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Pedro Ugarte ha hecho un pacto con Bilbao. La ciudad le ha proporcionado la materia narrativa necesaria para consolidarse en el escogido grupo de novelistas españoles de Anagrama, la mayoría con más calidad que nombre. A cambio, reclama para sí el protagonismo absoluto de una reina gris, oscuramente atractiva.

Al aceptar este seductor trueque, Ugarte suma su nombre a una larga lista de autores fascinados por el fenómeno de la ciudad contemporánea. Especialmente desde Kafka, sobre todo en su magnífica América (ahora rebautizada como El desparecido), muchos ciudadanos han utilizado la novela para explicar su desconcierto ante ese extraño e imparable mecanismo, ese inmenso monstruo que se alimenta de la individualidad de sus habitantes. La ciudad los mastica, los digiere y escupe sus cuerpos vacíos hacia la marginalidad o la monotonía. Algo así como la ballena de Jonás, pero sin final feliz: por alguna razón los autores, como los personajes, son incapaces de encontrar un salida.

En Pactos secretos, Ugarte sigue los cánones de esta tradición para contar la historia de su monstruo, Bilbao, y echa mano del punto de vista de un perdedor en toda regla. Mario Nork es un hombre triste y apocado; sólidamente instalado en la treintena, arrastra una frustrada vocación literaria y multitud de pequeños trabajos temporales con los que malvive. La mediocridad de su vida arranca de una infancia infeliz; la novela viaja brevemente al pasado para mostrar cómo fue cincelando, junto a un padre hipocondríaco y una madre estrafalaria, su actual perfil de perdedor: «Intuía que la naturalidad, el desparpajo (esas ventajas prácticas que él apenas practicaba) eran una de esas claves decisivas para triunfar en la vida, una clave que se le había vedado…»

El desolado paisaje de su existencia está apenas poblado por su novia Regina, descendiente de una gran familia hundida en la decadencia, que ve pasar los días en una tienda de antigüedades absolutamente improductiva. La compasión, la necesidad y una ternura difícil de expresar dominan su relación. Mario quiere compartir con ella una improbable fuga hacia una vida mejor, pero la personalidad de Regina representa el aire fantasmal e inaccesible que la ciudad reserva a la aristocracia venida a menos: «Mario cogió sus manos. Estaban tan frías que inconscientemente comenzó a frotarlas. Pasó sin darse cuenta de la expresión de carifio a una mecánica fricción».

Pese a que «algunas negativas experiencias personales habían reafirmado a Mario Nork en la creencia de que no hay mejor noticia que la ausencia de noticias», la esperanza irrumpe con fuerza en la novela. El padre de Mario, recientemente fallecido, le ha dejado en herencia un porcentaje en la propiedad de un gran edificio. Mario y su Regina amasan en continuas conversaciones, de forma casi obsesiva, un sueño de ocho ceros: si consiguen venderlo por cien millones, la miseria habrá quedado atrás.

Pero la ciudad no regala tan fácilmente la felicidad. Mario Nork, acostumbrado a sobrevivir entre las tripas del monstruo, se siente incapaz de moverse en los círculos financieros, donde se resuelven los grandes negocios. Por eso deja el asunto en manos del abogado Ernesto Ezcurra, un compañero de colegio cuya mayor satisfacción consiste en contemplar, desde la altura de su céntrico despacho, la calle, «ese simbólico caudal de sangre adonde nunca querría regresar, como la arena de un circo poblado de artistas pobres y desesperados». Estudiante fracasado de Notarías, se resiste a formar parte de una ciudadanía de a pie a la que desprecia. Y lo consigue con voluntad, soberbia y astucia… y sin ningún escrúpulo.

Sobre la operación gravita una poderosa amenaza: Alvaro Lopategi, un viejo y cínico magnate, figura legendaria en la industria vasca, que posee el resto de la propiedad del edificio. Las negociaciones serán duras, y a Mario sólo le queda sufrir. Comparte la espera con Regina y con Renato Navarro, un antiguo amigo, play boy orgulloso de su absoluta zafiedad, que le adopta como una especie de mascota para sus trayectos por la cara más hedonista y vulgar de la ciudad.

Pedro Ugarte juega con los escasos pero significativos personajes cediéndoles el punto de vista, pero sin perder nunca la referencia central de Mario. Los presenta y define con una prosa fácil y cuidada, capaz de demorarse en momentos concretos, sin que caiga el ritmo de la acción, para desnudar sus ambiciones, secretos inconfesables y traumas; el resultado es un puñado de retratos sólidos, matizados con algo de ironía y mucho de ternura y compasión.

Todos giran alrededor de la lucha sobrehumana de Mario contra su destino. Una confrontación que el autor organiza sobre la cadencia fluida y despaciosa de lo inevitable: la ciudad permanece inmutable, inmensamente ajena a las pequeñas agonías de sus diminutos habitantes.

Periodista y crítico literario