Tiempo de lectura: 14 min.

La mayoría de las personas asocia los cánones, los grandes libros, con la literatura y, si acaso, con la filosofía o, más raramente, con la historia. Nos han enseñado desde pequeños a reconocer como «grandes libros» a obras como pueden ser el Quijote de Cervantes, Hamlet de Shakespeare, la Divina Comedia de Dante, la Ilíada o la Odisea de Homero, En busca del tiempo perdido de Proust, La montaña mágica de Thomas Mann, Cien años de soledad de García Márquez, El espíritu de las leyes de Montesquieu, La riqueza de las naciones de Adam Smith, la Crítica de la razón pura de Kant o El capital de Marx.

Pero, ¿y la ciencia, esa actividad de los humanos responsable en última instancia de que vivamos como vivimos? No existe ya ninguna duda, y menos la habrá en el futuro, de que han sido la ciencia y la tecnología los grandes motores de la humanidad, por encima de códigos legales o morales, tratados filosóficos o similares. Y, ¿no puede presumir esta actividad, la ciencia, única en los humanos, de grandes libros, de obras inmortales que deberíamos conocer? Sí, claro que sí. En la ciencia también existe ese tipo de libros, grandes obras a las que también se suele hacer referencia, aunque mucho menos, en los textos generales de historia de la cultura, obras «cuya lectura es», como escribió René Descartes en su Discurso del método, «similar a una conversación mantenida con las gentes más honestas del pasado, que han sido sus autores y, a la vez, una conversación minuciosa en la que nos dan a conocer únicamente lo más selecto de sus pensamientos». De algunas, unas pocas, de esas obras, de las más grandes, les voy a hablar.

LOS ELEMENTOS DE EUCLIDES

El primer libro de mi canon científico es uno de matemática, un libro vinculado a uno de los grandes momentos en la historia de la humanidad: la civilización griega.

No hay, en mi opinión, momento superior en la historia del pensamiento griego que el de la composición de los Elementos de Euclides, la obra matemática por excelencia, en la que con la precisión, elegancia y saber del cirujano mejor dotado se compone un acabado edificio de proposiciones matemáti cas a partir de un grupo previamente establecido de definiciones y axiomas, que se combinan siguiendo las reglas de la lógica.

De su autor, Euclides (c. 365-275 a.C.) de Alejandría, sabemos muy poco. George Sarton, uno de los padres fundadores de la historia de la ciencia moderna, escribió de él lo siguiente: «Todos conocemos su nombre y su obra principal, los Elementos de geometría, pero sabemos muy poco sobre él. Lo poco que sabemos —y es muy poco— lo deducimos y fue publicado después de su muerte. Esta clase de ignorancia, sin embargo, no es excepcional sino frecuente. La humanidad recuerda a los déspotas y a los tiranos, a los políticos de éxito, a los hombres con fortunas (o a algunos al menos), pero olvida a sus grandes benefactores. ¿Qué sabemos sobre Homero, Tales, Pitágoras, Demócrito…? Más aún, ¿qué sabemos sobre los arquitectos de las catedrales antiguas o sobre Shakespeare? Los grandes hombres del pasado son desconocidos, incluso aunque hayamos recibido sus obras y disfrutado de sus abundantes bendiciones». Y para los propósitos de un canon como el que estoy presentando, no importa que sepamos poco o nada de él, puesto que así se resalta aquello que es realmente importante: su obra, los Elementos.

El contenido (geometría plana y de los cuerpos sólidos y teoría de los números) de los Elementos no ha perdido, más de dos milenos después, nada de su precisión, aunque sí sepamos ahora que algunos de sus axiomas no son exclusivos, que es posible construir otros sistemas matemáticos, otras geometrías, utilizando postulados diferentes. Generaciones de estudiantes han aprendido, hasta hace relativamente poco, matemáticas en versiones simplificadas de los Elementos, una obra en la que no solo se buscaban conocimientos matemáticos, sino también, acaso sobre todo, un modelo para el pensamiento lógico a emplear en todas las facetas de la vida.

