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Querida semilla: el editor de un periódico del sureste de los Estados Unidos -un gringo colorado con pelo blanco y cara de eso que en Perú llaman, exquisitamente, un «huevón a la vela»- me miró con desprecio el día que le dije que tu madre pensaba retirar a su hijo del colegio público en el que había pasado unos meses aprendiendo inglés. Poniéndose más colorado, me explicó que no se puede tener una noción de lo que es la vida si no se pasa por la escuela pública, joya del sistema americano. Pocos días después me enteré de que este cruzado de la escuela estatal había metido a su hija en la escuela privada más cara del condado (cerca de mil dólares mensuales), a cuya junta de directores, además, pertenecía.

No es el único caso. De Clinton a Tony Blair, los socialistas (y los «huevones a la vela») olvidan todas las grandezas morales de la escuela pública cuando de sus hijos se trata. Pero no se atreven a asumirlo públicamente porque la intromisión del Estado en la educación es una de las más poderosas instituciones de nuestro tiempo. La vocación educativa del Estado, es, como ocurre tanto en política, una idea equivocada: la de que existen «derechos económicos». El derecho es un concepto moral que tiene que ver con la relación de cada individuo con los demás. La moral nace en el individuo, y sus derechos, que son hijos de la moral, no son colectivos sino particulares. Y, antes de que bosteces, voy a la conclusión de que no hay sino un derecho: el derecho a la vida, o, mejor dicho, el derecho a la libertad, es decir, el derecho, que alguna vez será también tuyo, de disponer uno de su vida como crea conveniente. ¿Qué implica esto en tu relación con el resto de los bichos humanos? Sencillamente, que no puedes imponerles ninguna obligación para contigo que no sea el respeto a tu derecho a ser libre. Tu derecho es, por tanto, exclusivamente político. Extender la idea del derecho a la economía es anular la idea misma de derecho, pues implica forzar a alguien – y a que la sociedad, como Papá Noel, ese insigne redistribuidor, no existe- a sacrificar su libertad para favorecer a una tercera persona. Los derechos económicos, como el derecho a la educación, despojan a muchos individuos de su propiedad. El método mediante el cual nos han hecho creer que la educación privada es inmoral fue bautizado por una estupenda filósofa, Ayn Rand, con el nombre -agárrate bien- de «falacia de la abstracción congelada». Esto, que te sonará a chino, es muy fácil: significa la mentira de creer que la moral es común, que se puede elevar la ética del individuo, es decir, su derecho a la libertad, a una categoría colectiva, la sociedad. Es como si el pezón del que mamas no fuera el de tu madre sino el de toda la sociedad. No, la sociedad no tienen pezones, y tampoco tiene derechos. Los derechos, como los pezones, son de los individuos.

La cosa es complicada porque se invoca la protección del niño. Los liberales creemos que la protección es la única función que realmente tiene el Estado. Pero ocurre que el Estado, en vez de proteger al individuo de los atentados contra su libertad, lo quiere proteger contra la ignorancia. El derecho a ser libre se vuelve derecho a dejar de ser ignorante, obligación que tienen los demás de acabar con tu ignorancia. Y me temo mucho que los propios liberales han contribuido a este cacao político, pues se han llenado de dudas en el tema de la educación.

