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Mark Twain escribió una vez una historia titulada «Mi novia platónica», que estaba basada en los encuentros oníricos que había tenido con una mujer desconocida a lo largo de su vida. La época, el entorno y las circunstancias cambiaban, pero siempre sintió el mismo amor por esa persona que se aparecía en sus sueños. Una vez soñó que esa mujer tenía una muerte horrible, y el sueño lo afectó más que cualquier experiencia real. Este es el relato.


La primera vez que la vi, contaba yo 17 años y ella 15, y la vi… en un sueño. La cosa ocurrió impensadamente, como tiene que ocurrir en los sueños. Yo iba cruzando un puente en las afueras de un pueblo y ella marchaba cinco pasos delante de mí. Medio segundo antes ninguno de los dos nos encontrábamos allí. Detrás de nosotros quedaba el último caserío del pueblo, la herrería, y oí perfectamente el ritmo acompasado del martillo y el yunque, que evoca siempre tristeza y causa una dulce nostalgia imposible de describir. Enfrente de nosotros serpenteaba un camino vecinal solitario.

Todo lo recuerdo, y mejor aún a ella: cómo caminaba, cómo vestía. La alcancé y marché a su lado. La abracé y estreché contra mí; yo la quería mucho, y aunque no nos conocíamos, mi proceder me pareció irreprochable. Ella no manifestó disgusto, sino que me abrazó también y me miró con expresión afectuosa y de feliz bienvenida. Recibió el beso que le di como si fuera natural que se lo diese y que ella lo aceptase.

No era nuestro amor fraternal; era un sentimiento más íntimo. Tampoco era amor de enamorados, por faltar el amor pasional. Era algo intermedio entre ambos, pero más bello que uno y otro.

Caminábamos charlando como antiguos amigos. Ella me llamaba Jorge, lo cual no me extrañaba, aunque no era mi nombre, y yo la llamaba Alicia. Andando, llegamos a una cabaña y observamos al entrar que la mesa estaba puesta y la comida nos esperaba: un pavo asado, mazorcas de maíz cocido, habas, todo muy caliente. En una silla próxima al hogar dormía acurrucado un gato. No había allí un alma, todo era reposo y soledad. Alicia me indicó que aguardara mientras ella echaba un vistazo a la casa.

Cruzó una puerta, que se cerró seguidamente, y luego se oyó el ruido de un cerrojo. Después de esperar largo rato, abrí la puerta, salí y di con un cementerio extraño, ciudad de tumbas innumerables, que se extendían hasta perderse de vista, bajo los destellos de oro y rosa del sol poniente. Corrí entre los sepulcros llamando a Alicia, y de pronto cayó la noche sobre mí, y me vi perdido.

Con ello, desperté angustiado, lamentando la pérdida de mi hermoso sueño. Me desperté en mi cama en Filadelfia, y no tenía 17 años como en el sueño, sino 19, que era mi auténtica edad.

Diez años después volví a encontrarme con Alicia en otro sueño. Yo tenía de nuevo 17 años y ella seguía con sus 15. La escena de mi visión se desarrollaba esta vez en un bosque de magnolios bañado en luz crepuscular, a orillas del Mississippi. Los árboles lucían un níveo manto de flores, y por un claro del bosque se divisaba en lontananza el agua cabrilleante del río. Cavilando, sentado en la pradera, sentí de repente que alguien me echaba el brazo al cuello. Era Alicia. Ninguna impresión de sorpresa sentí, aunque ahora ella me llamaba Juan y yo la llamaba Elena, como si nos hubiéramos llamado siempre así.

Disfrutamos un rato feliz, deambulando por el bosque. Al llegar a la orilla de un arroyuelo, ella me suplicó:

—No debo mojarme los pies, querido. Pásame en brazos.

La cogí, le di mi sombrero para que me lo llevara, y después de cruzar el arroyo, seguí con ella en vilo toda la tarde, sin acusar cansancio. Después de andar muchos kilómetros, llegamos, ya de noche, a una casa. Aquella era su casa, y cuando entré con Elena en brazos, conocí a su familia y nos tratamos como antiguos amigos, aunque nunca nos habíamos visto. Luego las luces empezaron a apagarse, y pronto se extinguieron. Al instante, se iluminó la ventana con la luz de la luna, seguida de una ráfaga de viento frío, y me encontré patinando sobre un lago helado, solo y con los brazos vacíos.

La sacudida del pesar que sentí, me despertó. Estaba sentado ante mi escritorio en la redacción del periódico, en San Francisco. Comprobé por el reloj que no había estado dormido ni dos minutos. Más extraordinario era el hecho de ser mi edad a la sazón de 29 años.

En los dos años siguientes volví a ver a la novia de mis sueños, sólo en visiones rapidísimas que apenas dejaban huella en mi memoria.

En 1866 pasé unos cuatro meses en las islas Hawái, y en octubre del mismo año di mi primera conferencia. En enero del año siguiente volvió a visitarme mi novia platónica.