Los Elementos es un libro al que deberían poder tener acceso las generaciones futuras. Nos muestra lo mejor, la esencia, de aquello que mejor y más distingue a nuestra especie de todas las demás: el pensamiento simbólico, la capacidad de elaborar sistemas abstractos que cobran vida dentro de sí mismos, en este caso mediante relaciones lógicas que producen a partir de axiomas —algo así como los «fundadores» de la ciudad-sistema— otros «ciudadanos», como son proposiciones o teoremas.

DOS CLÁSICOS DE 1953: COPÉRNICO Y VESALIO

Hay momentos en la vida de las personas que, sin haber sido previstos, incluso sin que cuando suceden aquellos que los contemplan directamente se den cuenta de su trascendencia, terminan desencadenando acontecimientos decisivos, condicionando sus futuros. Lo mismo sucede en ocasiones en la historia de la ciencia. Para esta uno de esos momentos fue 1543, el año en el que se publicaron dos libros que terminarían convirtiéndose en clásicos de la ciencia: De revolutionibus orbium coelestium, del canónigo polaco Nicolás Copérnico, y De humani corporis fabrica, del médico belga Andreas Vesalio.

A pesar de que ninguno de los dos logró superar completamente los límites que marcaban las disciplinas a las que se referían, se puede decir que sus libros fueron revolucionarios, o, cuando menos, que constituyeron los cimientos de futuros cambios revolucionarios, en la anatomía y la astronomía, respectivamente; que inspiraron una serie de actividades, ideas y desarrollos que conducirían en el plazo de un par de generaciones a la promulgación de conceptos y teorías ya muy distintas a las antiguas.

Basándose sobre todo en las observaciones de otros, en Sobre las revoluciones de los orbes celestes, Copérnico postuló en su libro que no es la Tierra la que ocupa el centro del universo sino el Sol. Rompía de esta forma una tradición de dos mil años. Aunque ahora nos parezca una tesis evidente, en su tiempo era difícil de defender. ¿Cómo explicar que no se notase en la Tierra que esta estaba en movimiento? Y tampoco las ventajas del sistema copernicana eran tantas, debido, en gran parte, a que Copérnico insistía en que las órbitas de los planetas eran circulares. Fueron sobre todo Kepler, que sustituyó las órbitas circulares por elipses, y Galileo quienes más hicieron en la dirección de desarrollar una astronomía y una «ciencia del movimiento» que diesen una verdadera originalidad y un sentido al sistema heliocéntrico.

El otro gran libro de 1543, La fábrica del cuerpo humano, o, es otro título utilizado en la traducción al español, La arquitectura del cuerpo humano, constituye un vibrante llamamiento en defensa de la práctica anatómica, de la disección, como base imprescindible para la comprensión de la estructura y funciones del cuerpo humano. Vibrante y artística, puesto que contiene una colección de láminas anatómicas de impresionante belleza y realismo. Es un libro sabio y bello.

A través de De humani corporis fabrica las generaciones futuras podrán comprender los peligros de la tradición, de suponer cierto lo que se ha aceptado durante siglos y siglos. Vesalio, en efecto, comprobó los errores de las enseñanzas de Galeno de Pérgamo (129-216). «Torpemente», escribía Vesalio en su libro, se ha seguido «la doctrina de Galeno en libros voluminosos, sin apartarse ni una coma de él […] Ahora nos consta, basándonos en el renacido arte de la disección, en la lectura atenta de los libros de Galeno y en muchos lugares de los mismos aceptablemente corregidos, que él en persona nunca diseccionó un cuerpo humano recién muerto. Sin embargo, sabemos que, engañado por sus monos (aunque se le presentaron cadáveres humanos secos y como preparados para examinar los huesos), frecuentemente criticaba sin razón a los médicos antiguos que se habían ejercitado en disecciones humanas».

GALILEO Y SU DIALOGO SOPRA I DUE  MASSIMI SISTEMA DEL MONDO

La siguiente entrada de mi canon tendría Galileo Galilei (1564-1642) como autor de un libro maravilloso que publicó en 1632: Dialogo sopra i due massimi sistemi delmondo Tolemaico, e Copernicano (Diálogo sobre los dosmáximos sistemas del mundo, ptolemaico y copernicano), en el que defendía a Copérnico y atacaba a Ptolomeo y a las ideas sobre el movimiento de Aristóteles. Se trata de una obra maestra de la literatura científica, escrita en lengua vernácula, el italiano, en una época en la que el latín era el idioma utilizado en este tipo de textos.

