La belleza y el encanto de Sevilla son de tal naturaleza que hasta serían capaces de superar, con mucho, los tópicos ideados para atraer turistas ingenuos, dispuestos a contemplar la fiesta, el ruido y el baile que, sin duda, forman parte del atractivo de la ciudad. Pero es algo más difícil interpretar el significado más profundo y menos superficial que late en el fondo de esas expresiones: el espíritu, el alma de un pueblo sabio que ha visto pasar siglos de historia, dolores, alegrías, lujos y miserias, sin perder el sentido de la trascendencia, ni la escala de los valores humanos.
Todo eso, que parece difícil, porque lo es, ha logrado resumir con singular acierto Antonio Burgos en sus recientes memorias de una dama señorial que, no obstante su edad, mantiene juvenil apariencia: la ciudad de Sevilla.
Nos habla el autor de una ciudad con alma, que esconde en sus calles estrechas y limpias el misterio de la vida. Personajes de vulgar apariencia, hombres y mujeres de barrio, zapateros, bordadoras, menestrales de antiguo cuño, cobran vida nueva y se mueven dentro de un mundo sencillo, de relaciones familiares y humanas que no ha logrado desbaratar el ruido de la gran ciudad.
Porque la Sevilla antigua continúa viva, fiel a sus tradiciones, mantenidas con singular celo por las cofradías que procesionan durante la Semana Santa, entre el fervor y emoción del pueblo. No es posible separar esas expresiones íntimas, de religiosidad sincera, a las que se refiere el autor, del carácter y sentido que forman parte de la mentalidad de los sevillanos. ¡Ojo! Cualquier intento laicista de erradicarlas, se vería en Sevilla condenado al fracaso.
En la pluma de Antonio Burgos, vemos surgir el sueño recogido de tantas plazas —Doña Elvira, la Magdalena, el Museo—, naranjos y fuentes que murmuran, árboles frondosos que llegan al cielo y dibujan en suelo luminosos juegos de luces y sombras. La prosa del autor se hace poesía, al reflejar matices de la realidad que no es posible describir de otro modo.
La visión de la ciudad abarca también la Sevilla de los patios de mosaicos y flores, de palacios y edificios nobles, del Alcázar amurallado, de la Torre del Oro, la catedral y su Giralda, de templos y espadañas, monumentos chicos y grandes que se ofrecen generosamente a la admiración del espectador.
Aunque la obra va dirigida al entendido, más que al viajero ocasional, ayudará a cualquiera que desee disfrutar de matices recónditos de la gracia sevillana. Aunque también ellos, si deciden leer las memorias de nuestra vieja señora, que es siempre joven, tendrán ocasión de volver a Sevilla en sosegada visita y descubrir por sí mismos los rincones que Antonio Burgos nos describe entre la nostalgia del recuerdo y la fiel reproducción de una realidad perceptible.