El rescate de las obras de Marc Fumaroli en por parte de la editorial Acantilado se convirtió convertido en un modesto éxito editorial: su libro sobre Chateaubriand ha alcanzado la sexta edición, París-Nueva York-París ha tenido una buena acogida, no hace tanto se tradujo La diplomacia del espíritu… El gran sabio y erudito francés, autor también de La República de las letras, concedió esta entrevista con motivo del Congreso La biblioteca de Occidente, organizado por UNIR, Nueva Revista, y CCHS/CSIC, CILENGUA / Instituto de Literatura y Traducción, bajo la dirección de Miguel Ángel Garrido.
–¿Cómo vive su éxito en España?
–Me halaga y me sorprende un poco, porque aquí en Francia soy bien conocido, sí, pero no una celebridad. Me alegra mucho esta respuesta del público español, lo que me demuestra que tal vez deba escribir para Europa y no sólo para Francia –improvisa, con una carcajada-. No obstante, hay que reconocer que en España tengo un editor magnífico, Acantilado, cuyo director es un profesor brillante, audaz, de espíritu libre… En cualquier caso, se trata de un hombre encantador y espero que no haya perdido demasiado dinero con mis libros. Es curioso: en Italia tengo la suerte de contar también con un editor magnífico, y parece que soy más conocido en España y en Italia que en mi propio país.
–Hace poco le ha tocado el turno a Gracián, sobre cuyo Oráculo, en edición realizada por la hispanista Sylvia Bénichou, ha escrito Ud. un extenso prólogo…
–Sí. Ojo, no se trata de que pretenda agradecerle a España su buena acogida –bromea, de nuevo–. Gracián es un autor que yo aprecio desde hace mucho tiempo y al que quería rendir homenaje algún día. Gracias a mi amistad con Sylvia, excelente hispanista e hija de otro hispanista, me he embarcado en ese proyecto de realizar una edición filológica, en alguna medida, de ese texto español y francés a un mismo tiempo, debido a la importancia y la vigencia de la traducción francesa. De algún modo, he querido devolver a Gracián lo que me ha dado durante tantos años.
–¿Cuándo surgió ese interés por Gracián? ¿Cuándo conoció la obra de este “Stanislavski jesuita”, como lo llama Ud. en su prólogo?
–Bueno, contrariamente a lo que mucha gente cree, yo no me eduqué con los jesuitas. Esto hay que subrayarlo: yo estudié en colegios e institutos laicos, públicos. Pero desde el momento en que comencé mis estudios universitarios me interesó mucho comprender ese lenguaje del siglo diecisiete y dieciocho, el de Corneille y Racine. Me interesó comprender a los jesuitas porque eran los mejores educadores de la época, y de sus colegios salió un número considerable de los mejores escritores de su tiempo. Corneille…
Yo creo que los crímenes del siglo veinte fueron causados en parte por una excesiva confianza en la industria, en el poder de la tecnología
–Descartes, que estudió en La Flêche…
–Sí, también Descartes. Luego Voltaire, Diderot se educaron en colegios jesuitas… Estudié sus métodos pedagógicos, sus autores, y me di cuenta de que era una aventura magnífica en el campo educativo, y a una escala mundial. Me parece que una de las debilidades de la sociedad en que vivimos es el carácter ambiguo, equívoco, casi humillado, de la educación. Casi no se puede educar, y la educación se realiza de un modo un poco silvestre, a través de la publicidad, los videojuegos, la televisión, los aparatos como el ipod, etc. Es un modo un poco pintoresco de plantear el futuro de una civilización, que tiene mucho de aleatorio.
Quizá la respuesta de Francia sea la idea de patrimonio, el legado que hay que preservar, que está en la base de la política cultural francesa. Tengo la impresión de que en su país funciona bastante bien, aunque en países como España lo hemos imitado con un éxito muy discutible.
El Estado se ha dedicado a subvencionar, proteger o lanzar lo que yo llamo «cultura de consumo»
–¿Por qué?
–Porque en muchos casos la cultura ha perdido todo vestigio de autonomía, ha quedado asimilada a la política, convirtiéndose casi en propaganda.
Yo creo que la idea de patrimonio, aunque se vea amenazada con fenómenos como el préstamo de fondos del Louvre para fines comerciales, es la correcta. Donde creo que se ha abusado mucho es en los casos en que, por la influencia americana, el Estado se ha dedicado a subvencionar, proteger o lanzar lo que yo llamo “cultura de consumo”: la música rock no necesita al Estado, Disneylandia no necesita al estado, aunque por desgracia este la ayudó muy generosamente. En cuanto al resto, creo que es evidente que si no estuviera el Estado para restaurar los châteaux y las catedrales, para abrir museos y mantener y formar un personal de conservación capaz e inteligente, ¿quién lo haría?
–El problema surge cuando el interés general y el gubernamental se confunden.
–Es cierto que en Francia se dio algo de eso durante el régimen de Mitterrand. Hubo una especie de tutela del sistema del estado por parte de pequeños grupos de amigos, afines siempre ideológicamente, pero creo que eso se ha reducido ahora. A fin de cuentas, la fuerza del sistema puesto en marcha en el siglo dieciocho, con las Academias, y reforzado durante el diecinueve con esta magnífica administración de los monumentos históricos y de los museos, ha permanecido indemne, por encima de los regímenes, los partidos y los cambios. Existe la idea de que el Estado posee ese papel, esa función de preservar la memoria de la nación y, por tanto, sus imágenes.
Lo que me parece un poco paradójico es que al mismo tiempo que se da esa reacción ecologista la confianza en el progreso técnico no haya sido nunca tan ciega
–Una última pregunta, que nos devuelve a cuestiones muy actuales. En su libro sobre Chateaubriand me interesó enormemente la evolución de las ideas del personaje, y en particular su relación con el pensamiento de Rousseau. Primero se deja seducir por esa imagen del noble sauvage que trasluce en René, Atala, Les Natchez, pero luego, cuando recupera su fe católica, se aleja. Quizá después del Terror era un poco difícil seguir creyendo en la doctrina de la bondad natural.
–Es cierto, era difícil. Pero, es curioso, el siglo veinte ha sido aún peor, con dos guerras mundiales y muchas y cruentas revoluciones, grandes desigualdades y matanzas… Y, sin embargo, Rousseau sigue contando con una gran vigencia para mucha gente. El ecologismo, por ejemplo, es un rousseanianismo. Yo creo que los crímenes del siglo veinte fueron causados en parte por una excesiva confianza en la industria, en el poder de la tecnología, de modo que es preciso regresar cuanto antes a modos de vida menos fastuosos desde el punto de vista de la energía, los residuos, etc. Lo que me parece un poco paradójico es que al mismo tiempo que se da esa reacción ecologista la confianza en el progreso técnico no haya sido nunca tan ciega: estamos convencidos de que el hombre va a vencer a la muerte, derrotar a la enfermedad, viajar por el universo que nos rodea, incluso que va a poner fin a la Historia, convertirse en su propio Dios y su propia Providencia. Creo que se trata de un prejuicio procedente de un humanismo enloquecido, que confunde al hombre con Dios, o que toma al hombre por un Dios colectivo, que carece de identidad personal y que trabaja para reformar el mundo creado para hacer de él un campo temático.