Pocos libros científicos pueden compararse con este. Pocos competir con él a la hora de encontrar un hueco en la historia del pensamiento y de la cultura. Los tres personajes creados por Galileo para protagonizar ese diálogo, Salviati, Sagredo y Simplicio, copernicano el primero, neutral el segundo y aristóte lico el último, han pasado a formar parte de la cultura universal, de la misma manera que lo han hecho otros inolvidables personajes de ficción, como pueden ser, por ejemplo, don Quijote y Sancho Panza. Lo mismo que ha pasado a la memoria colectiva el recuerdo de los problemas que Galileo tuvo con la Iglesia católica, las condenas que esta dictó en su contra —en contra de sus ideas y del libro en el que las presentó—, primero en 1616 y luego, mucho más firme, en 1633. «Eppur si muove»», «Y sin embargo se mueve», dicen que murmuró cuando se vio obligado, ante el Tribunal de la Inquisición reunido en Roma, a admitir que la Tierra no se movía, a abjurar de sus conviccio nes copernicanas. Aun suponiendo que fuese así, triste consuelo sería; lo único cierto es que fue humillado, la verdad científica escarnecida y Galileo confinado hasta su muerte en una villa que poseía.

EL DISCOURS DE LA MÉTHODE DE DESCARTES

No puede faltar tampoco en mi canon René Descartes (1596-1650), una de las grandes figuras del pensamiento de todos los tiempos. Aunque es estudiado fundamentalmente en los textos y cursos de filosofía, su nombre y contribuciones a las matemáticas, fisiología y física (dinámica, óptica, meteorología y astronomía) forman parte de la mejor historia de esas disciplinas. Fue un filósofo, sí, pero también un científico, y como tal debe ser recordado. Su Discours de la Méthode (1637) es estudiado en los cursos de filosofía, pero debería insistirse en que va acompañado de tres «Apéndices», La Géométrie, La Dioptriquey Les Méteores. En el primero de ellos, por cierto, presentó un instrumento absolutamente universal: la geometría analítica y las coordenadas que en su honor hoy denominamos «cartesianas».

El Discurso del método debe ser leído. Constituye, en primer lugar, un ejemplo excelso de ambición intelectual: aunque algunas —muchas, incluso— de las ideas de su autor no hayan podido superar el paso del tiempo, siempre sobrevivirá el ejemplo de su ambición por comprender el mundo que le rodeaba. Todo le interesaba, todo lo quería comprender, reduciéndolo, si era posible, a unos pocos principios.

EL GRANDE ENTRE LOS GRANDES: ISAAC NEWTON

Y ahora paso a un científico cuyo nombre aún hoy infunde, o debería infundir, la mayor de las admiraciones y el más profundo respeto. En su tiempo fue reconocido con todos los honores que su patria, Inglaterra, podía ofrecer: título de sir, Presidente de la Royal Society, director del Mint, la Casa de la Moneda inglesa, y cuando falleció un hogar entre los mejores de su patria, una tumba en la abadía de Westminster. Se llamaba Isaac Newton (1642-1727) y ha sido, en mi opinión, la mente más poderosa de la que tiene constancia la historia. Y escribió un libro sin el cual la historia de la humanidad habría sido otra: Philosophiae Naturalis Princi pia Mathematica (Principios matemáticos de la filosofía natural 1687), seguramente el tratado científico más influyente jamás escrito. En ese libro se introducían las tres leyes del movimiento que todos hemos estudiado en el colegio, la de la inercia, la que dice que masa es igual a fuerza por aceleración y la denominada de acción y reacción. Y además, en el Libro Tercero, el del «Sistema del Mundo», se explicaba, a través de la gravitación universal, cómo se mueven los cuerpos celestes.

