales occidentales y la tentación de Stalin». Galaxia Gutenberg, 2024

La inocencia del título es una cuestión clave en esta historia, por su ambivalencia y complejidad. Los intelectuales que colaboraron con Münzenberg y, más allá –siendo conscientes o no- con Stalin, apoyaban una causa que creían justa; por eso eran inocentes en el buen sentido de la palabra. Pero fueron útiles al Gran Terror desatado por el dictador ruso (asunto también muy presente en el libro: las purgas, los juicios con confesiones amañadas); por eso fueron inocentes en tanto que incautos. El antifascismo era una causa justa en la que ellos creían sinceramente. Pero Willi Münzenberg la ahormó, se apoderó de su discurso y le dio una dirección interesada. «Los buenos deseos de una época estaban intervenidos», escribe el autor.

Stephen Koch se ocupa de esas cuestiones con gran minuciosidad, apoyado en una vasta bibliografía y numerosas entrevistas a supervivientes, exponiendo todo el asunto «con una precisión estrictamente supeditada a los hechos», pero sin renunciar a los recursos del narrador que también es. Se acerca, por ejemplo, a personajes como Otto Katz o Karl Rádek, al grupo de Bloomsbury o al grupo de espías de Cambridge (Kim Philby et al.). Esta historia de un fraude gigantesco termina (estamos hablando de Stalin) con la desaparición física de la mayoría de sus protagonistas, incluyendo al propio Münzenberg. Las campañas de este acabaron antes de la Segunda Guerra Mundial, pero la seducción de los intelectuales tardó mucho más en extinguirse.


Artículo

El estalinismo contó con la ayuda no solo de un soberbio sistema de relaciones públicas, sino de la ingenuidad, la credulidad y también, cabe afirmarlo, la mendacidad y la corrupción de los intelectuales occidentales, y sobre todo su disposición a ignorar lo que W. H. Auden denominó el crimen necesario». Esta frase del historiador británico Paul Johnson en su libro de 1983 Tiempos modernos contiene in nuce lo que Stephen Koch desarrolla de un modo más extenso y minucioso en El fin de la inocencia. El libro de Koch apareció originalmente en 1994, siendo traducido en España tres años después. En 2003, el autor hizo una nueva versión, que es la que se publica ahora en español, manteniendo curiosamente la misma portada (poco aclaratoria en cuanto al contenido) que la de 1997 en Tusquets. El subtítulo, sin embargo, sí ha cambiado. Si el de 1997 era Willi Münzenberg y la seducción de los intelectuales, más fiel al original, que hablaba, efectivamente, de seducción, el de ahora es Los intelectuales occidentales y la tentación de Stalin. Aunque Münzeberg ha desaparecido del subtítulo, sigue teniendo una presencia protagonista en el libro. Willi Münzenberg es un personaje que, para el gran público, ha emergido de las sombras en los últimos años, probablemente a raíz de la primera edición del libro que nos ocupa, como un desconocido que estuvo en todas partes y movió todos los hilos en los años treinta, lo que hacía más misteriosa y atractiva su figura. No era, sin embargo, un desconocido para los estudiosos. Ya aparece como alguien bien definido en el citado trabajo de Paul Johnson, y antes, en los primeros años cincuenta, está del mismo modo en las memorias de Arthur Koestler.

