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Paul Cullen. Profesor universitario, doctor en Medicina y director del laboratorio MVZ Labor Münster Hafenweg GmbH (Münster, Alemania). Cullen es un internista especializado en enfermedades infecciosas y en química clínica.


Avance

El transhumanismo se puede definir como el intento más reciente de crear un «nuevo ser humano». Mientras que en el pasado, la sumisión a normas políticas y sociales predefinidas reeducaba a los humanos y en ese sentido de reeducación lo hacía «nuevo», el transhumanismo toca y transforma su propia corporalidad para conseguirlo. El hecho de que el cuerpo humano pueda enfermar y morir parece a los representantes de esta ideología un escándalo que hay que superar. Para evitarlo se han de emplear la ingeniería genética, los sensores corporales, la nanotecnología y otros medios. De esa manera se posibilita un control constante de las funciones corporales y una fusión cada vez mayor de humanos con las máquinas. Para el transhumanismo, lo que es deseable debería ser posible: incluso la abolición de los sexos o la manipulación genética aplicada a los descendientes. Hasta la superación de la especie humana mediante la transformación de la mente humana en un programa informático parece concebible para algunos transhumanistas. Al mismo tiempo, como explica Yuval Harari en su libro Homo Deus, el transhumanismo es una religión de datos, porque solo mediante una evaluación exhaustiva de los datos humanos recopilados a través de internet o en el cuerpo, se pueden desarrollar las tecnologías óptimas.

Sobre la fusión de la mente humana con la máquina, afirma Paul Cullen en este artículo, no existe actualmente evidencia alguna de que eso vaya a ser posible, ni siquiera remotamente, porque «hay por principio poca correspondencia entre el modo de funcionamiento del sistema nervioso central y el de un ordenador binario». Quizá esta aseveración no sea aplicable en la misma medida a los ordenadores cuánticos, pero en lo que a ellos respecta es aún demasiado pronto para pronunciarse. Pero sobre todo, yendo más al fondo, subraya que «no contamos con un conocimiento profundo de qué es la conciencia, de cómo se genera, de dónde se encuentra. Lo mismo hay que decir de la memoria a largo plazo o de muchos aspectos de la personalidad». Además, «no es seguro si en la formación de la conciencia está implicado solo el cerebro, o bien el sistema nervioso central en su totalidad, o incluso el sistema nervioso entero».

El auténtico desafío del transhumanismo, afirma Cullen, está relacionado con su dimensión utópica. «Desde que Julian Huxley lo forjara, el transhumanismo tiene que ver más con un sistema de creencias que con la realidad empírica y científicamente demostrable. El transhumanismo es antes cientificismo que ciencia. Si algo nos ha enseñado el siglo XX, ha sido el peligro que encierran los sistemas de creencias utópicos». Y es que esos «artículos de fe» les resultan tan tentadores a sus adeptos que se muestran dispuestos a pagar cualquier precio por verlos realizados. Muchos observadores piensan que esos «artículos de fe» tan poco realistas se irán al traste por sí solos. Cuando una utopía se revela como inalcanzable —arguyen— la fe se apaga y sus adeptos se apartan de ella decepcionados.

Pero la historia, por desgracia, advierte Cullen, enseña exactamente lo contrario: cuanto menos factible es una visión de futuro, más energía se pone en su realización, hasta la completa autoextinción. Como escribió el biomédico alemán Stefan Rehder en 2017, «la peligrosidad de una idea no se mide por lo realizable que sea, sino por lo lejos que estén dispuestos a ir sus partidarios para hacerla realidad».

El verdadero peligro del transhumanismo reside, así pues, no en su utilización de la tecnología para restablecer o mejorar capacidades físicas o incluso mentales, sino en su errada promesa escatológica.


Artículo

El término «transhumanismo» fue acuñado por Julian Huxley —hermano del conocido escritor Aldous Huxley (1894-1963, autor de la novela Un mundo feliz) y él mismo biólogo evolucionista, partidario de la eugenesia y cofundador de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco)— en su libro publicado en 1957 New Bottles for New Wine. Ya el título del libro, que alude veladamente a la parábola del vino nuevo en odres viejos (Lucas 5, 37) delata su intención: el «vino nuevo», la nueva tecnología, ya está disponible y ahora ha llegado el momento de pedir los «odres nuevos», el hombre nuevo.

