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En la historia de una ciudad, los cincuenta años ininterrumpidos de unfestival cinematográfico tienen un peso extraordinario. La conmemoración de las bodas de oro de la Semana Internacional de Cine de Valladolid (SEMINCI) tuvo un comienzo anormal. El nombramiento de su director, Fernando Lara, para ocupar el puesto máximo de responsable del cine español y la dimisión de algunos miembros de su equipo, creó una situación de transitoriedad nada positiva. Algunos escritores y gente de la cultura (Miguel Delibes, Jiménez Lozano, Martín Garzo, Julio Valdeón, Ramón García… ) dirigieron una carta a los medios de comunicación sugiriendo la posibilidad de que gente de Valladolid colaborara en la cincuenta edición de la SEMINCI. La propuesta no fue bien recibida, acusada de un provincianismo que en absoluto propiciaba el texto de la misma. El presidente del patronato de la SEMINCI dio la callada por respuesta y tres meses después se nombró nuevo director a Juan Carlos Frugone, que durante nueve años formó parte del grupo de Lara, y más tarde aún a MaríaÁngeles Vázquez para sustituir a Victoria Fenández en las tareas administrativas y de organización. La excesiva premura no afectó, sin embargo, en principio a la programación que comentaremos con la debida amplitud.

Pero estos cincuenta años obligan a mirar atrás desde el presente, teniendo en cuenta las específicas circunstancias de cada época. En el libro escrito por César Combarros sobre la historia de la SEMINCI se estudia cada una de sus ediciones con gran minuciosidad, contando tanto con testimonios personales de quienes las llevaban a cabo como con una gran tareab de hemeroteca. En este artículo, y desde el conocimiento personal del festival desde su séptima edición, me limitaré a fijar los aspectos más significativos del mismo, por su relación inmediata con la realidad política, social, económica y cultural de cada momento histórico.

EVOLUCIÓN INSTITUCIONAL

Institucionalmente los veintidós primeros años estuvo —curiosa paradoja — adscrita a la Delegación del Ministerio de Información y Turismo. Antolín de Santiago, que ocupaba el cargo, supo jugar muy bien en el terreno resbaladizo en el que se movía la Semana entre, por una parte el ministerio, que quería abrir la mano en terrenos no esenciales, y por otra los profesionales y el público, que iban más allá. Son numerosas las anécdotas que se podrían recordar aquí a propósito de esta situación que, si en principio era absurda, funcionó milagrosamente bien tanto en la selección de filmes como en las conversaciones, en la presencia de invitados y en la progresiva sustitución semántica —desde Cine Religioso primero, de Valores Humanos después, y al final Semana Internacional a secas—. Todo un logro.

Después de Antolín, fue Carmelo Romero, entonces delegado del ministerio, un hombre de cine y teatro, quien ocupó el cargo durante dos años, hasta su nombramiento en Madrid como subdirector de Cinematografía. Le sustituyó entonces Rafael González Yáñez, periodista que continuó la trayectoria ascendente del certamen durante otros dos años, hasta que se comprobó la falta de viabilidad de la fórmula. La Delegación del ministerio no podía, ni debía —esta es mi opinión— ser la institución que mantuviera la SEMINCI. Después de una reunión en el salón de plenos del Ayuntamiento, el entonces alcalde de Valladolid, Manuel Vidal, asumió en nombre del municipio esa responsabilidad. Desde entonces es el Ayuntamiento el patrocinador esencial de la SEMINCI, por medio de un patronato creado al efecto, en el que están incorporados, además, la Junta de Castilla y León, la Diputación y el Ministerio de Cultura, entre otros

Esta es la historia oficial. La otra, la que subyace en el contexto de fondo, es apasionante. Cuando el municipio tomó la iniciativa de asumir los gastos para que no desapareciera el festival, José Luis Parra indicó que se nombrara un comité de dirección formado por los anteriores directores, Carmelo Romero y Rafael González, más Germán Losada (periodista), José María Muñoz (empresario), José Peña (crítico, radicado en Francia) y quien suscribe estas líneas. Fueron seis años difíciles, con épocas de tensión, hasta que Fernando Lara fue nombrado director y ejerció como tal hasta el pasado año. Como puede comprobarse los vaivenes organizativos no fueron muchos, aunque sí hay que apuntar las diferentes circunstancias económicas y políticas de cada momento. La llegada de Lara profesionalizó el cargo, dotándolo económicamente. En las anteriores etapas los responsables del festival sólo percibían los gastos de viaje a otros eventos. Eran épocas diferentes y con otros condicionamientos que los actuales.