Adam Smith, por ejemplo, es uno de esos liberales. Pensaba que el «Estado deriva no poca ventaja de la instrucción» de los más pobres porque «mientras más instruidos, menos vulnerables serán a las falsas ilusiones del entusiasmo y la suposición, que entre las naciones ignorantes con frecuencia ocasionan los peores desastres». Más discutible es la afirmación de Smith de que la división del trabajo, con la consecuencia de que muchos trabajadores en las fábricas terminan haciendo labores repetitivas de escasísimo contenido creativo, puede significar una reducción de la fibra intelectual de la sociedad y de lo que llama «las virtudes sociales». Siendo el capitalismo un sistema cambiante, las labores propias del sistema también cambian. El gran escocés no tenía porque anticipar el apogeo de la economía de los servicios y la revolución informática de nuestros días, pero exageró cuando vio en la repetición mecánica de ciertas labores proletarias una amenaza a la sociedad, usando ese argumento para justificar la función educadora del Gobierno. Su propuesta global, vista a la luz de nuestro tiempo, es muy liberal: el Estado debe concentrar su esfuerzo en subvencionar solo la construcción de las escuelas. Jamás se le ocurrió, por supuesto, proponer que el Estado regale la educación, pues creía que el mercado es en sí mismo el mejor transmisor de la enseñanza para todos. Pero el principio que usó para justificar esta leve intervención no podemos aceptarlo sin aceptar, como consecuencia, mayor intervención.

Ninguno de los pensadores liberales clásicos pretendía que el estudiante dejara de pagar directamente por su educación, pero al atribuir a la educación una cualidad social y, en última instancia, moral, abrían las puertas a la intervención del Gobierno y por tanto al cobro de impuestos para financiarla. Esta tendencia ha sido acentuada en tiempos más recientes por pensadores como Milton Friedman, uno de los adalides del bono escolar. Para Friedman, una sociedad estable y democrática es imposible sin un grado mínimo de alfabetización y la aceptación general de ciertos valores comunes. El profesor norteamericano cree que sin la información necesaria no puede funcionar la democracia. De ahí su aceptación de que el Estado desempeñe un papel en la educación a través del subsidio directo a lo estudiantes en la forma de un bono escolar que puede ser utilizado como medio de pago en una escuela de su preferencia. Aunque, a la luz de la actualidad, esta propuesta es más bien liberal, parte de un principio discutible y peligroso, que puede servir para justificar peores formas de intervención (tampoco olvidemos que el bono escolar encierra la idea de que la libertad – la propiedad- de unos puede ser violada para proteger a otros de la ignorancia). El único valor común en una sociedad libre es el respeto de los valores individuales, materia que no forma parte del curriculum escolar o universitario. Lo que es cuestionable en la idea de estos liberales acerca de la educación no es que la crean trascendental, sino que crean que la intervención del Estado es una forma de honrar esa trascendencia. Es más: las aulas no son ni siquiera el principal vehículo educativo. Las lecciones más importantes de tu vida -desde que te rompas la crisma al caer de la cama hasta que tu pareja te ponga los cuernos- las aprenderás fuera de las aulas. Confieso, por ello, que éste es uno de los poquísimos temas en los que me siento más cerca de algunos anarquistas que de algunos liberales. Te contaré por qué.

La visión de la libertad como contrato

Estamos en Estados Unidos. A fines del siglo pasado. Hay una revista -Liberty- que es el aglutinante de un brillante movimiento de anarquistas, gente pacífica -no energúmenos como sus contemporáneos rusos o franceses- que defiende la libertad y polemiza intensamente en torno al tema de los derechos individuales del niño. El director de la revista, Benjamín Tucker, defiende una posición bastante cruda. Para él, los derechos – la libertad- son producto de contratos entre individuos, una transacción que confiere a las partes lo que él llama «equal liberty». Como para él tú no tienes conciencia ni capacidad de contratar tu libertad, no perteneces a la categoría de los propietarios, sino a la otra categoría que completa nuestra especie: la de los que son propiedad de alguien. Eres, por tanto, propiedad de tu madre, que te produjo con su trabajo (añado, por si acaso, que yo también cumplí con mi parte del trabajo). ¿Significa esto que tu madre tiene derecho a disponer de tí como su propiedad, es decir, a darte con la hebilla de la correa en el cráneo, estamparte un zapatazo en la nariz o venderte? Por momentos, cuando se mueve en el plano de los principios, Tucker parece llegar incluso a ese extremo. Cuando se le plantea una situación concreta su actitud es algo distinta: él establece una distinción entre el abuso y la negligencia, es decir, entre el derechazo al mentón -que no aceptaría- y la negativa a proveer para tí una educación u otra forma de cuidado -que sí aceptaría-. Para llegar a esta conclusión él introduce un matiz en tu estatus de propiedad de tu madre. Como algún día serás responsable, tendrás conciencia de tu derecho a entrar en el contrato de la libertad, y al hacerlo afectarás al resto de la sociedad; eres propiedad de tu madre solo temporalmente. Si te maltrata físicamente, te puede impedir llegar algún día a desarrollar tu libertad. Aquí se entra en lo que Tucker llama «una situación dudosa». La duda está en si tu madre, al impedir con brutalidad física tu derecho a ser libre, está también afectando a la libertad de terceros, de esos terceros en quienes tu libertad tendrá algún día un efecto. Tucker piensa que en situaciones dudosas siempre se debe dar el beneficio de la duda a la libertad, a menos que no hacerlo provoque «un desastre inmediato». El abuso físico puede producir un desastre inmediato, mientras que dejarte sin educación y otros cuidados, no. Por tanto, el Estado puede impedir el maltrato físico pero no puede intervenir en ningún otro caso, incluso si te mantienen en la ignorancia más absoluta.

