Tiempo de lectura: 3 min.

A Juan Pablo de Villanueva lo llamábamos sus amigos, desde la época de estudiantes, Jean-Paul, en francés. No se sabe por qué; al menos, yo no lo sé. Sí creo saber que ponerle ese nombre afrancesado en diminutivo (Jean-Paulet) se le ocurrió a Florentino Pérez Embid, que se dirigía hace casi medio siglo a su entonces jovencísimo amigo llamándolo Yampolé, con todo su acento andaluz. Esta variante más confianzuda hizo fortuna, pero la dejábamos sólo para usarla en los ámbitos más íntimos. Porque Juan Pablo, como ha señalado Antonio Fontán, irradiaba cierta solemnidad de persona mayor ya desde la adolescencia.

Se me acaba de morir mi amigo Yampolé. Ya sé que su alma está ahora con Dios esperando el momento de reunirse con su cuerpo resucitado y glorioso, porque yo pertenezco al sector de católicos que, según las encuestas, creen en la resurrección de la carne; pero no puedo evitar sentirme triste. Los humanos somos así de defectuosos (otro viejo amigo de Yampolé, Nicolás de Laurentis, diría «sois así de defectuosos»), y nos apegamos a los afectos visibles aunque sepamos que la verdad de las cosas trasciende lo que se puede ver y tocar.

Ocurre con las fotografías que contemplarlas resulta particularmente grato o bien inmediatamente después de haberlas hecho, o bien al cabo de mucho tiempo. Con las personas queridas que han muerto es parecido. Por eso, ahora que acabamos de enterrar su cuerpo me resulta de mucho consuelo recordar al amigo, no sólo en lo que tuvo de relevante para la vida pública, sino también, y acaso sobre todo, como ser humano con el que se han compartido tantas vivencias.

No sé cómo se las componía para inspirar a la vez autoridad y proximidad, pero lo cierto es que no sólo sus amigos, sino también sus subordinados, el recuerdo que conservan de Juan Pablo es el de un hombre que parecía estar en el ejercicio permanente de disimular su considerable calidez humana, como si manifestar sus afectos fuese alguna forma de impudor. Lo cierto, sin embargo, es que siempre era igual, incluso en los momentos de desinhibición propios de un rato con los amigos íntimos. Él era así. Era raro oírlo reírse a carcajadas, pero sonreía mucho, y se reía socarronamente con frecuencia. Tal vez una palabra que pudiera definir bien este rasgo de su carácter sería el equilibrio, pero no de equilibrista, sino de equilibrado. O sea, de todo lo contrario al fingimiento.

Mi amigo Yampolé era un hombre verdadero, fiable, enemigo de los extremos, con un hondísimo sentido de la amistad, y, como digo, mucho más afectuoso de lo que aparentaba. En cuanto se le trataba un poco, se percibía en él una instintiva tendencia al acercamiento que era casi imposible no devolverle.

En los meses de la crisis de Nuevo Diario, entre abril y noviembre de 1970, los que constituimos el grupo fundador de lo que se llamó más tarde Grupo Recoletos reconocimos en él desde el primer momento una primacía natural. No era un líder, en el sentido de que no tenía «carisma», que es esa capacidad de algunas personas de hacerse seguir por otras sin que se sepa por qué. Era más bien el aglutinante, el engrudo, como si dijéramos, que nos mantenía unidos. Nosotros (José María García-Hoz, Luis Infante, Juan Kindelán, Nicolás de Laurentis, Sucre Alcalá Rodríguez y yo mismo) éramos «el Equipo»; poco después se nos unió Ramiro Nieto. Y más tarde vinieron otros muchos más (Pilar Cambra, Eduardo Ferreira, Javier Olave, Jesús Martínez, José Jesús López, tantos y tantos) en una especie de círculos concéntricos alrededor de Juan Pablo. Si se me permite la frivolidad, de fuera a dentro la gradación era perceptible: don Juan Pablo, Juan Pablo, Jean-Paul, Yampolé.

Pero Yampolé era también muy, muy tozudo, y no se apeaba del burro fácilmente si estaba convencido de algo. La vida y los avatares de la aventura empresarial común se encargaron de poner de manifiesto las aristas inevitables entre personas dotadas de personalidad fuerte, que desembocaron en separaciones profesionales y en alguna ocasión pusieron en riesgo hasta los afectos personales. Pues bien, en este aspecto hondo de nuestras relaciones soy testigo de primera mano del dolor que experimentó más de una vez mi amigo Yampolé, de sus esfuerzos por restañar las heridas —compartido por los demás—, y de su felicidad tras la restauración de amistades profundas de tantos años.

He tenido, tengo y tendré muy pocos amigos como Yampolé. Egoístamente pido a Dios que todos me sobrevivan, porque este golpe ha sido, de verdad, muy duro para mí.