Lo novedoso del libro de Koch, cuyo propósito declarado consiste en examinar el papel del servicio secreto en la cultura, no reside, por tanto, ni en la presentación del personaje ni en su tesis central, expuesta ya antes, y de modo muy parecido a como lo hace Koch, por otros autores. Por ejemplo, Paul Johnson de nuevo: «La abrumadora mayoría de los intelectuales derivó hacia la izquierda. Entendían que el nazismo representaba un peligro mucho más grave… A sus ojos, la Unión Soviética era la única potencia importante totalmente dispuesta a oponerse al fascismo… De ahí que muchos estuviesen dispuestos no solo a defender sus virtudes aparentes, sino a justificar la evidente implacabilidad del régimen estalinista». «De todos modos, los intelectuales de Occidente sabían de la severidad soviética lo suficiente para adoptar una norma doble al defenderla». «El intento de los intelectuales occidentales de defender al estalinismo los comprometió en un proceso de autocorrupción, que les transfirió… parte de la descomposición moral inherente al propio totalitarismo». Hasta aquí, Johnson. Lo novedoso -y atractivo- de El fin de la inocencia está en la amplitud con que trata el asunto, la abundante documentación manejada y el estilo narrativo, o incluso -sin desdoro- novelesco. A este respecto, el propio autor explica su método paladinamente. Su libro, reconoce, «está lleno de especulación». «Para mí, un dato es un ente vivo casi hasta el punto de que despierta el impulso especulativo», escribe. Si para un profesor al uso, los datos cierran el debate, para él lo inauguran. Tras reconocerse más novelista que historiador profesional, afirma que escribió el libro llevado por la trama, aunque enseguida vio que la historia debía ser contada «con una precisión estrictamente supeditada a los hechos»; así como que él «debía tomar partido» para no ahogarse «tras la lóbrega máscara de la objetividad». Espera -dice- que se note esa toma de partido. Quien lo lea convendrá en que no debe preocuparse a ese respecto; este es un libro que, hace unas décadas, habría sido calificado de anticomunista.

En cuanto al estilo narrativo y la importancia de la trama, valga este botón de muestra: «Condesas simpatizantes eran despachadas allí [Alemania] con documentos cosidos en sus vestidos. Reposaban en clínicas dirigidas por médicos que también estaban en la clandestinidad, relacionados a su vez con mujeres de ajados abrigos, que eran los contactos con soeces pandilleros de las calles berlinesas, quienes a su vez pasaban el sobre a algún tipo impávido que se paseaba con su violín». Además de pasajes como la huida del propio Münzenberg de Alemania en 1933 o el hecho -que debemos dar por real- de que agentes suyos se introdujeran en la prisión nazi que guardaba a un dirigente del Komintern. O esta descripción creativa de una fotografía del personaje: «Observa la cámara con un furtivo destello letal. El rictus de sus labios puede volverse cruel fácilmente».

El ubicuo y oscuro Willi Münzenberg

Willi Münzenberg, en fin, fue un importante comunista alemán procedente de la clase obrera, miembro fundador del Komintern, con «un talento especial para el trabajo secreto», como enseguida vio Trotski, y al que Lenin fichó ya en 1921, encargándole diversas misiones, públicas o secretas. En ese trabajo se convirtió en «uno de los poderes invisibles de la Europa del siglo XX» y «uno de los genios fundadores de su oficio» de propagandista. «Los vericuetos de su carrera están vinculados con las operaciones más secretas de la política revolucionaria y con acontecimientos culturales de la mayor importancia en este siglo». Porque en la trayectoria de Münzenberg y en la política exterior estalinista propaganda y espionaje eran dos caras de la misma moneda; o mejor, el segundo era la fase superior de la primera, en tanto que los servicios secretos usaban a los intelectuales captados para la propaganda (los inocentes) como cantera para el espionaje. Más claramente: «Willi Münzenberg fue el primer gran maestro de dos clases bastante novedosas de espionaje…: la operación secreta de propaganda y el simpatizante secretamente manipulado. Su objetivo era crear en el Occidente biempensante y no comunista el prejuicio político predominante en la época: la creencia de que cualquier opinión que pudiera servir a la política exterior de la Unión Soviética provenía de los elementos más esenciales de la decencia humana».

Por aquí está el quid del asunto y del libro: la manipulación (la seducción, la tentación) de los llamados inocentes. El término -que, más crudamente, puede equivaler a tontos útiles- tiene la doble vertiente de ingenuidad y credulidad, por un lado, y bondad, en tanto que motivación hacia el bien, por otro. El problema estaba en que, «en manos suficientemente preparadas, su fe podía ser fácilmente utilizada aras de realidades profundamente siniestras». El método empleado por Münzenberg constaba de dos movimientos. El primero «era capturar -cooptar- la opinión liberal en beneficio del comunismo; el segundo, negar que hubiera existido manipulación alguna». O, en las palabras de su viuda: «Tú no apoyas a Stalin. No te declaras comunista. No proclamas tu amor al régimen. No pides a la gente que apoye a los soviéticos. Jamás… Tú te declaras un idealista independiente. No entiendes demasiado de política, pero piensas que los pobres lo tienen mal. Crees en las mentes abiertas. Te alarma y atemoriza lo que está sucediendo aquí, en tu propio país. Te asuste el racismo, la opresión de los trabajadores… Detestas el fascismo. Piensas que el sistema capitalista es corrupto».