A esto responden otros dos anarquistas en la misma revista con argumentos diferentes. A John Badcock le repele la idea de que seas propiedad de tu madre. Para él hay que tener en cuenta el factor de lo que llama la «simpatía», y que equivale a los sentimientos, al afecto. Además, piensa que a medida en que el niño atraviesa una de las etapas que conducen a la vida adulta, y por tanto, a la soberanía individual, solo es válido establecer fronteras entre las distintas etapas si las alternativas son menores, si lo que está en juego es permitir o no permitir al padre restricciones de menor cuantía a la libertad del niño, pero no lo es si la disyuntiva es la libertad o la esclavitud. Para Badcock, el niño no es propiedad de nadie porque semejante razonamiento llevaría a permitir su asesinato a manos de sus padres. Y es absurdo que se considere el crimen de un adulto una violación de la libertad y el crimen de un niño un libre ejercicio de la propiedad privada solo en razón de la diferencia de edades entre ambos. Badcock cree que hay que diferenciar entre la conciencia que tiene el niño del contrato de la libertad y la capacidad de establecerlo por su cuenta, porque si la libertad depende de tener el poder de establecer el contrato, muchos individuos adultos no podrían ser libres por ser menos poderosos o fuertes que otros.

Para William Lloyd, en cambio, el problema de Tucker está en su visión de la libertad como contrato. Para Lloyd, la libertad es un derecho natural, algo que fluye de una serie de conductas y relaciones de armonía que hacen a los hombres más felices, siendo la libertad la más preciosa de esas relaciones (por mi parte, me inquieta pensar que entre tus tiernas tripas y tu viscoso cordón umbilical se han enredado ya unos derechos). Para él hay dos tipos de individuos, los dependientes y los independientes. Los dependientes están, en una medida limitada, sujetos a la dirección que dé a sus vidas la persona de la cual dependen. ¿Cuál es ese límite? El límite es la libertad de los padres, es decir, la defensa propia. Solo si el niño va a convertir a los padres en sus esclavos pueden los padres limitar la libertad del niño. La conclusión de Lloyd es que, si habiendo forzado una situación de dependencia -que es lo que hacemos cuando te traemos al mundo- nos negamos a mantenerte mientras eres dependiente, la sociedad puede entrar a proteger tus derechos.

Por tanto, los tres creen que la sociedad debe proteger al niño solo en situaciones extremas. Mi posición es que Tucker se equivoca al creer que el niño es propiedad de los padres, pero tiene razón en que solo el abuso físico debe ser impedido por la sociedad (el llamaría negligencia al matarte de hambre, yo lo llamaría abuso y, por tanto, colocaría esa tortura entre las cosas prohibidas). Más allá del derecho a la vida no tienes, pues, ningún derecho, ni siquiera el derecho a la educación. Yo le niego al Estado que me obligue a rescatarte de los felinos arañazos de la ignorancia como me obligaría a preservarte de las respetables mandíbulas de un hipopótamo el día que te lleve al zoológico.