Los Principia es un libro difícil, cuya lectura no está —ni hoy ni cuando fue publicado— al alcance de todos. Debemos saber de su existencia y contenidos, por supuesto, pero nos engañaríamos si pretendiésemos que sea leído por muchos (como alternativa, se puede leer un pequeño clásico: los Elementos de la filosofía de Newton, de Voltaire [1738]). Así sucede, ¿cómo negarlo?, con algunos de los grandes libros de la ciencia, pero afortunadamente no con todos. De hecho, el propio Newton escribió otro gran libro cuya lectura es mucho más asequible: la Óptica (1704). El que sea más accesible se debe, en buena medida, a que Newton no logró desarrollar una teoría de la luz tan precisa y completa como hizo con la dinámica y la gravitación, por ello este libro es rico no en deducciones matemáticas sino en descripciones de experimentos y argumentaciones. Asimismo, la Óptica es uno de los pocos lugares en el que Newton expresó por escrito ideas que no podía probar. Esto ocurre en las Observaciones que aparecen al final de la obra, y que todo lector debe consultar.

LAVOISIER, LA NUEVA QUÍMICA Y LA REVOLUCIÓN FRANCESA

La química es otra de las ciencias básicas, la que se ocupa especialmente de la composición de las sustancias que encontramos en la naturaleza y de cómo los elementos básicos se combinan entre sí. Aquellos que piensen que la química no es tan importante como la física o la matemática que reflexionen un momento: vivimos rodeados de química, en el aire que respiramos, en los alimentos que comemos, en las ropas u objetos que utilizamos, al igual que en los medicamentos a los que recurrimos.

Pues bien, si Newton logró la primera gran síntesis teórica en la física, el francés Antoine Laurent de Lavoisier (1743-1794) hizo lo propio con la química en un libro titulado Traité élémentaire de chimie (Tratado elemental de química). Hay un dato del Tratado elemental de química que quiero resaltar. Fue porque en ellos se publicaron las Revoluciones de los orbes celestes, los Principios matemáticos de la filosofía natural o El origen de las especies que muchos, o algunos, de nosotros recordamos los años de 1543, 1687 o 1859. Por nada más. No sucede lo mismo con el Tratado elemental de química de Lavoisier, que vio la luz en 1789, el mismo año en que, el 14 de julio, masas parisinas tomaron la Bastilla, el odiado símbolo de un régimen absolutista, poniendo realmente en marcha de esta manera la Revolución Francesa. Lavoisier, entonces en la cumbre de su poder y prestigio, científico y público, no pudo permanecer al margen de aquel confuso y con frecuencia contradictorio proceso, en el que las ansias de libertad e igualdad a menudo se combina ron con la crueldad y el Terror, el Terror con mayúscula. Fue ejecutado en la guillotina el 8 de mayo de 1794, acusado de conspirar contra el pueblo de Francia. «Solo un instante para cortar esa cabeza. Puede que cien años no basten para darnos otra igual», parece que comentó Lagrange al astrónomo Delambre el día siguiente. No bastaron.

Sabemos que cuando fue encarcelado lo consideró una injusticia, porque, escribió, había amado la libertad y la igualdad siempre, y en cierto sentido contribuido a que surgiese el movimiento revolucionario. Solo que la libertad e igualdad del recaudador de impuestos no era, claro, la libertad e igualdad del pueblo llano, la de los sans-culottes que tomaron la Bastilla el mismo año que se publicó su Tratado elemental de química, una obra que como la Revolución también contribuyó a cambiar el mundo, pero que ellos, los revolucionarios que se unieron en la entrada del suburbio de Saint-Antoine para marchar hacia la Bastilla, no habían leído, entre otros motivos porque muchos —la mayoría seguramente— no sabían leer.

Tras el Siglo de las Luces llegó el XIX, una centuria extraordinaria para el avance de la ciencia, un siglo en el que se publicaron algunos libros que no deberían faltar en ningún canon.

LYELL Y LA GEOLOGÍA. WEGENER Y LA DERIVA DE LOS CONTINENTES

Procediendo según un orden cronológico, citaré en primer lugar a Charles Lyell (1797-1875), el geólogo británico que estableció la geología moderna, basada en la teoría de que las rocas y las formaciones geológicas terrestres son resultado de procesos ordinarios que ocurren paulatina mente, día a día, no a través de grandes cataclismos. Publicó y defendió esta teoría en Principios de geología (1830-1833).