Junto a ese método, Münzenberg inventó recursos de la propaganda como la marcha de protesta, el simulacro de juicio, el congreso politizado de escritores, los festivales artísticos, la carta pública de una celebridad, los comités ad hoc. «Producía comités como un ilusionista saca conejos de la chistera», dijo de él Arthur Koestler. Según Koch, el Tribunal Bertrand Russell para Crímenes de Guerra o gran parte del Movimiento por la Paz en Vietnam seguían los modelos de Münzenberg.

Uno de sus primeros grandes éxitos fue la campaña emprendida contra el régimen nazi a raíz del incendio del Reichstag, una «campaña antifascista como ninguna que se hubiera visto hasta entonces».  Como se sabe, los dirigentes nazis inculparon a los comunistas, y Münzenberg y su gente organizaron un contraproceso en Londres para volver el juicio en contra del nazismo. Aunque Koch, fiel a la tesis que vertebra el libro, sostiene que «todos estaban manipulados con suma delicadeza entre bambalinas… manipulados como títeres» y que en «el extravagante proceso de Londres… tuvieron lugar extrañas manipulaciones y conspiraciones», también admite que los dos libros que inspiró Münzenberg durante el proceso, pese a su deshonestidad, contenían «arengas antifascistas [que] eran esencialmente correctas» y presentaban pruebas fehacientes, seis meses después de la llegada de Hitler al poder, «de que los nazis estaban degradando y embruteciendo el corazón de la política alemana». 

Porque este es otro punto importante y ambiguo de todo el asunto. La causa a la que, en el fondo, servían los inocentes era siniestra. Pero las causas interpuestas como pantallas eran justas. Los inocentes –repitámoslo- lo eran por incautos, pero también por perseguir el bien. «El maestro de la manipulación y la negación, el santo patrono de los simpatizantes, contaba con la creciente indignación antifascista del mundo para construir a partir de ella». «La indignación era real», escribe Koch. Que aclara: «La ola internacional de sentimiento político que ahora llamamos antifascismo ni fue y ni pudo ser creada por Willi Münzenberg. La alarma ante el terror nazi crecía de forma natural en Occidente, de forma inevitable y enteramente por su cuenta. Pero en 1933, el antifascismo aún no era mucho más que un sentimiento incoherente de disgusto y ansiedad que todavía no era pánico. No estaba asentado; no había un liderazgo… El antifascismo natural creciente de Occidente necesitaba una dirección. Willi lo intuyó y tomó las riendas del asunto… Se apoderó de la instancia suprema de la propaganda. Definió el nuevo discurso… utilizó la vieja fórmula de la infiltración y la negación para poner esa pasión al servicio de Stalin». Fue una «fusión de grandes ideales y actos mezquinos», «una red idealista y sin embargo fundamentalmente mendaz». Las acciones encubiertas que narra el libro «surgieron de las ideas y de los ideales». El problema era que «los buenos deseos de una época estaban intervenidos». Y la manipulación llegaba al extremo de que, «a los verdaderamente importantes se les asignaban amigos íntimos, amantes e incluso cónyuges», caso de la princesa Maria Pavlova Koudachova, que fue entrenada y asignada a la vida de Romain Rolland.