«La especie humana — escribe Huxley— puede, si quiere, ir más allá de sí misma (transcend itself). Puede hacerlo no solo de forma esporádica, y cada individuo a su propio modo, sino también en su totalidad como humanidad. Para esta nueva fe necesitamos un nombre nuevo. ‘Transhumanismo’ es quizá una buena elección. El hombre sigue siendo el hombre, pero va más allá de sí mismo haciendo realidad nuevas posibilidades de su naturaleza y para su naturaleza. ‘Creo en el transhumanismo’: tan pronto haya el suficiente número de personas que realmente puedan decir eso, la especie humana estará en el umbral de una nueva forma de existir, que será tan distinta de la nuestra como la nuestra lo es de la forma de existir del hombre de la Edad de Piedra (Peking man). La humanidad, por fin, podrá cumplir conscientemente su verdadero destino».

Gustav-Siewerth-Akademie (editor): «Erschaffen wir den Menschen neu?
Transhumanismus aus christlicher Perspektive»
(¿Creamos un hombre nuevo? Transhumanismo desde la perspectiva cristiana). Fe-Medienverlag, 2023

Así pues, el transhumanismo perseguía desde el principio el objetivo no solo de mejorar técnicamente las capacidades del hombre, sino de redefinir la naturaleza humana en sí. Cuarenta años después de la acuñación del término por Huxley, el sueco Niklas Boström fundó la World Transhumanist Association (desde 2004 Humanity+) en la Universidad de Oxford, con el pretendido objetivo de superar mediante la tecnología las limitaciones de fondo del hombre y a lo largo del tiempo ir mejorando nuestras capacidades, de tal modo que terminemos mereciendo la denominación de «seres poshumanos». Las cuatro nuevas tecnologías clave que se deben emplear para ello se recogen en las siglas GRIN (genetics, robotics, information technology, and nanotechnology): tecnología genética, robótica, inteligencia artificial y nanotecnología. 

El verdadero objetivo del transhumanismo va, sin embargo, mucho más allá del mejoramiento técnico. Sigue la estela de la visión de futuro de Huxley y ha sido descrito por pensadores como el estadounidense Ray Kurzweil (nacido en 1948) —antiguo director de tecnología de Google (ahora Alphabet Inc.)— y el ensayista e historiador israelí Yuval Noah Harari (nacido en 1976) en libros que llevan títulos como La era de las máquinas espirituales, La singularidad está cerca, Transcender y Homo Deus. Esos autores describen una visión de futuro en la que el hombre queda desligado por completo de sus limitaciones físicas, de manera que es posible «producir cuerpos y mentes» (Harari, en inglés: producing bodies and minds), o fundir por entero la mente humana con la máquina, a fin de que surja una especie totalmente nueva denominada extropianos.

Todo esto puede dejarle a uno un tanto desconcertado. ¿Cuánto hay ahí de realista y hacedero, y cuánto de exageración del departamento de marketing? Todo lo factible, ¿es también deseable? ¿Quién debe decidir sobre estas cuestiones?

En lo que sigue trataré de responder a estas preguntas y de proporcionar una orientación práctica para quienes se ocupen por primera vez de este tema.

Nuevas tecnologías

No cabe duda de que las tecnologías GRIN pronto transformarán a fondo nuestra vida. Baste un solo ejemplo: coches y camiones que se conducen solos. Todo el que se haya subido a un Tesla sabe qué avanzada está esa tecnología y qué cerca se halla de convertirse en estándar. Muchos piensan que estamos ahí ante una revolución en la movilidad privada de las personas, pero el verdadero cambio será el que se produzca en el transporte comercial de pasajeros y mercancías. En Estados Unidos alrededor del 6% de los puestos de trabajo tienen que ver con la conducción, y la mayor parte de ellos pronto desaparecerá. Pero eso es solo la punta del iceberg. La utilización de nanotecnología para conseguir materiales «inteligentes», la digitalización de todos los procesos, la omnipresencia de los robots en la vida diaria (un robot aspiradora cuesta hoy menos que contratar dos días de limpieza), la revolución genética en la agricultura y en la farmacia harán que el mundo cambie más en los diez próximos años que en los cincuenta últimos.

¿Cómo debemos reaccionar a ese cambio? Algunos, como Harari, han desarrollado una versión pesimista que habla de «gente inútil», si bien eso no es inevitable en modo alguno. Temores de ese tipo se vienen formulando periódicamente desde el comienzo de la Revolución Industrial, pero nunca se han hecho realidad. Al contrario: la evolución demográfica apunta en todo el mundo a que a la larga habremos de enfrentarnos más bien a la falta de mano de obra que a un sobrante de infraempleados. 