Principios de geología es una de las grandes obras de la literatura científica de todos los tiempos; de hecho, fue reconocido como tal en vida de su autor, que vivió para ver la publicación de trece ediciones. La visión que se daba en ella de la Tierra se mantuvo básicamente casi un siglo, hasta que el geofísico, meteorólogo y explorador polar alemán Alfred Wegener (1880-1930) defendió con gran vigor y buenos argumentos la tesis de la «deriva de los continentes». Mientras que Lyell pensaba que los movimientos verticales bastaban para explicar la dinámica de la corteza terrestre, en concreto para dar cuenta de la formación de cadenas montañosas y la distribución y estructura de continentes y océanos, Wegener sostuvo que esos mismos fenómenos se debían explicar en términos de desplazamientos horizontales, imaginan do, por ejemplo, la existencia de un enorme supercontinente primitivo (Pangea), del que se habrían desgajado piezas que darían lugar, con el paso del tiempo, a una geografía terrestre muy diferente, la que hoy conocemos. Y expuso su teoría en un libro, otro clásico de la ciencia: El origen de los continentes y océanos (1915), una de esas obras científicas pioneras que se adelantan a su tiempo y anuncian con anticipación el cambio del esquema conceptual con que se estructura un conjunto de ciencias. Durante bastantes años, las ideas que contenía encontraron escaso eco: hubo, en efecto, que esperar a la década de 1950, cuando nuevas evidencias apoyaron la idea del movimiento de los continentes, evidencias que condujeron a la teoría de la tectónica de placas, según la cual la Tierra está dividida en un conjunto de unidades (placas), que contienen a los continentes y partes de los fondos oceánicos y que rotan muy lentamente entre sí.

DARWIN Y LA TEORÍA DE LA EVOLUCIÓN DE LAS ESPECIES

De muy pocos descubrimientos, teorías o científicos se puede decir lo que se puede manifestar a propósito de Darwin: que generó una revolución intelectual que fue mucho más allá de, en su caso, los confines de la biología, o, de forma más general, las ciencias naturales, provocando el derrumbamiento de algunas de las creencias más firmemente enraizadas en el pensamiento de los humanos. Creencias como la de que cada especie fue creada individualmente, «a imagen y semejanza de Dios» se añade en algunas religiones. Si Copérnico separó a nuestro hábitat, la Tierra, del centro del universo, Darwin despojó a la especie humana del lugar privilegiado que hasta entonces había ocupado en la naturaleza.

Depurada por el paso del tiempo, la idea básica de la teoría darwiniana de la evolución de las especies, o de la selección natural, es que no hay una tendencia intrínseca que obligue a las especies a evolucionar en una dirección determina da; que no existe una fuerza que empuje a las especies a avanzar según una jerarquía predeterminada de complejidad, ni tampoco una escala evolutiva por la que deban ascender todas las especies. Se puede hablar de «evolución de las especies», es cierto, pero se trata de un proceso básicamente abierto, sin final único. Si se trasladan especies a lugares diferentes y aislados, cada una de ellas cambiará sin referencia a las otras, y el resultado sería un grupo de especies distintas aunque genéticamente relacio nadas. El libro en el que presentó sus ideas, uno que no puede faltar en ningún canon, es On the Origin of Species by meansof Natural Selection, or the Preservation of Favoured Racesin the Struggle for Life (Sobre el origen de las especies por medio de selección natural, o la conservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida).

CLAUDE BERNARD Y LA MEDICINA

La medicina es una de las primeras ciencias, pero sus progresos fueron en realidad limitados hasta el siglo XIX, el siglo de «la medicina científica». En buena medida esto sucedió porque se alió con la física y la química. Se desarrolló, por ejemplo, la fisiología, la rama de la medicina que se ocupa de explicar los procesos que tienen lugar en los cuerpos en base a esas ciencias, procesos como la respiración, la digestión o los movimientos musculares. La medicina se hizo entonces «medicina científica», y nadie defendió más y mejor que fuese así que un fisiólogo francés, Claude Bernard (1813-1878), en un libro titulado Introducciónal estudio de la medicina experimental (1865). De este libro, el filósofo Henri Bergson dijo: «Es para nosotros algo así como lo que fue para los siglos XVII y XVIII el Discurso del método», mientras que Pasteur lo calificó de «monumento en honor del método que ha constituido las ciencias físicas y químicas desde Galileo y Newton, y que Claude Bernard se esfuerza por introducir en la fisiología y en la patología. No se ha escrito nada más luminoso, más completo, más profundo sobre los verdaderos principios del difícil arte de la experimentación… La influencia que ejercerá sobre las ciencias médicas, sobre su enseñanza, su progreso, incluso sobre su lenguaje, será inmensa».