La lucha contra la censura, en principio, contra la politización excesiva después. Jornadas de tensión extrema marcadas por la efervescencia de la llegada de la democracia. Serenidad al fin, cuando ésta se normalizó. A partir de ese momento, el cine tenía casi la única palabra. Amor al cine fue el eslogan definitorio de la Semana, un tanto genérico porque, si es verdad que hay muchas películas dignas de ese sentimiento, en muchas otras pasa exactamente lo contrario. La mirada retrospectiva nos deja una sensación difusa. Momentos difíciles, reuniones casi clandestinas en la cafetería de la estación, presencia de la policía y algún que otro tumulto. La apertura anunciada en los últimos tiempos del franquismo avivó los conflictos que, después, cuando llegó la democracia, tuvieron otro carácter. Recuerdo una estancia en Solothurne preparando un ciclo de cine suizo cuando nos llegaban noticias de los crímenes de Atocha y la situación explosiva del país, que originaron la oferta del director del certamen para quedarnos en la ciudad el tiempo que necesitáramos.

Finalmente, los coloquios, casi en pie de guerra, sobre el cine español (preparación del congreso que se celebró poco después); el cine marginal español; la crítica sobre determinadas películas que levantaban la polémica en términos cercanos a la violencia (Arrabal y El mal de Hamburgo, Titus Leber y Sinfonía fantástica, bastan como ejemplos). El festival tenía, en esas primeras oportunidades de hablar sin trabas, una encendida y saludable, aunque pudiera parecer en ocasiones exagerada, convulsión, que afectaba igualmente a quien entonces lo hacíamos. Después llegó la calma, la explosión mediática, el reconocimiento oficial, el aumento de los presupuestos, la profesionalidad económica. Con los veinte años de la gestión de Fernando Lara se entra en la normalidad, se aumenta el número de películas, se crea la sección «Punto de Encuentro» —una especie de festival bis—, se abre otra interesantísima al documental, «Tiempo de historia», amén de los ciclos, escuelas de cine, etc. Una inmensa cantidad de películas, imposible de abarcar y que permite escoger en el sentido inflacionista que hoy —creo que es un error— afecta a todos los festivales cinematográficos.

LA ÚLTIMA EDICIÓN

Sobria en actos, con la presencia de autoridades nacionales, autonómicas y ciudadanas, la cincuenta edición de la SEMINCI se presentó con el signo de la continuidad. En una mesa redonda intervinieron algunos de los responsables técnicos y políticos de las anteriores ediciones, como una especie de insuficiente reavivación de la memoria, también sostenida por una retrospectiva de filmes que tuvieron eco en el festival a lo largo de su historia. Como criterio se decidió que sólo figurara un director como representativo, con una sola de sus películas. Mi impresión personal de esta selección es que no ha sido muy positiva. El balance se inclina a presentar filmes y realizadores de la última época y algunas películas interesantes de la primera. Quedaron fuera realizadores tan importantes en la historia del festival como Rosellini, Pabst, Murnau, Max Ophüs, Satyajit Ray, Ernest Lubistch, Fasbinder, Manoel de Oliveira… Y en cambio se incluyen otros con filmes estimables y más recientes, pero que poco aportan. Se eludió toda referencia a un cine difícil pero apasionante como es el portugués, así como al de países exóticos: India, África en toda su variedad, y de Latinoamérica fue inexplicable la ausencia de Brasil, con presencia casi única de Argentina. Ha sido una oportunidad perdida para volver a ver películas hoy difíciles de encontrar, ni siquiera en las colecciones de DVD.

Si tuviera que elegir los filmes más significativos de los presentados, no sólo por sus cualidades intrínsecas, me inclinaría después de la necesaria nueva visión por Los 400 golpes, El proceso Barbarroja, Il posto, La Vía Láctea, El imperio de los sentidos, Sacrificio, Voces distantes, El muro, Fat City, Semilla de crisantemo, Providence, El proceso de Juana de Arco, Corredor sin retorno, La estrategia de la araña, Vania en la calle 42, A través de los olivos. Ello no significa que el resto desmerezca, algunos filmes son de similar o mayor calidad, pero más recientes o asequibles. De todas formas ante el gran número de obras, la subjetividad tiene, necesariamente, que denotarse. De los filmes españoles o sudamericanos destacamos Los viajes escolares, El bosque del lobo, La busca, Familia, Hola, ¿estás sola?, Tiempo de amor, por idénticas razones.

Esta polifónica muestra de lenguajes fílmicos demuestra algo esencial. Aun dentro de la exaltación de un humanismo global, el festival se ha caracterizado por la variedad de temas y de estéticas. Todo el cine está representado en estos cincuenta años. Desde el religioso —Bresson en lo alto— hasta el más complejo y difícil. El cine en su expresión plural, en lo clásico, en lo nuevo, en los autores de siempre, el festival ha tenido sus fidelidades: Loach, Bergman, Truffaut, Techine, Kiarostami, Egoyan, Kitano y tantos otros, y los que surgen en cada momento. Para el séptimo arte, la historia del festival, incluidos los hallazgos de la sección «Tiempo de historia», van mucho más allá de la mera exhibición de cada año.