El cambio tecnológico es inevitable e inexorable. No es bueno ni malo, sino neutro. Las implicaciones morales no residen en la tecnología misma, sino en el modo en que se utilice. Eso es así también en lo que respecta a la tecnología que interactúa estrechamente con el cuerpo humano, incluido el sistema nervioso central. Pero es importante distinguir entre una tecnología que preste apoyo a una función corporal normal, la mejore o la sustituya, y otra que toque el núcleo esencial del hombre.

Un ejemplo del primer tipo de tecnologías son los implantes de cóclea, que pueden restaurar al menos parcialmente el sentido del oído de personas cuyo oído interno está gravemente dañado. Hoy en día existen aparatos capaces incluso de comunicarse directamente a través de una interfaz con la corteza auditiva del cerebro, de modo que pueden oír incluso personas a las que les falta de nacimiento el oído interno. Se dispone de interfaces similares con la retina, mediante las cuales algunas personas ciegas llegan realmente a ver. En el futuro podemos esperar grandes cambios en el campo de las prótesis y en el de las interfaces cerebro-máquina. La tecnología neuralink de Elon Musk tiene por objetivo «ayudar a pacientes con parálisis a que recuperen su independencia valiéndose de un ordenador y dispositivos portátiles. Queremos dar a las personas la capacidad de comunicarse más fácilmente mediante texto artificial o lenguaje artificial, de satisfacer su curiosidad en internet o de expresar su creatividad con aplicaciones de fotografía, arte o escritura».

Sin embargo, algunas tecnologías interactúan con el sistema nervioso central en un plano más profundo y abren así la posibilidad de manipular las ideas y los sentimientos. Un ejemplo de ello es la estimulación cerebral profunda mediante electrodos. Se emplea esa tecnología para tratar trastornos de la movilidad, como el mal de Parkinson o el temblor esencial, pero también para la terapia de trastornos de la conducta, como las neurosis obsesivas, y de trastornos no objetivables, como el dolor crónico o las cefaleas en racimo. Aunque con ello no se modifica la personalidad central del paciente, pueden llegar a producirse, sin embargo, cambios de su estado de ánimo o de sus sentimientos, según es posible hoy mediante la toma de sustancias psicotrópicas. Pero a diferencia de lo que sucede con las modificaciones químicas, es fácil establecer un control de esas tecnologías a distancia, con la consiguiente posibilidad de modificar el estado de ánimo y la conducta del paciente pulsando un lejano interruptor.

Debemos ocuparnos finalmente del tipo de tecnología a la que aspira Ray Kurzweil como meta, a saber, la fusión de la mente humana con la máquina. No existe actualmente evidencia alguna de que eso vaya a ser posible, ni siquiera remotamente posible. En primer lugar, hay por principio poca correspondencia entre el modo de funcionamiento del sistema nervioso central y el de un ordenador binario. Quizá esta aseveración no sea aplicable en la misma medida a los ordenadores cuánticos, pero en lo que a ellos respecta es aún demasiado pronto para pronunciarse. En segundo lugar, y yendo más al fondo: no contamos con un conocimiento profundo de qué es la conciencia, de cómo se genera, de dónde se encuentra. Lo mismo hay que decir de la memoria a largo plazo o de muchos aspectos de la personalidad. Además, no es seguro si en la formación de la consciencia está implicado solo el cerebro, o bien el sistema nervioso central en su totalidad, o incluso el sistema nervioso entero. Sabemos, por ejemplo, qué áreas de la corteza cerebral son responsables de la visión y de la audición, pero no tenemos noción alguna acerca de dónde y de qué modo se produce la experiencia subjetiva de esos fenómenos, la «sala de cine interior» de la vida, por así decir. Finalmente, la expresión misma «inteligencia artificial» (IA) es errónea. Sencillamente, no hay IA ni, con toda seguridad, las máquinas son «conscientes» de nada, según mostró convincentemente Hubert Lederer Dreyfus ya en 1979. El «aprendizaje automatizado» se acerca a eso un poco más, pero también en ese campo la palabra «aprendizaje» le viene grande a lo que ahí sucede, que quedaría mejor descrito como «optimización automatizada del algoritmo». Ahora bien, el mundo auténtico es mucho más que un conjunto de algoritmos. En la vida real tenemos que tomar decisiones en tiempo real en un entorno constantemente cambiante, con base en información que en la mayor parte de los casos es incompleta y confusa, y en ocasiones sencillamente falsa.