SANTIAGO RAMÓN Y CAJAL

Aunque el canon que estoy estableciendo pretende ser universal, existe un científico español que no puede faltar: Santiago Ramón y Cajal (1852-1934), quien nos dejó un número importante de libros. Uno de ellos, una obra maestra, un «gran libro de la ciencia», la Textura del sistema nervioso del hombre y de los vertebrados (1899-1905).Es obligado en la presente ocasión citar también su apasionante autobiografía, Recuerdos de mi vida (1901-1917). Y, asimismo, Reglas y consejos sobre investigación científica,que constituye una versión modificada de su discurso de entrada (1897) en la Real Academia de Ciencias.

EL SIGLO XX

Y llego ya al siglo XX, el «Siglo de la Ciencia», como lo llamé en uno de mis libros. Durante ese siglo, en el que todos los que hoy estamos aquí nacimos, vivieron y trabajaron más científicos que en toda la historia previa de la humanidad. Se escribieron y publicaron innumerables artículos científicos y un número más que considerable de libros, pero en esa época ya no resulta tan fácil hablar, en el sentido que lo he estado haciendo hasta ahora, de «grandes libros de la ciencia». El artículo, breve y de carácter completamente técnico, fue, y continúa siendo, el vehículo empleado por los científicos, y en el que también presentan sus mejores hallazgos. Si quisiese hablar de libros tendría, por tanto, que modificar radicalmente mi enfoque, y referirme a textos magníficos, algunos auténticamente inolvidables, pero que son otra cosa, que pertenecen al género, no solo respetable sino ejemplar, del ensayo o la divulgación.

Libros como los Diálogos sobre la física atómica (1969) de Werner Heisenberg, el creador de la mecánica cuántica, o La doble hélice de James Watson, codescubridor de la estructura del ADN. O a los del biólogo evolutivo Stephen Jay Gould (mi obra favorita suya es La falsa medida del hombre), el astrofísico Carl Sagan (Cosmos o Los dragones del Edén), el naturalista y entomólogo Edward Wilson (Sobre la naturaleza humana), los físicos Steven Weinberg (Los tres primeros minutos del Universo), Roger Penrose (La nueva mente del emperador), Stephen Hawking (Una breve historia del tiempo) y Murray Gell-Mann (El quark y el jaguar), y a los biólogos moleculares y de poblaciones Luca Cavalli-Sforza (Quiénes somos) y Jared Diamond (Armas, gérmenes y acero). Pero esto sería, insisto, otra cosa.

No puedo, sin embargo, dejar de mencionar al científico más importante del siglo, al que, en su número del 31 de diciembre de 1999, la revista estadounidense Time escogió como «El personaje del siglo XX»: Albert Einstein.

Afortunadamente, Einstein escribió un libro que puede considerarse como un pequeño clásico que merece ser recordado, un libro que publicó en 1917 para divulgar sus dos teorías de la relatividad: Teoría de la relatividad especial y general. Si se desea saber qué son las teorías especial y general de la relatividad, pueden leer todavía hoy este libro.

RACHEL CARSON Y SU PRIMAVERA SILENCIOSA

Quiero terminar con un libro maravilloso y conmovedor, y también un gran libro de ciencia. Un libro que es considerado, con justicia, como uno de los principales responsables de la aparición —o al menos de su consolidación— de los movimientos a favor de la conservación de la naturaleza: Silent Spring (Primavera silenciosa, 1962). Fue escrito por una zoóloga, Rachel Louise Carson (1907-1964). En él, y utilizando los recursos de disciplinas como la química, la zoología, la agricultura o la oceanografía, Rachel Carson se esforzó en explicarnos cómo los productos químicos, especialmente los pesticidas, afectan a la vida que puebla la Tierra. Y consiguió lo que pocos textos científicos logran: iluminar nuestros conocimientos de procesos que tienen lugar en la naturaleza, e interesar y alertar a la sociedad tanto por la ciencia que es necesaria para comprender realmente lo que sucede en nuestro planeta, como por la situación presente y futura de la vida que existe en él. _

Catedrático de Historia de la Ciencia. Universidad Autónoma de Madrid. De la Real Academia Española.