La justificación de la educación pública

Se suele hablar del efecto que tienen las decisiones de un individuo en el resto de la sociedad para justificar una limitación de las actividades de ese individuo. Los economistas sajones llaman a esto con una simpática metáfora el «neighbourhood effect», concepto que entenderás muy bien cuando haya que callarte porque tus alaridos molesten a la viejecita del vecindario, que amenaza con llevarnos a los tribunales por contaminación auditiva. El problema es que es imposible medir el efecto negativo en el vecindario salvo cuando entra en juego alguna forma de violencia física. Si tus alaridos molestan a doña Clotilde podemos argüir que, aunque dañan los sensibles oídos de la susodicha, también permiten a tus pulmones desarrollarse libremente. Y así sucesivamente. En educación, también se acogen al daño a terceros los defensores de la intromisión estatal, como si fuera posible medir en términos científicos el impacto social del hombre instruido.

El factor que más comúnmente se cita es el crimen. Se piensa que, sin educación, una sociedad se volvería algo así como devota del manual de sensibilidad conyugal de O. J. Simpson. Pero resulta que las ciudades más violentas del mundo son también las de los países más avanzados – y por tanto educados- de la tierra. Y aunque es verdad que en el mundo de la pobreza hay violencia, en lugares como América Latina la peor violencia la han ejercido los hombres instruidos, como lo atestiguan los universitarios de Sendero Luminoso en el Perú, o las dictaduras comunistas y militares dirigidas por gentes que tenían un grado de educación superior al de buena parte de sus víctimas.

Es una soberana tontería invocar el fantasma del crimen para justificar la educación pública. La curva de la violencia criminal no corre paralela a la de la ignorancia sino, en todo caso, a la de la educación estatal. Las estadísticas -que tanto gustan a los enemigos de la libertad- dicen que a más educación estatal, más crimen. Quizá sea solo en apariencia exagerado establecer una relación de causa y efecto entre el colegio público y el navajazo callejero. Se han cometido en Inglaterra muchos más crímenes en la segunda mitad de este siglo que en la primera, y la ley que estableció la obligación de asistir a la escuela pública «gratuita» para quien no pueda pagar la privada es de 1944 (lo de la gratuidad es, por supuesto, una broma de mal gusto en países donde el Estado se traga la mitad de la riqueza nacional a través de los impuestos, lo que impide a muchos padres optar por la escuela privada). El Estado de Bienestar desde los socialistas Beveridge y Bevin ha coincidido con el auge del crimen. Ya en 1970 el crimen había aumentado un 1000 %. Este argumento relacionado con la armonía social fue el más popular en la Inglaterra del siglo xix, en el que empezó la intromisión del poder en la educación. Pero resulta que el crimen fue mucho mayor en la sociedad británica de fines del xix, cuando el Estado llevaba varios años participando en la educación de la sociedad, que en la época en que la educación, incluyendo la parroquial, era privada.

Incluso si aceptáramos la idea de que la discutible «igualdad de oportunidades» supone que el Estado ejerza ciertas funciones para poner a los desfavorecidos en situación de competir, es una arbitrariedad decidir que la escuela pública constituye una de esas prioridades en las que debe concentrarse el gasto. ¿Por qué no en la comida, por ejemplo? ¿Por qué no en la ropa? ¿Cuál es el argumento por el cual se debe decretar la enseñanza universal y gratuita y no repartir calzoncillos y bragas entre la población, prendas que -me permito sugerir- no cumplen una función menos salubre para la preservación de la especie?

