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“¿Me recomiendas entonces que yo no desee retener los recuerdos sino dejarlos caer?”. Pronuncia estas palabras, postrada en una cama de hospital, Ruth Klüger, prestigiosa académica especializada en literatura alemana afincada en Estados Unidos, que ha vuelto a Alemania como directora del Centro de Estudios  Californianos de la universidad de Gotinga. Estamos a finales de los 80, ha sufrido un accidente –alguien en bici la ha atropellado– y habla con una amiga en el idioma cruel y amoroso de la amistad. Anneliese, que ha venido de Manchester ante la gravedad del accidente, la llama rencorosa y le recomienda “aprender a perdonar, a perdonarte a ti y a los demás”. Y concluye: “entonces estarías mejor”.


Ruth Klüger: Seguir viviendo. Editorial Contraseña, 2020 (Traducción de Carmen Gauger)


Sabemos de estas conversaciones porque tiempo después Ruth Klüger comienza a escribir el libro que llevaba una vida esquivando. El libro de sus recuerdos de infancia en Viena, cuando la ola del nazismo estaba a punto de invadir y extenderse por media Europa, llevándose la vida de millones de personas. La obra que daría cuenta de su paso por tres campos de concentración y de su viaje de huida a Estados Unidos para Seguir viviendo, ese sería el título escogido: “Yo también quería que la vida continuase, no quería volver la cabeza para mirar la ciudad muerta y convertirme en estatua de piedra, como la mujer de Lot. Yo quería alejarme de los que habían tenido parecidas experiencias a las mías”.

La obra que da cuenta del paso  de Ruth Klüger  por tres campos de concentración y de su viaje de huida a Estados Unidos para Seguir viviendo, que ese sería el título escogido para sus memorias

Seguir viviendo narraría asimismo la frustración de ese empeño porque es posible poner tierra de por medio con los lugares que uno ha pisado, pero es inútil echársela a los recuerdos que uno se lleva de esos mismos lugares. “Más pronto o más tarde le pasan a uno la cuenta de cada plato, lo hayamos comido o dejado sin tocar. La comida de la infancia estaba encima de la mesa y se volvía cada vez más incomestible”.

Preguntas sin respuesta

Primero fueron los profesores los que desaparecieron, más tarde los alumnos. Los lugares de recreo les fueron vedados a quienes eran niños en la Viena de finales de los años 30 y finalmente no se podía salir de casa: “Esa Viena de la que no pude llegar a huir era una prisión, la primera, una prisión en la que se hablaba constantemente de huida, es decir, de emigrar”. Y dentro de casa la atmósfera era asfixiante también. Un espacio cerrado donde se hablaba entre dientes, donde los adultos mentían y mandaban a los niños callar y no hacer preguntas.

Ruth Klüger había nacido en 1931 en una familia judía y hacía muchas preguntas, entre ellas, que dónde estaba su padre. Y su padre, ginecólogo, había sido encarcelado tras practicar un aborto ilegal, había regresado, había huido y había sido finalmente detenido y asesinado. Las preguntas de aquella niña quedaban sin responder al tiempo que crecía su desconfianza.

Una visión particular

En 1942 fue ella misma la que, junto con su madre, fue deportada a Theresienstadt, un gueto en el noroeste de Checoslovaquia, al que siguieron Auschwitz-Birkenau y Christianstadt. Quien quiera relatos convencionales sobre la penosa existencia en los campos debe huir de este libro: Klüger se detiene en ellos, pero su objetivo no es el relato puntillista, sino sentar las bases de su posterior reflexión. “Cada pasado es personal –escribe al final del libro–, concierne solo al que tiene que arrastrarlo consigo”.

 “Yo también quería que la vida continuase –escribe-, no quería volver la cabeza para mirar la ciudad muerta y convertirme en estatua de piedra, como la mujer de Lot. Yo quería alejarme de los que habían tenido parecidas experiencias a las mías”

Tras la liberación, Klüger arrastró el pasado hasta Nueva York, donde se mudó junto con su madre en  1947. Allí comenzó una fructífera y exitosa carrera académica por diversas universidades: Cleveland, Kansas, Princeton, Virginia, California…  Mientras, el pasado seguía allí y volvía en forma de relatos de supervivientes, de libros publicados. Volvía también como proceso configuración de estereotipos macizos que no dejaban espacio ni los matices, ni siquiera a las palabras que podían abrir una grieta en las robustas conclusiones que cada uno parecía haber fabricado sobre “lo que pasó”.

Klüger lo experimentaba a menudo en las reuniones y en su libro lo personaliza en el discurso de alguien a quien llama Gisela, alguien a quien acusa de “dar a todo lo sucedido el lugar debido dentro del limitado conjunto de sus ideas”. Y saca sus propias y dolorosas conclusiones: “Yo pensaban en aquel entonces que, después de la guerra, tendría cosas interesantes o importantes que contar. Pero la gente no quería oírlo, o solo con una cierta pose (…)”.