En esa sección destacaron el famoso Soy Cuba de Mihail Kalatozov, fresco desde Rusia hacia el país del Caribe de 1964, que curiosamente no gustó a las autoridades soviéticas ni a las cubanas, por lo que después de una semana de exhibición fue hibernado hasta su triunfal reaparición de mano de Coppola. En El Mamut siberiano se nos cuentan, por medio de los protagonistas supervivientes y sus familias, las razones de esta censura política.

También, hablando de los nefastos procedimientos que atentan a la libertad del realizador cinematográfico, Carlos Bempar consigue en Cineastas en acción testimonios de grandes autores protestando por los procedimientos (por ejemplo, la versión coloreada) que socavan la integridad de las obras de arte —lo que desde luego tiene un origen histórico, el Juicio universal de Miguel Ángel, bastante lamentable—.

En la imposibilidad de referirnos a todos los filmes de la sección oficial y de la sección «Punto de encuentro», citaremos los más importantes, a nuestro juicio. Una nota común fue la escasa novedad de los lenguajes fílmicos. El 90% de los filmes aludía a códigos narrativos tradicionales, con mayor o menor fortuna según los casos. Un síntoma general del cine de hoy, en el que las excepciones a la norma son mínimas. Resulta paradójico que un arte que podría asumir todas las artes sea tan poco aficionado a asumir nuevos riesgos. La cuestión industrial pesa demasiado.

Así, aparte de la forma de mostrar los espacios deEl niño de los Herman Dardene, los planos fijos de Caché de Haveke y la petición de brechtismo de Manderlay de Lars von Trier. Lo mejor está en los clásicos. Brokeback Mountain de Ang Lee, La espada oculta de Yoji Yamaba (muy semejante a El último samurai), la simpática Water de Deepa Mahta y una cínica y curiosa propuesta de Harold Ramis, titulada Cosecha de hielo (un peculiarismo y sangriento día de Nochebuena). También tiene interés la pantalla dividida de Conversaciones con otra mujer, a pesar del repetitismo; y los valores parciales de una sección a concurso positiva.

El cine español contó con películas de gancho, unos entrañables Manolo Alexánder y China Zorrilla en Elsa y Fred, y buenas intenciones en Santiago Tabernero y Daniel Cebrián, éste con un estupendo final en Segundo asalto, pero sin haber madurado todavía. Ningún riesgo en la estética y propensión al sentimentalismo epidérmico, apuntaría como notas predominantes. Por su parte, Carlos Saura, en la línea de sus anteriores trabajos, hace un derroche de retórica fílmica con hermosas imágenes de la Iberia de Albéniz, con unas discutibles adaptaciones musicales y unas coreografías irregulares. El cine sudamericano juega al sexo, dos personajes en la cama con una fatigante sucesión de planos, al estilo Dogma (En la cama), o acude a la emotividad sentimental-política en Hermanas, visión desde el presente de los terribles años del golpe militar argentino.

Así ha pasado la Semana, los nueve días más exactamente, con una jornada de clausura bélico-musical (esta vez cantan dos divos como Rolando Villazón y Natalie Dessay), una Feliz Navidad que intenta repetir el éxito de Los niños del coro. Una edición normal, debido a las circunstancias señaladas, que tampoco se significó especialmente a nivel ciudadano en esas bodas de oro: una jornada gastronómica y un concierto de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León, con música de cine, no son actos suficientes para una conmemoración que debía haber sido sonada.

LO QUE ESTÁ POR VER

El futuro está a la vuelta de la esquina. Varios puntos importantes, el primero de los cuales es la formación de un equipo para ocuparse, por ejemplo, de un ciclo de cine nuevo, a partir del existente desde los criterios de siempre. Una renovación parcial se hace también necesaria, desde la independencia de los responsables del festival. El personalismo del presidente del patronato, el alcalde de Valladolid, ha sido excesivo. Conviene deslindar los campos político y técnico. De lo contrario, se rompería una de las claves del éxito de la SEMINCI. La responsabilidad del director y su equipo no sólo afecta a la selección de filmes, sino al dibujo completo de la Semana que, naturalmente, se haría conocer al patronato para su aprobación. Todavía quedan pendientes algunos temas que la LI Semana puede perfectamente abordar. Valladolid necesita al festival y el festival necesita a Valladolid, no sólo a sus instituciones, elegidas por el ciudadano, sino a ese público que ha apoyado, como siempre, la edición de este año. La simbiosis entre todos los implicados significa deslindar los campos de actuación e integrarlos armónicamente.

Es de justicia ratificar el gran apoyo del público: colas en todos los cines y aplausos generalizados (algunas pequeñas excepciones) después de las proyecciones. Las distribuidoras, premiadas con Espigas honoríficas, han cumplido con la Semana, enviando lo mejor de sus catálogos. Las programaciones habituales matizarán la impresión general de la SEMINCI. El cine y la gente que acude para apoyar sus filmes —directores, guionistas, actores— fueron los grandes vencedores, como en los cincuenta años de su existencia.

Periodista, crítico teatral y cinematográfico