El Estado sostiene que los individuos son irresponsables si están librados a su propia suerte. Cree que en un mundo donde la enseñanza no sea obligatoria y deba ser pagada por ellos, los individuos dejarán a sus hijos sin educación. Pero resulta que antes de que el Estado metiera las narices en este dominio, la educación era una de esas muchas actividades de la sociedad civil, junto con el derecho consuetudinario y el comercio, que iban prosperando al margen del Estado a través de las asociaciones espontáneas o los esfuerzos individuales. Se calcula que hacia 1840, la inmensa mayoría -casi el 90%- de los niños que trabajaban en los talleres y fábricas de la Inglaterra de la Revolución Industrial eran perfectamente alfabetos. Los subsidios establecidos en 1833 eran ínfimos y en ningún caso los alumnos dejaban de pagar su cuota en los pocos colegios subvencionados. Cuando en 1870 se crearon por ley los primeros colegios públicos, el 93% de los adultos sabía leer y escribir, por más que la educación no fuera obligatoria (cosa que ocurriría solo a partir de 1880) y que el subsidio no implicara gratuidad (lo que ocurriría solo en 1918, bien entrado nuestro siglo). Incluso los colegios parroquiales subvencionados por la Iglesia, gran fuente de educación escolar en la Inglaterra del xix, implicaban un esfuerzo económico de los padres, pues la financiación salía directamente de las contribuciones de los vecinos a las parroquias.

El argumento estatal de la educación académica

La educación pública no solo parte de la idea de que el Estado es el mejor educador del hombre: también parte del principio de que la educación es una tarea colectiva. La educación pública ha perpetuado la falacia de que el colegio y la universidad, instituciones colectivas, son la única forma de educación. Se olvida que ningún colegio produjo los grandes inventos de la era moderna. La Revolución Industrial no nació en las escuelas y tampoco nació en ella la era de la información y los servicios. Los inventos que en la segunda mitad del siglo XIX dieron un vuelco decisivo al capitalismo en Inglaterra no salieron de la enseñanza escolar o universitaria, porque el conocimiento no ha ido -en la era moderna- a la par con el crecimiento de la educación sino con el crecimiento de la libertad. Lo que llevó a Galileo a construir el telescopio que le abriría a él y al mundo entero el misterio de los cielos no fueron las aulas, públicas o privadas, sino la noticia de que un fabricante de lentes holandés había logrado una visión más nítida de los objetos gracias a la combinación de dos lentes. Galileo no fue hechura de la academia: más bien demolió varios siglos de enseñanza equivocada en una academia oficial que fue la primera en denunciarle como hereje. Descartes y Kepler no tuvieron ninguna filiación universitaria. Sidney Gilchrist Thomas, que en 1875 mudó la química en industria al convertir el ácido fosfórico en acero, no debe su contribución monumental a la Revolución Industrial a una escuela, sino a sus meditaciones solitarias en el patio trasero de su modesta casa en un barrio marginal. Fue solo a partir de bien entrado el siglo xix que las universidades se convirtieron en centros de investigación. Y antes de esa época, las sociedades científicas importantes eran en su inmensa mayoría privadas y voluntarias. En nuestros días, el señor Bill Gates de Microsoft, verdadero chip humano de la revolución informática, no hizo una sola contribución importante al mundo de los ordenadores durante sus interminables horas sentado frente a la pantalla en la Universidad de Harvard, cuyos profesores podían tener muchos conocimientos de los que él carecía, pero no podían enseñarle nada de lo que a él, como individuo, realmente le interesaba, que era la fantasía cibernética (mientras ellos se guiaban por el libro ya escrito, él se guiaba por la ambición de escribir uno nuevo).