En este sueño me encontraba otra vez de pie, en el escenario del Teatro de la ópera, en San Francisco, dispuesto para una nueva conferencia. Pronuncié unas pocas palabras y me detuve, turbado de miedo, pues resultaba que no tenía tema para la conferencia ni asunto de qué tratar. Después de agitarme azorado por un momento que me pareció un siglo, logré hilvanar unas cuantas palabras, tratando en vano de dar con alguna ocurrencia. Sonaron unas cuantas risitas de chacota. En mi turbación, comencé a disculparme, tartamudeando. Tras una gran rechifla, gritos y burlas, el público se levantó y se dirigió en tropel a la puerta. A poco de haber salido todos, oí una voz familiar que me llamaba por mi nombre, y todas mis preocupaciones desaparecieron.

—¡Roberto! —exclamó la voz.
—¡Inés! —contesté yo.

A poco nos hallábamos de excursión por una florida hondonada denominada el Valle de Iao, en las islas Hawái, recogiendo encantadoras flores de jengibre. Hicimos un alto y nos sentamos a descansar, mientras nuestros ojos recorrían los profundos precipicios cubiertos de enredaderas sobre los cuales flotaban erráticas nubes blancas.

A Inés se le posó en el hombro una gaviota. Yo la cogí con mi mano. Enseguida empezaron a caérsele las plumas y pronto se transformó en un gatito. Este se fue metamorfoseando, empezando por reducirse a una bola de la cual brotaron unas patas largas y peludas, y a poco el nuevo animal era una tarántula. Yo quería quedarme con ella, pero de repente se convirtió en estrella de mar, y entonces la tiré.

Inés dijo que no valía la pena guardar o conservar nada, porque todo cambia. Le hablé de las rocas, y ella me replicó que una roca es como las demás cosas: no permanece invariable. Cogió una piedra y al punto se tornó en murciélago y salió volando. Estas curiosas transformaciones me parecían interesantes, pero no antinaturales.

La escena cambió mágicamente, y me hallé despierto, cruzando la calle Bond, de Nueva York, con un amigo. Habíamos estado charlando, sin que yo advirtiese haber interrumpido la conversación. Quince minutos después estaba en mi casa listo para acostarme, antes de lo cual dejé un apunte de mi sueño. Pronto me dormí y volví a soñar.

Estaba en Atenas, ciudad que yo no había visitado jamás. Sin embargo, reconocí el Partenón, al que habían hecho las reparaciones necesarias para dejarlo como nuevo. Pasé por sus proximidades y penetré en una suntuosa casa de arcilla roja. Era mediodía, pero no di con alma viviente. Las paredes eran de ónice pulimentado y bellamente teñido. Concentré la atención en los menores detalles hasta dejarlos grabados en mi memoria, donde aún permanecen, aunque el sueño ocurrió hace más de treinta años.

En la casa hallé una persona: Inés. Vestía el traje clásico heleno y ni sus ojos ni su pelo tenían el mismo color que lucía estando en Hawái. Hacía labor sentada en un canapé de marfil. Me senté a su lado y entablamos conversación.

Mientras hablábamos, fueron entrando varios personajes de aire majestuoso, discutiendo acaloradamente. Al pasar, nos saludaron corteses. Uno de ellos me pareció Sócrates, a quien identifiqué por la nariz.

Evocando aquella suntuosa mansión ateniense, su mobiliario y su decoración, supongo que en todos nosotros reside un artista que sueña como un verdadero maestro del buen gusto, del colorido, del orden y la armonía. Durante nuestras horas de vigilia, esto es, cuando el artista interior dirige nuestras acciones, no podemos pintar nada, por elemental que sea; no podemos formar en nuestro cerebro la imagen exacta de ningún monumento que hayamos visto, ni aun la fisonomía de persona conocida. Pero el artista que reside en nosotros toma la dirección cuando soñamos, y puede dibujar lo que sea, pintando siempre con los colores y sombras apropiados. Por mi parte, entonces, cuando despierto, logro, cerrando los ojos, reproducir las personas, el paisaje y los edificios.

En nuestros sueños —para mí es incuestionable— realizamos verdaderamente los viajes que creemos hacer, y vemos de veras las cosas que creemos ver. La gente, los caballos, los gatos y las ballenas soñados son seres reales, no quimeras.

Hace 44 años conocí a mi novia del mundo de los sueños, la que me ha visitado una vez cada dos años. La vi por un momento hace unas semanas. Tenía sus 15 años de siempre y yo mis 17, aunque vaya casi por los 63. Para mí sigue siendo una persona real a quien debo algunos de los momentos más placenteros de mi vida.

En los sueños todo es siempre más profundo e intenso, concreto y real que en las fluctuantes imitaciones que percibimos en nuestra vida ilusoria de vigilia, en la que vamos zarandeados, metidos en un yo prestado y superficial. Cuando muramos, quizá entremos en el mundo de los sueños, nacidos a nuestro verdadero yo, y fortalecidos por nuestro dominio del misterioso mago mental que en esta vida es nuestro visitante.