París, Hollywood

Münzenberg, que ya había financiado a gran parte de la vanguardia de Weimar y había ejercido una hegemonía casi completa sobre el cine soviético («el enorme prestigio de Eisenstein en Occidente fue en gran parte obra de la maquinaria Münzenberg»), vivió en París la etapa más grandiosa dentro de su papel en la historia del comunismo. Allí organizó el Congreso Mundial en Defensa de la Cultura de 1935, «una representación intelectual cuidadosamente planificada y diseñada con el objeto de preparar a la élite cultural para el Frente Popular», que «supuso el evento culminante de la política cultural al estilo Münzenberg», el triunfo de sus métodos. Koch llama Frente Popular a la política antifascista de los frentes populares lanzada en aquel año por Dimitrov y el Komintern. Política que considera un enorme engaño político, un vasto fraude propagandístico en el que cayeron los inocentes de Occidente. No solo por buscar el pluralismo mientras en la Unión Soviética se exterminaba en masa cualquier cosa parecida a la diversidad política, sino por consistir en una cortina de humo para tapar, por un lado, el entendimiento entre Hitler y Stalin, y, por otro, el Gran Terror, que no empezó hasta que no estuvo bien establecido el Frente Popular.

Hollywood fue otro escenario en el que Münzenberg movió sus hilos. La estrategia allí consistía en buscar sitios lucrativos, publicidad para el Frente Popular, «utilizar la inmensa riqueza culpable de Hollywood como fuente de dinero para el aparato», no influir en el contenido de las películas. Con todo, «la Liga Antinazi de Hollywood fue un frente comunista clave».

Otros personajes, otros asuntos

El libro de Koch, como queda dicho, tiene el interés de contar con extremo detalle una historia ya conocida a grandes rasgos. Presenta, por ejemplo, a numerosos personajes alrededor del que puede considerarse protagonista Personajes como Karl Rádek, «el mecenas político veterano de Münzenberg y la eminencia gris del movimiento antifascista». Rádek, en el que había «algo cínico, despreciativo, destructor», fue el «principal asesor de Stalin en todo lo relacionado con la política alemana, la eminencia invisible para los grandes eventos que conducirían a la guerra… también fue el motor de lo que podría denominarse el estalinismo intelectual». «Era el intelectual ideal de Stalin», su hombre de confianza y colaborador más importante. O como Otto Katz, el maestro de la vida clandestina, mano derecha de Münzenberg y su espía a la vez. Muy relacionado con Bertolt Brecht, era como su rostro secreto, «un Bertolt Brecht de las sombras, la conexión con el aparato soviético de propaganda que sostuvo toda su carrera». «Se convertiría en un operativo clave de la penetración del aparato en Hollywood» y tomó auge cuando Münzenberg cayó en desgracia, caída que coincidió con la del Komintern y la toma del aparato de propaganda por parte de los servicios secretos. Entonces entraron en escena otros protagonistas, como Andrei Zhdánov, policía secreto del realismo socialista y responsable de imponer el Terror en el arte.

Y tanto como del asunto de la propaganda y la manipulación de los intelectuales, el libro trata de los horrores del estalinismo; como el trabajo esclavo, las purgas, las confesiones en los juicios. O el final de muchos protagonistas, engullidos por la maquinaria represiva de Stalin. El propio Münzenberg murió suicidado para evitar caer en sus garras, si es no que fue asesinado por orden suya. O casos como el de Gorki y su también misteriosa muerte.

También es interesante el retrato que hace de unos intelectuales, a los que se manipulaba apelando a su vanidad, su venalidad, su confianza traicionada, haciéndoles creer en lo que hacían, es decir, que su estalinismo formaba parte de su integridad, su inteligencia y su independencia. Y a los que se gratificaba -especialmente a los que fueron promesas frustradas- permitiéndoles estar en el reino del poder. «En un grado muy notable –escribe Koch-, las élites de las democracias de este siglo eligieron definir su gusto y su lenguaje por medio del lenguaje de la revolución… Y fue a través de esta atracción hacia la mitología de la revolución como el Frente Popular pudo vincular el espionaje con la cultura», algo muy patente en el llamado grupo de Bloomsbury. Luego, los espías de Cambridge (Philby, Blunt, Burgess, Maclean…) serían los herederos de ese grupo.


Foto de cabecera: Iósif Stalin en 1943. Foto: CC Wikimedia Commons elaborada en canva.com

Periodista cultural.