A ello se añade que para nosotros, como personas que somos, la formación de sentido es algo que sucede de modo enteramente predominante en interacción con otras personas, y ello no solo —y ni siquiera principalmente— en el plano cognitivo, sino sobre todo en el plano emocional y espiritual. Esas interacciones se pueden describir y entender solo fragmentariamente, y menos aún nos es dado reproducirlas mediante máquinas. La existencia humana y las interacciones humanas tienen lugar, además, en el mundo físico e implican forzosamente un componente físico. No «manejamos» nuestro cuerpo como un operador de grúa maneja su grúa. No hay nadie «allá arriba, en la cabeza» que accione las palancas, sino que somos nuestro cuerpo en el sentido de una total integración. Un ordenador que lee un texto en voz alta no «entiende» el texto más de lo que un libro «entiende» el texto escrito en sus páginas. Una persona que lee el texto lo entiende realmente, pero cada persona lo entiende de una manera distinta: cada una crea al leerlo su narrativa personal a partir de la interacción entre las palabras escritas y la personalidad y la experiencia vital únicas e irrepetibles del lector. Nada de eso es aplicable, ni remotamente, al modo en que funcionan los ordenadores.

Desafíos del transhumanismo 

Los desafíos del transhumanismo se pueden dividir en los que son de naturaleza operativa y los que se plantean en el terreno de los principios. Los desafíos operativos no son nada nuevo y surgen cuando para aumentar un determinado rendimiento se emplean medios que se consideran injustos o desleales. Un ejemplo clásico es el dopaje en el deporte. En el ámbito técnico cabría encontrar una correspondencia en la utilización de prótesis destinadas a mejorar el rendimiento, como las «cuchillas» de carbono que en opinión de algunos concedían una ventaja injusta al corredor sudafricano Oscar Pistorius, a quien le habían sido amputados los dos pies a causa de una malformación congénita. La solución de tales problemas se podrá encontrar sin grandes dificultades mediante procesos regulatorios ya existentes.

El auténtico desafío del transhumanismo está relacionado con su dimensión utópica. Desde que Julian Huxley lo forjara, el transhumanismo tiene que ver más con un sistema de creencias que con la realidad empírica y científicamente demostrable. El transhumanismo es antes cientificismo que ciencia. Si algo nos ha enseñado el siglo XX, ha sido el peligro que encierran los sistemas de creencias utópicos. Y es que esos artículos de fe les resultan tan tentadores a sus adeptos que estos se muestran dispuestos a pagar cualquier precio por verlos realizados. Muchos observadores piensan que esos artículos de fe tan poco realistas se irán al traste por sí solos. Cuando una utopía se revela como inalcanzable —arguyen— la fe se apaga y sus adeptos se apartan de ella decepcionados. Pero la historia, por desgracia, enseña exactamente lo contrario: cuanto menos factible es una visión de futuro, más energía se pone en su realización, hasta la completa autoextinción. Como escribió el biomédico alemán Stefan Rehder en 2017, «la peligrosidad de una idea no se mide por lo realizable que sea, sino por lo lejos que estén dispuestos a ir sus partidarios para hacerla realidad».

El verdadero peligro del transhumanismo reside, así pues, no en su utilización de la tecnología para restablecer o mejorar capacidades físicas o incluso mentales, sino en su errada promesa escatológica. «Cuando los hombres dejan de creer en Dios», dicen que comentó en cierta ocasión el pensador inglés Gilbert Keith Chesterton, «no es que ya no crean en nada, sino que están dispuestos a creer en cualquier cosa». Es difícil regular sistemas de creencias humanos, y es mucho lo que lleva a pensar que todo intento de hacerlo es inadmisible por principio. Pero cuando las implicaciones de un sistema de creencias actúan sobre el mundo real, hay ocasiones en las que no se puede dejar de regularlo, con razón de más en sociedades abiertas y pluralistas. Este es el verdadero desafío para las sociedades y los elementos rectores de las sociedades que hayan sucumbido al sueño transhumanista.


Este texto procede de Paul Cullen: «Transhumanismus, was ist das?», publicado en el libro Erschaffen wir den Menschen neu? Fe-Medienverlag, 2023, pp. 23-30. Reproducido aquí con licencia y autorización expresa del autor, Paul Cullen. Traducción del alemán al español de José Mardomingo.

Foto de cabecera: El artista Neil Harbisson con una antena implantada en su cráneo para extender su sentido del color más allá de la percepción humana. Foto: CC Wikimedia Commons elaborada en canva.com.

Profesor universitario, doctor en Medicina y director del laboratorio MVZ Labor Münster Hafenweg GmbH (Münster, Alemania). Cullen es un internista especializado en enfermedades infecciosas y en química clínica.