Muy especialmente le ofendía la extendida opinión que afirmaba que en los campos “solo se fomentaba el más brutal egoísmo”, lo que dejaba intuir que  solo los más depravados habían sobrevivido. “Nada me parecía tan lleno de prejuicios, tan errado”. Klüger recuerda el verdadero sentimiento de comunidad que experimentó y aprendió en Theresienstadt a pesar del hambre, del desprecio –de los niños que hablaban checo a los que hablaban la lengua del enemigo– y del infierno del hacinamiento: “los diecinueve o veinte meses que pasé allí  hicieron de mí un ser social”.

“En los círculos de supervivientes  se ponía todo el orgullo en haber ‘padecido’, o ‘soportado’, más que los otros (…). (‘Dejadlo, por favor. Vamos a hablar de otra cosa. Yo quiero por fin empezar a vivir como se vive en la paz’)”

Uno de los momentos más bello de la narración es el recuerdo del momento en que una reclusa, ayudante de un SS que pasaba lista y hacía una revisión para cualquiera de sus macabros objetivos, se acercó para susurrarle al oído una recomendación que le salvó la vida: decir que tenía quince años. “Me vio en la cola, una niña condenada a muerte, vino a mí, me dio las palabras adecuadas, y me defendió y me pasó a la otra orilla”. Son ese otro tipo de cosas que también sucedían allí y que algunos preferían pasar por alto o no dar la suficiente importancia.

Pero a Klüger le habían salvado la vida cuando perfectamente podrían haberla empujado a la muerte de modo que insiste: “Eso lo he vivido yo, el acto puro. Escuchad y, os lo ruego, no le busquéis más peros al asunto, sino tomadlo como está aquí y retenedlo en la memoria”. Y lanza uno de sus reproches: “¿Por qué no preferís asombraros conmigo?” .

Ante su visión particular, sus detalles que hacen tambalear el edificio de lugares comunes sobre el que se iba a asentando la revisión del Holocausto, Klüger se calla o protesta: ¿por qué los demás sí tienen derecho a hablar de su guerra, mientras ella no? Años después, al recordar esas sesiones y reflexionar sobre ellas, Klüger escribirá en Seguir viviendo este texto esclarecedor:

“En los círculos de supervivientes, o bien se contaban a porfía los padecimientos y atrocidades sufridas, o bien se quería dejar atrás ‘todo aquello’ para concentrarse en el porvenir. O bien  se ponía todo el orgullo en haber ‘padecido’, o ‘soportado’, más que los otros (…). (‘Dejadlo, por favor. Vamos a hablar de otra cosa. Yo quiero por fin empezar a vivir como se vive en la paz’)”.

Un libro también sobre el presente

Buscando vivir en paz había emigrado, pero el bullir de los recuerdos seguía en su sitio, ajeno a la distancia física, y creciendo. Klüger regresó a Alemania venciendo el temblor que se apoderaba de ella cada vez que pisaba el suelo de ese país y que describe como “un leve mareo, unas náuseas apenas perceptibles, un incipiente dolor de cabeza”. Allí sufrió su atropello, la conmoción con la que se iniciaba este artículo: “(…) el choque, Alemania, un  instante como una lucha cuerpo a cuerpo, esta batalla la pierdo, metal, otra vez Alemania, qué hago yo aquí, para qué he vuelto”.

Quizá las respuestas haya que buscarlas en el libro que apareció en 1992: Seguir viviendo. No era otro libro más sobre el Holocausto. Aparte de la narración de su particular visión, Klüger añade su reflexión y su crítica sin esquivar temas controvertidos como la asimilación de Alemania de su pasado nazi o papel de la mujer en el judaísmo. Y siguiendo con el papel de las mujeres, el libro se abre al presente ofreciendo una innovadora perspectiva feminista en el relato de la historia, como cuando trata el tema de las violaciones de mujeres alemanas por parte de las tropas de Stalin. Escribe Klüger: “Violación como una usurpación de los derechos de propiedad masculina, en el sentido más o menos de ‘a Fulanito le han violado a la mujer’ (…). Y las mujeres, convertidas en objeto, callan (…). El lenguaje está de parte de los hombres, al poner el pudor de la víctima al servicio del violador”. Y concluye: “Las guerras pertenecen a  los hombres. Incluso como víctimas de la guerra les pertenecen a ellos”.

Seguir viviendo obtuvo numerosos premios y distinciones y una repercusión pública que no decae. En 2008 fue seleccionado como parte de la campaña «Eine Stadt ein Buch» (Un libro. Una ciudad) de Viena, que cada año desde  2002 distribuye gratuitamente en la ciudad 100.000 ejemplares de novelas significativas. En España existía la versión de Galaxia Gutenberg, de 1997, pero lo reeditó Contraseña el pasado otoño con traducción de Carmen Gauger y una magnífica ilustración de portada de Elisa Arguilé. El libro vio la luz pocos días antes de la última y definitiva huida de Ruth Klüger. Murió el  6 de octubre en su casa de California, a los 88 años de edad.

Periodista cultural y escritora