El argumento de que la educación tiene que ser la académica es, por tanto, tan poco válido como la idea de que tiene que ser facilitada por el Estado. Por lo demás, las materias que enseñan los colegios públicos -y, por inercia, buena parte de los privados- no tienen ninguna relación directa con aquellos valores que el Estado dice querer introducir en sus alumnos. En lugar de política, economía o derecho constitucional, se enseña inglés, matemáticas, geografía y física. Al hacer obligatoria la enseñanza, por tanto, el Estado no solo impone una decisión arbitraria: impone también una jerarquía de materias académicas que, para colmo de males, no lleva a crear mejores ni más prósperos ciudadanos. Queda así demostrado que el objetivo explícito de la intervención estatal es una forma hipócrita de ocultar el objetivo escondido de ejercer poder sobre la mente de los individuos, de quienes desconfía si están librados a su suerte. La Revolución Francesa expresó bien esta intención cuando en 1793, al clausurar la escuela privada, argumentó que esas asociaciones independientes no estaban «al servicio de la patria».

El Estado prestaría mejor contribución a la sociedad gastando sus esfuerzos en pulverizar toda aquella legislación inspirada en Robin Hood, ese precursor legendario del Welfare State que inevitablemente se colará en la imaginería de tu infancia, mi querida semilla, y cuyas fechorías redistribuidoras intentaré que te indignen antes de que te encandilen.

Un rápido vistazo histórico a la evolución del secuestro de la educación por parte del Estado demuestra hasta qué punto éste ha sido un proceso sibilino y casi vergonzante. Se dijo que se quería ayudar a los pobres. Sin embargo, el siglo xix cobraba unos impuestos a los pobres -especialmente a través de los alimentos y el tabaco- que de no haberse cobrado habrían producido seguramente un crecimiento monumental de la inversión privada en educación. Entre 1876 -cuando se establece en Inglaterra la obligación de que los padres se ocupen de que sus hijos aprendan a leer, escribir y sumar- y 1944 -año en que se decreta sinuosamente la obligación de asistir a la escuela pública-, hay una historia de creciente intervencionismo apoyado en argumentos que se van sucediendo en función de las necesidades del momento hasta desembocar en el control por parte del poder político, Edwin West ha explicado impecablemente cómo lo que hizo el Estado del siglo xix no fue tanto crear escuelas públicas como más bien «capturarlas», en lo que él califica como «una oferta de adquisición pública» por la cual el Estado se fue apoderando de la mayoría de los colegios privados.

En Estados Unidos, el porcentaje de la renta nacional que el Estado gasta en educación es hoy tres veces mayor del que gastan Japón, el Reino Unido y Suiza, y nadie puede asegurar seriamente que en las últimas décadas la prosperidad de cada norteamericano haya crecido tres veces más que la de cada japonés, británico o suizo. Es más: el resultado de los últimos treinta años de escuela pública en Estados Unidos ha sido que un cuarto de los estudiantes del último año escolar no saben sumar, restar o multiplicar. En una encuesta reciente, el 47% de ellos pensó que unas citas del Manifiesto Comunista de Marx estaban tomadas de la Constitución norteamericana (lo que puede volverse cierto si no se procede a la pronta abolición de la educación pública).

Las fórmulas contemporáneas para privatizar la educación pública son tan tímidas y defectuosas que no constituyen ningún esfuerzo real de privatización. El ejemplo del Reino Unido, donde desde los años ochenta el estado central viene arrebatando a los gobiernos locales el control y expandiendo la participación de los padres en la escuela pública, es un forcejeo entre poderes, más que una privatización. Sin atacar el asunto esencial de los impuestos no tiene ningún sentido privatizar o semi-privatizar la escuela pública. Imaginemos que mañana abolieran la escuela pública en países europeos donde el gobierno se lleva la mitad de la riqueza nacional sin que bajaran los impuestos: los ciudadanos seguirían siendo víctimas de una expropiación y muchos de ellos seguirían sin poder enviar a sus hijos a la escuela privada. Esto implicaría violar la ley, pues la escuela es obligatoria. La privatización sin reducción de impuestos enviaría a Europa a la cárcel.

Escritor y periodista. Corresponsal del diario ABC en Londres